Lo informal y lo ilícito
A finales del año pasado, un proyecto de ley destinado a combatir la legitimación de ganancias ilícitas y financiamiento al terrorismo despertó la resistencia activa de amplios sectores de la población boliviana, atemorizados de que dicha norma los privara de sus fuentes de sustento cotidiano. La medida estaba lejos de significar una amenaza real para sus intereses, y sin duda se puede acusar la incitación al conflicto promovida por la influencia opositora en varios medios de comunicación. No obstante, el recelo provocado era una reacción cuando menos comprensible, en un país donde siete de cada 10 trabajadores pertenecían al sector informal de la economía (y esto, si partimos de datos publicados antes de la llegada de la pandemia del COVID-19)
La distinción entre economía informal y la actividad económica ilegal es, entonces, necesaria, dado que la primera constituye la principal fuente de empleo para millones de personas a nivel nacional, mientras que la segunda comprende a grupos de emprendedores ilícitos cuyas actividades van en directa contravención del ordenamiento jurídico de nuestro Estado. Todo lo ilegal es de alguna manera informal, pero no todo lo informal es necesariamente ilícito, en otras palabras. Obviar esto nos puede llevar a criminalizar formas de actividad económica cuya única falta consiste en estar fuera del ámbito de control del Estado, que nunca podrá ser absoluto, salvo en los peores sueños neoliberales, dadas las limitaciones de todo aparato burocrático en términos prácticos.
No obstante, esto no debe llevarnos a creer que toda actividad económica informal es necesariamente marginal y de sobrevivencia, como seguramente nos advertiría Nico Tassi. Verdaderas fortunas se amasan en este tipo de economías, mundializadas gracias al advenimiento del posfordismo. No se trata de una excepcionalidad boliviana (aunque el caso boliviano ciertamente tiene sus particularidades), o siquiera tercermundista, pues se puede hablar de una economía informal a nivel global, que conecta lugares tan distintos como la ciudad de El Alto con Beijing.
Pero está también el mercado ilegal, ya no solo informal, de bienes tanto legales como ilegales, donde podemos situar el contrabando de oro que tanto daño le hace a nuestro Estado, como de estupefacientes penalizados a nivel internacional (aunque podamos cuestionar tal clasificación como arbitraria o incluso injusta) o la trata y tráfico de personas. En este tipo de casos, a mi juicio, restituir el control del Estado es necesario, sobre todo para países como Bolivia, toda vez que esto puede contribuir a ampliar la recaudación impositiva de nuestro Estado o fortalecer su capacidad de control sobre sus fronteras, territorio y población en general. O, lo que es lo mismo, fortalecer su institucionalidad, que no es otra cosa que su capacidad de ejercer poder.
Siempre trato de no perder de vista una máxima fundamental de la teoría política, que dicta que donde manda capitán no manda marinero, o, lo que es lo mismo, la primacía del principio de autoridad del Estado sobre su territorio. Obviar ello es ir para atrás, hacia ese pasado feudal donde señores de la guerra establecían su poder sobre pequeñas parcelas de territorio, a lo Pablo Escobar, o como los muchos cárteles que hoy en día han tomado como rehenes a poblaciones enteras en países como México, con quienes, sobra decirlo, no se puede convivir pacíficamente.
Carlos Moldiz es politólogo.