Confianzas comunes dañadas
Después de la autoinfligida secuencia de inicio de año en torno a un posible cambio de gabinete que derivó en un zafarrancho de dimes y diretes, el oficialismo parece aún atrapado en un limbo político. Los disfuncionamientos siguen ahí, no se han resuelto pese a que ya no se exponen impúdicamente ante la opinión. Lo preocupante del asunto no fue solo la demostración de la debilidad del actual sistema decisional masista, sino la impresión de que ciertas confianzas en esa agrupación se están horadando.
El MAS nunca fue una taza de leche, ser la coalición sociopolítica plebeya más grande del país tiene ventajas, pero también costos. Por el lado de las complicaciones, esta singular arquitectura resalta por su informalidad, su laxitud organizativa, su despreocupación por la comunicación política y la gran heterogeneidad de intereses detrás de algunas grandes orientaciones en las que todos convergen.
Alguien dirá que esa es la riqueza de la diversidad, eso es cierto, pero cuando deriva en cacofonía y desorganización es un problema. Por eso, la cuestión de la armonización del mastodonte es crítica y pasa por saber quién o quiénes toman las decisiones y si éstas se hacen de una manera en que sean legítimas para una mayoría de la coalición. En esto, hasta hace dos años, no había secretos, esa labor la desempeñaba Evo Morales. El “jefazo” tomaba su tiempo, escuchaba y hablaba con todos, los convencía, cedía y a veces imponía su autoridad, es un arte ese laburo.
En medio de esas decisiones, siempre hubo conflictos, ambiciones frustradas, traiciones, ostracismos temporales o para siempre, rupturas y peleas, con sillazos incluidos, pero también batallas políticas épicas y sacrificios comunes en las que todos se unieron para consolidar un proyecto político. Es decir, no era la autocracia que sus detractores pintan, ni menos aún el disciplinado partido leninista al que algunos aspiran ingenuamente en sus filas.
Hoy, el problema es que algunos de los pilares que sostenían esos equilibrios deben ser replanteados para adecuarse a un contexto más complicado y desordenado. La dificultad no es únicamente la coordinación entre un presidente y el jefe partidario de la fuerza que lo sustenta, cuestión frecuente en democracias pluralistas, sino también la delicada gestión de la heterogénea coalición de organizaciones sociales afines que pretenden mayor influencia en el gobierno.
Querer transformar esas tensiones en meras disputas personales es simplificar en demasía el problema, aunque los egos y la soberbia tampoco ayudan a su resolución. Pero, el espectáculo brindado por las elites oficialistas en vísperas del 22 de enero es la evidencia de que hay cosas que no están funcionando, pues si la gestión política fuera eficaz se habría evitado el festival de suspicacias, declaraciones y torpes actuaciones que la convirtieron en su primer tropiezo del año, en la que los opositores no tuvieron nada que ver aparte de solazarse con el despelote.
La salida salomónica era casi obvia, había que salvar el honor y preservar la sacrosanta preeminencia presidencial en el nombramiento de sus colaboradores. No había otra, ante tanto exceso, mejor calmar el juego. Tiempo ganado, pero lío no resuelto, porque el desequilibrio sigue ahí, no desaparecerá hasta que se reconstruya y se pacte un mejor esquema colectivo de toma de decisiones.
Pero, me temo que eso no es lo más llamativo del episodio, lo realmente inquietante para los masistas no son tanto la existencia de tensiones internas por tener mayor influencia, al final legítimas, sino los métodos utilizados en el conflicto. La base de la cohesión de cualquier organización está en la existencia de un mínimo sentido de cooperación y respeto entre los copartidarios, eso que algunos llaman affectio societatis, la adhesión a unas reglas compartidas que permiten mantener la unidad del grupo.
Y justo es en ese ámbito donde el episodio está trayendo situaciones inéditas como la exposición abierta de descalificaciones, los intentos de judicialización de problemas internos o las presiones públicas desde el mismo bando para cambiar autoridades. Esas cosas no se ven bien y sobre todo erosionan la confianza interna, esa que, si no existe, hace que la unidad sea solo un eslogan. Algo de disciplina y orden no vendrían mal.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.