Porvenir
La mañana después de la guerra, de Boris Miranda, es uno de los libros que más disfruté durante mis últimos años de universidad y también una pieza clave en la bibliografía de mi tesis de licenciatura: Pando antes y después de 2008: élite política y régimen provincial híbrido, cuyo objetivo era saber qué tanto se había democratizado aquel departamento luego del desplazamiento de Leopoldo Fernández del poder regional. No puedo decir que estoy orgulloso de aquel trabajo, del cual lo único que puedo rescatar es el entusiasmo que me despertó por estudiar el norte amazónico boliviano, gracias a la ilustre guía de una entrañable maestra y la oportunidad de visitarlo gracias a otra amiga.
La investigación de Miranda, ejemplo de verdadero periodismo, desnudó las intenciones del movimiento cívico que durante aquellos días de septiembre se volcó o tomar instituciones del gobierno central enarbolando la bandera de las autonomías en los departamentos del oriente: escindir el territorio boliviano para entregarle una de sus mitades a una oligarquía que se opuso al proyecto de país que se perfilaba desde octubre de 2003: en pocas palabras, y aunque el autor no lo dice, un golpe de Estado. Sí aclara, no obstante, que uno de los objetivos de este movimiento encabezado por las logias de Santa Cruz, era sumar a los militares a su bando después de provocar varias muertes. Y mientras estaban en eso, borrar todo avance en el saneamiento y distribución de tierras ordenada por la reciente Ley de Reconducción Comunitaria, para perpetuar los privilegios de la casta terrateniente.
Las élites agroexportadoras, aquella oligarquía, habían decidido arrojarse a la aventura secesionista después de los resultados del referéndum revocatorio de agosto de ese año, que fortaleció la legitimidad de Morales y golpeó duramente al bloque cívico prefectural con la defenestración de dos de sus aliados, Pepelucho y El Bombón. Se quitaron los guantes decididos al todo o nada: ¡Y nada fue lo que obtuvieron! Su derrota, nos cuenta Miranda, no se debió tanto a una brillante estrategia conducida por el gobierno, de cuyo gabinete algunos miembros ya se mostraban dispuestos a dimitir, sino más a la resuelta movilización de las organizaciones sociales y campesinas aliadas al “proceso de cambio”. Sacrificaron 13 vidas para evitar el golpe. Su heroísmo hizo posible la aprobación de la nueva Constitución y la fundación del Estado Plurinacional.
Hasta entonces, Pando, tanto como Beni o Santa Cruz, eran territorios controlados por un reducido grupo de familias que disponían a su antojo de todas las oportunidades y recursos regionales, lo que las convertía en los principales soportes de lo que algunos llaman autoritarismos subnacionales, de los cuales el cacique Fernández era solo un exponente caricaturesco. Sin duda alguna, el esforzado macho de la Cristo en Santa Cruz cuenta con el respaldo de una red de patrimonialismo mucho más densa y aceitada ahora como gobernador. En todo caso, los soberbios cívicos saldrían mal parados de su intentona golpista en 2008, viéndose obligados a bajar la cabeza y pactar su rendición frente al gobierno, con Costas a la cabeza; algo que resultaría humillante para las logias cruceñas, que por alguna razón fueron aceptadas como aliadas estratégicas por el propio MAS tiempo después. Un innombrable diputado oficialista se encargaría de abrirle la puerta, incluso, a miembros de las pandillas unionistas.
Esto último resulta más incomprensible cuando se considera que la masacre de Porvenir dejó al descubierto la verdadera naturaleza de la clase que deseaba recuperar el poder perdido desde el derrocamiento de Gonzalo Sánchez de Lozada: ociosa, al extremo que una mínima reforma agraria constituía para ella una seria amenaza para su reproducción económica; rentista, celosamente atenta a los ingresos provenientes del IDH y dependiente de los mismos para financiar su reproducción política desde los gobiernos subnacionales; y autoritaria, qué duda cabe, dispuesta a movilizar verdaderas hordas de salvajes arrojados a golpear a cuanto campesino y pollera se les cruzara en el camino. ¡Acuérdense del jeep rojo con la esvástica sobre el cual los jovencitos cruceñistas agitaban sus porras llenas de clavos! La masacre de aquel 11 de septiembre no sería la última. ¿A qué más está dispuesta esta clase sin porvenir? Once meses de dictadura desprovista de sutilezas son suficientes para convencer a Bolivia de que no puede arrojarse con ellos al vacío.
Carlos Moldiz es politólogo.