Su peligrosa estupidez
La confesión de estupidez que hizo ayer el diputado Gustavo Aliaga no debe tomarse como una expresión de falsa modestia. La oposición partidaria en este país nunca pudo estar a la altura de las circunstancias, y para corroborarlo solo hace falta retroceder a noviembre del año pasado, cuando sus colegas José Ormachea y Alejandro Reyes se limitaron a sonrojarse infantilmente después de que un periodista les preguntara sobre las razones de su rechazo al plan de desarrollo que entonces había propuesto el Gobierno. Ese es el nivel de seriedad de los legisladores de Comunidad Ciudadana y de Creemos, que ya ni sueñan con recuperar el poder y se contentan con obstaculizar cualquier iniciativa del oficialismo, así sea atentando en contra de la propia institucionalidad democrática que se supone deberían defender.
Sin embargo, no estamos tratando con menores de edad aquí, razón por la cual deberíamos tomarnos muy en serio las posibles consecuencias de tener cretinos en cargos de representación política. Después de todo, como advirtió el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, son los estúpidos los que deberían preocuparnos.
Alguien “malo” se guiará, de alguna manera, por ciertos criterios de racionalidad, nos explica, mientras que alguien estúpido resulta impredecible justamente porque no piensa como lo haría alguien normal. Hannah Arendt decía algo parecido cuando hablaba de la banalidad del mal para referirse a sujetos como Adolf Eichmann, quien jugó un rol importante en la ejecución del holocausto judío, sin sentir remordimiento alguno al respecto. Cuando se le preguntó en qué demonios estaba pensando cuando facilitaba el procesamiento administrativo de las incontables víctimas de la irracionalidad nazi, se limitó a responder que “solamente seguía órdenes”. Ese es el extremo al cual pueden llevarnos quienes simplemente no tienen dos dedos de frente.
No hace mucho, un verdadero ejemplar de la imbecilidad humana tuvo control sobre la Policía Nacional por casi apenas un año, provocando dos masacres y un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos de miles de bolivianos. Me refiero, por supuesto, a Arturo Murillo, pero junto con él, a todos aquellos que acompañaron aquel régimen de arbitrariedad desenfrenada encabezado por Jeanine Áñez.
Lo que más gracia me causa en todo esto es que muchos partidarios de esta derecha tan ejemplarmente representada por CC y Creemos suelen presumir petulantemente de poseer educación universitaria y hasta de posgrados, a tal punto que un opinólogo (tal como yo, debo admitir tristemente) escribió hace un tiempo algo así como que antes de la llegada del MAS al poder reinaban en Bolivia los sabios y los intelectuales, formados en las más connotadas casas del saber en el mundo, solo para ser desplazados por las masas populistas organizadas en el partido de los sindicatos. ¡Oh, la decadencia! La estupidez de esta oposición se torna proverbial cuando se comprueba qué es lo que hicieron con el país durante el gobierno de facto estos genios formados en Harvard y no sé qué otras universidades.
Su ineptitud sería perdonable de no ser por el hecho de que no solo no sabían qué hacer con el Estado cuando éste cayó en sus manos (por estupidez nuestra, debo aclarar), sino que además se dedicaron a desvalijar el Tesoro público como si se tratara de una promoción de tiempo limitado. Me pregunto si hubieran sido más torpes de no haber estudiado, aunque sus esquemas de corrupción los pudo haber ideado cualquier bachiller aturdido por sus cambios hormonales.
Esa es nuestra oposición.
Carlos Moldiz es politólogo.