Para ayudar a Haití, dejen de tratar de salvarlo
Tratándose de Haití, los instintos de Joe Biden son los correctos: lo mejor que Estados Unidos puede hacer es hacer lo menos posible y, si se puede, menos que eso. Lo que Estados Unidos le debe a Haití es lo que ya le está dando: ayuda jurídica y forense para investigar el asesinato del presidente Jovenel Moïse la semana pasada.
Pero si las autoridades estadounidenses pueden ayudar a Haití a esclarecer el asesinato de Moïse, no pueden ayudar al país a cambiar los hechos que condujeron a él: la corrupción endémica, la anarquía desenfrenada y la decadencia institucional que han paralizado a Haití durante mucho tiempo y que hacen que casi todas las formas de ayuda extranjera no solo sean inútiles sino también perjudiciales.
Esto comienza con la intervención militar que Claude Joseph, el primer ministro interino, solicitó a Washington. A lo largo de la historia, Estados Unidos ha enviado a su ejército a Haití, desde la larga ocupación iniciada por Woodrow Wilson hasta la invasión de Bill Clinton en nombre del cura demagogo Jean-Bertrand Aristide, pasando por las intercesiones más breves de George W. Bush y Barack Obama.
A excepción de la última de ellas —una operación humanitaria limitada tras el catastrófico terremoto de 2010— ninguna de las intervenciones mejoró la situación en Haití. Peores han sido los despliegues de las fuerzas de paz de la ONU, cuyas vergonzosas contribuciones incluyeron abusos sexuales a menores y una epidemia de cólera que mató a miles de personas.
Una intervención militar estadounidense no tendría ahora fines humanitarios. Tampoco serviría a un propósito de orden público, a menos que los estadounidenses quieran que la 82.ª División Aerotransportada vigile la guerra de pandillas en las calles de Puerto Príncipe.
Serviría a los propósitos políticos de Joseph, quien declaró en la práctica la ley marcial, si bien el hombre que Moïse nombró para sustituir a Joseph justo antes de su muerte impugna su reivindicación del poder. A Estados Unidos no le beneficia en nada estar en medio de todo esto. Tampoco resulta en beneficio de Haití.
La alternativa habitual a la ayuda militar es el apoyo al desarrollo. En el caso de Haití, esto es aún más destructivo. Después del terremoto de 2010, los analistas y los economistas propusieron paquetes de ayuda multimillonarios para Haití. Al final, llegaron unos $us 9.000 millones en ayuda y otros 2.000 millones en petróleo. Se malversaron y despilfarraron miles de millones. Tanto Moïse como su predecesor, Michel Martelly, gobernaron de manera autoritaria y hubo motivos de sobra para sospechar que fueron corruptos.
No todos los problemas están en el lado haitiano. En 2016, Yamiche Alcindor hizo un retrato devastador en The New York Times de lo que Bill y Hillary Clinton hicieron en el país. “Solo se han materializado menos de la mitad de los puestos de trabajo prometidos en el parque industrial, construido después de que 366 agricultores fueran desalojados de sus tierras”, escribió Alcindor sobre un proyecto apoyado por Clinton. Y agregó: “Hay un subejercicio de los muchos millones de dólares destinados a los esfuerzos de ayuda. Se sabe que el hermano de la señora Clinton, Tony Rodham, tiene negocios en la isla, lo que ha desatado especulaciones sobre la existencia de tratos con información privilegiada”.
Sin embargo, la cuestión de si la mayor parte de la culpa recae en el donante o en el receptor no tiene en cuenta el tema más importante: la ayuda a Haití fomenta la dependencia, invita a la malversación de fondos, debilita las instituciones del Estado y la sociedad civil, desalienta las iniciativas locales, desvía el capital hacia los planes favorecidos por los donantes, enriquece a los que están bien conectados y enfurece a todos los demás.
¿Qué podría ayudar? La mejor manera de que Haití deje de ser un “Estado de ayuda” es detener el flujo de asistencia, excepto durante las emergencias humanitarias. Un esfuerzo más humilde —ayudar a los haitianos empobrecidos y desposeídos a adquirir títulos de propiedad legales— haría más para sentar las bases de la prosperidad que otro parque industrial financiado por los Clinton. Un esfuerzo dedicado a combatir la corrupción en Canadá, Estados Unidos y Francia para rastrear los recursos malversados por la clase política haitiana también sería una manera útil de castigar su comportamiento depredador y alentar las reformas políticas.
Pero el mayor regalo que el gobierno de Biden puede hacer al pueblo de Haití es dejar de intentar salvarlo. El éxito sin ayuda de la diáspora haitiana demuestra el talento, el espíritu emprendedor, la creatividad y el ingenio de los haitianos comunes cuando se les deja actuar por su cuenta. Lo que necesitan los haitianos en su país es tener fe en que ellos también pueden ser artífices exitosos de su destino, cuando se liberan de las garras de los que quieren matarlos con su gentileza.
Bret Stephens es columnista de The New Y ork Times.