Lolita
En los años 60 estalló aquel best-seller que rompió toda barrera ética en las letras mundanas, cuando el ruso Vladimir Nabokov encontró una editorial francesa para publicar LOLITA, la novela que lo elevaría a la fama universal. Su prosa en elegante inglés es producto de ese orfebre del verbo que impacta al lector desde sus primeras líneas: Lolita, light of my life/fire of my loins (Lolita, luz de mi vida/ fuego de mis muslos), my soul, my sin (mi alma y mi pecado), cuando el protagonista profesor Humbert Humbert, confiesa desde la cárcel la obsesión por aquella niña de 12 años que arruinó su vida para siempre. Como en el Dante ese amor infantil por Beatrice Portinari, también marcó el origen de su afición por las nínfulas que no debían pasar de los 14 años.
El relato de Nabokov nos muestra a un pedófilo virtual, al que se le presentó la oportunidad de salir del closet en estampida, a raíz de la súbita muerte de la madre de Dolores Haze (Lolita), dejando a Humbert como tutor de la huérfana. El autor, por múltiples laberintos nos introduce en la mentalidad de la pedofilia que —a veces— podría crear una cierta empatía por aquel depredador sexual. Trasladando la ficción a la realidad, podemos comprobar que como decía Henri Kissinger: “El mejor afrodisiaco es el poder”, y si el goce de ese dominio dura 14 años, con una notable intoxicación mediática donde se presenta al autócrata como un señor feudal todopoderoso, ese obsequioso culto a la personalidad, es permeable a la genuina admiración de inocentes nínfulas predispuestas al sometimiento erótico. En analogía, recordemos a Vargas Llosa que denuncia en La fiesta del Chivo, a aquellos genuflexos padres que ofrendaban sus hijas púberes hasta la cama del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo.
Pero la pérdida del ejercicio del poder deja desnudo al mandatario depuesto, que, en playas extranjeras, desprovisto de sus charreteras, ya no tiene encanto. Entonces no le queda más remedio que volver a la tribu y para mitigar sus urgencias convocar desesperadamente a su joven amante, por temor a que como al profesor Humbert, otro pedófilo más avisado y residente en las proximidades, le arrebate su presa. Son los momentos en que la obsesión se torna en un tormento, que, unido a las disidencias internas, a las llamadas telefónicas no respondidas y a las alucinaciones provocadas por celos reales o imaginarios, impulsan a las acciones más imprudentes. Si los problemas de Humbert se agrandaron por la riesgosa costumbre de llevar un diario que reveló sus aberraciones, hoy en día los celulares cumplen esa tarea. Y si esos imprescindibles adminículos caen en manos de la Policía, los mensajes íntimos y las fotos reveladoras de situaciones inconfesables, podrían constituir pruebas irrefutables del delito de estupro que figura en el Código Penal.
Queda, no obstante, una salida decorosa, convertir el romance consensuado en una bella historia de amor que culmine como en el cuento de hadas, en suntuoso matrimonio.
De esta manera, el indomable célibe, deberá ejercer —no sin esfuerzo— su añorado poder, esta vez, como guerrillero de alcoba que —fatigado— lo deje sin aliento para persistir en la innoble manía de ordenar bloqueos insensatos.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.