Mientras Mindy Greene pasaba otro día en la unidad de terapia intensiva para pacientes con COVID-19 escuchando chirriar las máquinas que ahora respiraban por su esposo de 42 años, Russ, encendió su teléfono y escribió un mensaje. “No nos vacunamos. Leí todo tipo de cosas sobre la vacuna y me asusté. Así que tomé esa decisión, oré por ella y tuve la sensación de que estaríamos bien”, escribió en Facebook. Pero no lo estuvieron.

Ahora su esposo, padre de cuatro hijos, lleno de tubos conectados a su cuerpo, se debatía entre la vida y la muerte. El paciente de la habitación contigua había fallecido unas horas antes. Ese día, el 13 de julio, Greene decidió sumar su voz a un insólito grupo de personas que se pronunciaban en el polarizado debate a nivel nacional sobre la vacunación: los arrepentidos. “Si hubiera tenido la información que tengo ahora, nos habríamos vacunado”, escribió Greene. Pasara lo que pasara, oprimió “enviar”.

En medio de un rebrote de contagios y decesos por el coronavirus, algunas personas que rechazaron la vacuna o que simplemente esperaron demasiado tiempo ahora están enfrentando las consecuencias, a menudo de manera cruda y en público. Varias se expresan desde camas en el hospital, en funerales y a través de obituarios sobre su arrepentimiento, sobre el dolor de contraer el virus y de ver morir a familiares no vacunados cuando luchaban por poder respirar.

El reciente aumento de contagios y hospitalizaciones entre las personas no vacunadas ha impuesto la triste realidad de que el COVID-19 destruye el hogar de muchas personas que pensaban que habían eludido la pandemia. Pero ahora, con el enojo y la fatiga acumulados por todos lados, la pregunta es si sus historias en verdad pueden cambiar ciertas opiniones.

Algunas personas hospitalizadas con el virus siguen insistiendo en no ser vacunadas y las encuestas señalan que la mayoría de los estadounidenses no vacunados no están cambiando de opinión. Los médicos que trabajan en las unidades de COVID afirman que algunos pacientes siguen negándose a creer que están enfermos de algo más que neumonía.

No obstante, algunos hospitales saturados de pacientes en franjas del país mayormente conservadoras y donde la gente no está vacunada, como último recurso, han comenzado a incorporar a sobrevivientes de COVID-19 para que funjan como mensajeros de salud pública con la esperanza de que quienes solían desconfiar de las vacunas puedan convencer de que se vacunen a otras personas que ignoraron las campañas de vacunación encabezadas por el presidente Joe Biden, Anthony Fauci, así como ejércitos de médicos locales y trabajadores sanitarios.

Sus historias son testimonios reales en medio de una pandemia que se ha nutrido de la desinformación, el miedo y las divisiones partidistas reforzadas con respecto a la vacuna.

En Utah, Greene mencionó que su esposo había dejado en sus manos la decisión sobre la vacunación de la familia. Al principio, pensó en vacunarse tan pronto como se vacunó su vecino de al lado, quien es médico.

Pero tenía dudas sobre la vacuna y encontró muchas razones para desconfiar cuando revisó las redes sociales o habló con algunos amigos antivacunas. “Tienes que ver esto”, le escribió uno de ellos.

Algunos vínculos la llevaron por un laberinto de teorías conspiratorias promovidas por los antivacunas y los youtuberos y a videos en los que los médicos y las enfermeras antivacunas califican de “armas biológicas” a las vacunas contra el COVID-19.

El COVID-19 afectó su mundo familiar a fines de junio cuando sus dos hijos mayores trajeron el virus a la casa después de un campamento de la iglesia donde se contagiaron nueve chicos. El virus se propagó a la familia. Luego llegó el día en que, cuando sus niveles de oxígeno cayeron de manera brusca, tuvieron que trasladar de emergencia al hospital al esposo de Greene, un cazador que practicaba senderismo en las montañas.

Ahora, los Greene miden el tiempo en “días de COVID”. Ella se despierta con arcadas todas las mañanas. Mientras ella se va al hospital, sus cuatro hijos se quedan en casa sin poder contarle a su papá sobre la clase de baile ni sobre el batazo que lanzó la bola fuera del campo durante un partido de béisbol.

Antes del COVID, la vida de esta familia estaba afianzada en su religión y en la comunidad de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ahora, sus amigos de la iglesia y sus vecinos llevan de cenar a la casa y mandan a la congregación noticias sobre el esposo de Greene.

Sus ideas cambiaron cuando el virus destrozó el cuerpo de su marido y cuando los médicos le pusieron un respirador. Cambiaron cuando habló con los médicos y las enfermeras sobre los pacientes no vacunados que saturaban los hospitales y cuando se sentaba afuera de la unidad de terapia intensiva y escuchaba llegar los helicópteros de emergencias. Greene comentó que había hecho cita para vacunar a sus hijos.

Jack Healy es columnista de The New York Times.