Voces

Wednesday 22 Mar 2023 | Actualizado a 07:58 AM

Sopesar el evismo/antievismo

/ 14 de marzo de 2023 / 00:42

El campo nacional popular en Bolivia está compuesto por un sinnúmero de sujetos colectivos organizados generalmente de acuerdo con la forma sindicato. El MASIPSP es un medio por el cual una parte de aquel campo popular ha logrado organizarse eficazmente para competir por el poder político en Bolivia, tradicionalmente capturado por las élites.

El MAS-IPSP se ha estructurado durante casi dos décadas en torno a la figura de Evo Morales, tras su llegada al poder en 2006. Su estilo de gobierno y su tipo de liderazgo carismático dieron paso al surgimiento de un movimiento político centrado en su figura llamado evismo. Al mismo tiempo, las pulsiones racistas de las élites y su fobia al componente indígena casi transversal a todo el campo nacional popular dibujaron el reflejo invertido del evismo: el antievismo.

El evismo se convirtió durante un tiempo en la máxima expresión de las aspiraciones por igualdad de mayorías sociales largamente excluidas y estigmatizadas por la ideología colonial de las élites: “puedo ser como él, carajo”. El antievismo, por otro lado, se reveló como la sublimación más actual del racismo de las élites en Bolivia, que no por velado deja de ser extremo, a juzgar por sus manifestaciones prácticas: “estos indios masistas”.

En este contexto que va de la suma admiración al desprecio radical, es muy difícil adoptar una posición relativamente imparcial respecto a la figura de Evo Morales en su papel de dirigente del MAS-IPSP. Pero sí es posible señalar objetivamente algunos rasgos distintivos de su estilo de gobierno, tal como lo hace Fernando Mayorga en su libro Mandato y contingencia. Rasgos de entre los cuales destaca su decisionismo, quizá el más definitorio de sus últimas dos gestiones.

En ocasiones, dicho decisionismo resultó necesario para garantizar victorias políticas sobre la oligarquía y sus clases aliadas, pero en otras contribuyó a la construcción de escenarios menos ventajosos, como el que precedió al golpe de Estado de 2019, alimentado en no poca medida por su negativa a aceptar los resultados del infame 21F, más allá de si los mismos fueron producto de una intensa campaña de manipulación mediática y posverdad en las redes sociales.

Su decisionismo, al mismo tiempo, fue el resultado de una correlación de fuerzas con respecto a la oposición y un arreglo institucional del poder que era proclive al fortalecimiento de su influencia desde la cúspide del Estado, específicamente gracias a un sistema político de partido predominante orientado al presidencialismo que le dio a su investidura poderes casi irresistibles, pero que en todo caso eran la consecuencia de un arreglo específico y temporal de los factores que dominan el gobierno en Bolivia. Circunstancias que no serán fáciles de reproducir en el futuro.

Pero hay una razón más para poner en duda si es incluso deseable volver al pasado, y esta consiste en que el grado de concentración del poder a la que llevaron las circunstancias durante casi una década también hicieron del instrumento de las organizaciones sociales un espacio muy poco receptivo a la crítica revolucionaria y constructiva, siendo más comunes las expresiones de obsecuencia y conformismo que evitaron que se expresen opiniones fuera de las líneas establecidas por el discurso oficial, como las siguientes: “esto del TIPNIS es una mala idea” o “no deberíamos hacer tratos con los mismos empresarios que trataron de dividir el país”.

Opiniones críticas que, de haber sido oídas, seguramente hubieran evitado el derrotero al que llegamos en 2019. Es decir, aquel modelo decisional, por muchas victorias que haya cosechado, también demostró tener sus limitaciones y debe quedar claro para todos que, en orden de mantener con vida el Proceso, será necesario corregir todo aquello que deba ser corregido. Los conceptos de líder, liderazgo, vanguardia, partido y militancia deben ser reflexionados.

Y solo, por cierto, cuando recomendé arreglar todos nuestros desacuerdos a puñetes estaba bromeando.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Comparte y opina:

Las líneas que nos dividen

/ 28 de febrero de 2023 / 02:22

A estas alturas de la discusión, quizá daría lo mismo que el actual predicamento que atraviesa el MAS-IPSP sea resuelto a puñetes en la calle que en un congreso nacional. Los ataques han pasado de cuestionar la legitimidad de tal o cual liderazgo a levantar acusaciones contra sus allegados y familiares, sin mención alguna al horizonte programático que debe actualizar el instrumento de las organizaciones sociales para responder a los desafíos que el país enfrentará en el futuro inmediato. Todo esto me lleva a cuestionar si en realidad deberíamos dividir el escenario político oficialista entre renovadores vs. radicales, luchistas vs. evistas u orgánicos vs. invitados, en vez de diferenciar entre consecuentes vs. oportunistas.

Es evidente que urge un debate profundo respecto a problemas como la industrialización de nuestros recursos naturales, un nuevo modelo fiscal que vaya más allá de la simple redistribución de la renta que éstos producen o una reforma radical de sectores como la Justicia, entre muchos otros; no obstante, es difícil entablar una discusión mínimamente racional sobre cada uno de estos tópicos mientras se avientan sillas y acusaciones de un lado al otro, por lo cual, con un ánimo constructivo, propongo tomar en cuenta un par de premisas para encarar la actual crisis del MAS-IPSP antes de que pasemos de los gritos a los golpes, nuevamente.

Primero, tanto la definición de las candidaturas como la selección de liderazgos en general no pueden guiarse por la lógica de “ahora me toca”, como si el único requisito para ocupar un cargo, sea cual sea su naturaleza, fuera simplemente el de ser joven. Ser joven no es una condición política o una postura ideológica. Es una condición transitoria que no da título a absolutamente nada y bajo la cual se auspiciaron a algunos “liderazgos” que hoy en día hacen más daño que otra cosa, guiados por aspiraciones de ascenso social que no tienen nada que ver con los orígenes del instrumento.

En segundo lugar y, por el otro lado, la idea de “yo estaba primero” tampoco reviste de legitimidad alguna por sí misma, como si de las canas se pudiera deducir obvia sabiduría o algún mérito. Muchos que fueron buenos dirigentes de la clase obrera en el pasado terminaron pasándose a las filas del neoliberalismo apenas unos años antes de que ese modelo fuera caducado por el ciclo de rebeliones populares de principios de este siglo, desmoralizando a una izquierda que, de todos modos, pudo superar su deserción.

La edad no es un clivaje social, al menos no en Bolivia, y las líneas que dividen a nuestro país pasan más por la identidad cultural, de género y la clase que por las arrugas, sin mencionar abismos como la posición que unos y otros asumen sobre asuntos como la importancia de la soberanía del Estado frente al capital monopólico extranjero o la supremacía de la unidad del Estado sobre sus regiones en particular. Líneas que delimitan un “nosotros” de “ellos” y que son esenciales para la conducción del país. Porque sea cual sea nuestro lado, está siempre en la vereda opuesta de las clases privilegiadas, de los Mesa o los Camacho, con quienes, está de más decirlo, las diferencias son insalvables.

Y ojo, en esta discusión solo hay pronombres plurales, no un “yo”, como si la historia de todo un proceso pudiera resumirse a un individuo.

No pretendo reducir nuestras discrepancias a simples discusiones teóricas o doctrinarias. La política es más que adoptar una posición sobre problemas comunes, pero tampoco puede escapar a esta dinámica, que nos ayuda a diferenciar a verdaderos conservadores de radicales.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Comparte y opina:

Las clases nacionales

/ 14 de febrero de 2023 / 02:19

En un artículo anterior reflexionamos un poco acerca del término anti-nación y lo que se dijo sobre él en algunos episodios de la historia del pensamiento político boliviano. De la misma forma, creo que es necesario dedicar un pequeño espacio para abordar su categoría antónima, proveniente, también, de las venas ideológicas del nacionalismo revolucionario. Dicha élite enemiga de la patria, la anti-nación, tiene una némesis en cuyo seno descansa el espíritu nacional y las posibilidades de su redención: las clases nacionales, que no son otras que las que conforman los explotados, vilipendiados y perseguidos por el Estado neocolonial.

Para Montenegro, las fuerzas nacionales están encarnadas en líderes y caudillos históricos como Andrés de Santa Cruz, Ballivián y Belzu; mientras que para Zavaleta éstos no son más que el reflejo de la bolivianidad esencial de las masas indias, campesinas y proletarias:

“Sin los campesinos, indios y mestizos en su totalidad, que constituyen un grupo —lo anotó Tamayo— resistente y persistente, los puntos culturales de un modo de ser de la nación no hubieran existido o se habrían diluido en una confusión informe (…) La lucha por la tierra es más bien átona pero se distribuye en la constancia secular de los levantamientos y los alzamientos que, por lo general, no cobran otra fisonomía que la del terror sin promesas y la venganza sin provenir (…) No es en el campo latifundista y semi-feudal sino en las minas, mecanizadas y capitalistas, y en las ciudades es donde se realiza la lucha revolucionaria, localización que concentra y acelera los hechos tanto como explica algunas referencias entre la Revolución Mexicana, cuyo carácter es dado por las guerras campesinas, y la Revolución Boliviana, que es un movimiento encabezado por el proletariado minero”

Se trata de las clases verdaderamente protagonistas de la historia del país, que se levantan contra Melgarejo, la rosca minero feudal y los títeres del imperialismo. Artesanos, indios y campesinos que se mueven al principio de forma dispersa y nunca llegan a ocupar el poder durante todo el siglo XIX. Se trata también del proletariado minero, que nace junto con la explotación capitalista dependiente del estaño, y que es la principal fuerza que sí logra deponer a la oligarquía o rosca minera en la revolución de 1952.

Este proletariado minero continúa encabezando las fuerzas nacionales hasta principios de la década de los 80, organizado en la Central Obrera Boliviana, hasta su derrota definitiva en la Marcha por la Vida. La posta es luego tomada por el movimiento campesino, con su vanguardia cocalera, en las “guerras” del agua y del gas durante el siglo XXI, hasta derrocar a la clase política del neoliberalismo y erigir el Estado Plurinacional.

Se trata de una narrativa del héroe que siempre vuelve, de una forma u otra, para vengar al país de sus verdugos. Una trama que no por simple puede ser descalificada como falsa, puesto que, en los hechos, no ha hecho más que verificarse como verdad desde que comenzó a hablarse de ella. Sus detractores la acusan de esencialista o simplista, pero nunca pueden responder cómo es que tal idea, aparentemente sin fundamentos, se hace palpable en diferentes momentos de nuestra historia. Para responder aquello, pronuncian una simple palabra que trata de ser explicación: populismo.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Comparte y opina:

Vándalos, holgazanes y borrachos

/ 31 de enero de 2023 / 01:43

Es usual que los medios de comunicación pertenecientes a las clases dominantes de esta parte de nuestro continente se refieran a las protestas populares como muchedumbres compuestas por vándalos, holgazanes y borrachos, como viene sucediendo en el Perú, últimamente. Con aquella estigmatización de la lucha social, se añade violencia simbólica a la brutalidad ejercida desde el Estado, deshumanizando a millones de hombres y mujeres que no solo deben resistir golpes y disparos, sino, por si fuera poco, también insultos, en su irrenunciable lucha por el reconocimiento de su dignidad.

No obstante, la experiencia latinoamericana ha demostrado sobradamente la relación entre el paramilitarismo de derecha y el crimen organizado, de la cual se valen las oligarquías locales para sostener el status quo, cuando campesinos, indígenas y trabajadores deciden organizarse para enfrentar la explotación laboral o la exclusión social. Dicho paramilitarismo no tiene por qué ser muy sofisticado, por otro lado, y puede constituirse de pandillas de jóvenes deseosos de conseguir rápido ascenso social a costa de aquellos que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.

Esto es justamente el caso de muchos integrantes de la Unión Juvenil Cruceñista, carne de cañón movilizada recurrentemente por las clases empresariales radicalizadas de aquel departamento, la mayoría con antecedentes penales de todo tipo, e inclinados a cometer otro tipo de crímenes cuando toman el control de las calles, como sucedió con los asaltos, extorsiones y hasta violación grupal cometidos durante el fracasado paro de 36 días que sostuvieron sobre todo mediante la intimidación y la violencia.

Es también el caso de las guarimbas venezolanas, los grupos de autodefensa colombianos, las pandillas que controlan las calles haitianas y los paramilitares que extorsionan a los habitantes de las favelas en Brasil. Las oligarquías latinoamericanas tienen poca capacidad para construir consenso político en sus países, por lo que deben recurrir casi siempre a la violencia como principal forma de sostenimiento de su dominación. Las mentiras de sus periodistas pagados no alcanzan para garantizar la obediencia de la gente, y no siempre es posible hacer un uso descaradamente clasista del Ejército y la Policía como sucede hoy en Puno, por lo que es imprescindible contar con músculo barato en las calles, casi siempre proveniente del mundo del hampa.

Por otra parte, es lógico que estas estructuras de dominación paramilitar no podrían organizarse solo por el ingenio de nuestras oligarquías criollas, que son parte de un esquema de poder global en cuyo centro se encuentra el imperialismo estadounidense, que opera a través de sus agencias de inteligencia en todo el mundo, estableciendo lazos directos entre los sectores más reaccionarios y el crimen organizado, como sucedió en Nicaragua durante los años 80. La relación es, entonces, así: aparatos de inteligencia estadounidenses —grupos paramilitares—, organizaciones criminales.

Existe, pues, una diferencia cualitativa entre el campesino y la campesina que hoy están peleando en aquella otra parte del mundo andino y los jovenzuelos que tomaron las rotondas cruceñas durante más de un mes. A los primeros, los mueven tradiciones organizativas sindicales construidas con mucho esfuerzo durante casi un siglo, o simplemente el impulso moral de reivindicarse como sujetos con derechos; mientras que los segundos no son más que pequeños engranajes de una maquinaria aceitada con dinero y alcohol.

Y lo último no es una exageración. Piensen: ¿Hubieran resistido tanto las rotondas de la UJC sin el lubricante de parrilla y cerveza? Ya lo advertía el barbudo de Tréveris en su 18 Brumario: la base social del pequeño bufón que acaudillaba a las clases dominantes de la Francia del siglo XIX no hubiera podido movilizar ni siquiera a un vagabundo sin las interminables provisiones de aguardiente y salchichón donadas por sus patrocinadores. Los drogadictos, malvivientes y borrachos están al otro lado de la trinchera, como el triste émulo de Pablo Escobar que hoy reside en Chonchocoro. La próxima que decidan ir al paro, deberíamos simplemente cortarles la cerveza. A ver cuánto duran.

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Comparte y opina:

Un acto de traición

/ 17 de enero de 2023 / 01:21

Señalar que la derecha boliviana sufre de disonancia cognitiva no ayuda a resolver los dilemas democráticos que enfrenta nuestra sociedad desde hace algunos años. No estamos tratando con esquizofrénicos que dicen una cosa y luego hacen otra, ni tampoco con payasos burlones conscientes de su hipocresía, sino con fascistas convencidos que no se sonrojan ante la evidente incoherencia que existe entre lo que hacen y lo que predican, porque dicha contradicción es necesaria para la consecución de sus objetivos.

Lo que pretenden, en otras palabras, es confundir a la población con su retórica pseudodemocrática, que se refiere en abstracto a ideales imposibles de condenar como la igualdad, la libertad y la justicia, al mismo tiempo que promueven la violencia, el racismo y la impunidad. No se podría esperar menos de un movimiento que se hizo famoso por utilizar la tricolor como prenda de vestir para luego desfalcar el Estado e intentar vender el país al FMI durante el gobierno de Áñez. Curioso nacionalismo conservador ese que, ante su fracaso para desestabilizar al Gobierno con la excusa del Censo, decide abandonar esa capa de rojo, amarillo y verde para abrazar sin complejo alguno la causa federalista. La particular variedad de nacionalismo “pitita”.

Y ya ni hablar de sus supuestas convicciones democráticas, que de repente desaparecen cuando se les habla acerca de la sistemática violación a los derechos humanos de indígenas, campesinos y personas de barrios populares que sufrieron no solo persecución política, sino la vulneración del derecho fundamental a la vida, con dos masacres y ejecuciones extrajudiciales durante el gobierno de facto, de impronta jailona y clasemediera.

Menos hablar sobre su concepción de justicia e institucionalidad, que parecen olvidar cuando se les recuerdan los antecedentes que condujeron al arresto del rey chiquito de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, que van más allá de desoír repetidas citaciones del Órgano Judicial para prestar su correspondiente declaración sobre el caso Golpe de Estado I (eso se queda corto, aunque no es poco); de repente, todos estos supuestos defensores del Estado de derecho se hacen a los oídos sordos cuando se les presenta evidencia de transacciones financieras de un ciudadano privado a miembros jerárquicos de las FFAA, mientras medios como Página Siete tienen el cinismo de poner todavía en duda la existencia de un golpe de Estado en 2019 a pesar de tales pruebas, ¿para qué eran, entonces, esos traspasos de dinero del pequeño Camacho a un general de la Fuerza Aérea?

No falta mucho para que esta oposición se dé cuenta de que ya no es necesario portar una careta democrática para encaminar su lucha política por la restitución de la república excluyente, y cuando ello suceda, valdrá poco señalarle sus inclinaciones autoritarias. En realidad, la popularidad de esta derecha subiría más si dejaran de disimular apego a los valores liberales o posiciones moderadas, bastando los ejemplos de Trump y Bolsonaro para demostrar que es la abierta adopción de posturas racistas y reaccionarias lo que parece seducir a masas de jóvenes lumpenizados que no tienen por qué justificar filosóficamente sus deseos de ascenso social. Al Capone no tenía por qué demostrar la eticidad de sus acciones, porque la única medida para estas personas es el éxito.

En ese contexto, no es la hipocresía o las incoherencias de la oposición las que deben indignarnos, sino el hecho de no sumarse a esta lucha contra el fascismo en Bolivia de forma decidida y sin ambigüedades. No apoyar la defenestración de esta oligarquía de una vez y para siempre es el verdadero acto de traición que ningún renovacionismo podría suponer. No estamos hablando de una disputa por el liderazgo dentro del movimiento popular, sino de una lucha entre el pueblo y el fascismo que debería simplificar cualquier proceso de unificación de las organizaciones sociales en contra de un enemigo que ha demostrado en 2019 hasta dónde es capaz de ir para conseguir sus objetivos. Obviar que ellos, y solo ellos, son el enemigo, ese es un acto de traición.

Carlos Moldiz es politólogo.

Comparte y opina:

Quédense en sus condominios

/ 3 de enero de 2023 / 00:49

Antes de ser abatidos por la Policía, Eduardo Rózsa y su grupo se fotografiaron a sí mismos posando con armas de fuego de grueso calibre, en una vulgar demostración de hombría muy común entre los conservadores de cualquier parte del mundo. Y no solo eso. Previo a su llegada a Bolivia, su líder admitió en una entrevista con un periodista húngaro que había sido convocado por la oposición al entonces presidente Evo Morales para formar parte de un movimiento abiertamente secesionista que tendría su base en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra.

Años después, Luis Fernando Camacho admitió ante sus correligionarios y en presencia de los medios de comunicación, que su padre había cerrado tratos con la Policía y el Ejército para que no se reprimiera las manifestaciones que conducirían al derrocamiento de Morales, admitiendo con ello la existencia de un complot golpista cuyo éxito no hubiera sido posible sin la complicidad de una parte de la oficialidad de las fuerzas del orden que, de acuerdo con la ley, estaban obligadas a defender al gobierno legalmente constituido.

Naturalmente, siguiendo los principios de un Estado de derecho, tanto Rózsa como Camacho enfrentaron las consecuencias de sus actos, el primero al costo de su vida, y el segundo con su libertad. Aquello no debería sorprender a nadie. A principios de diciembre del año que acaba de pasar, fueron arrestados los miembros de una célula terrorista que pretendía ejecutar un golpe de Estado en contra del Gobierno alemán, para instaurar en el poder a un descendiente de la aristocracia de ese país. Porque eso es lo que se supone que debe suceder con cualquiera que intente tomar el poder sin ganar elecciones en un Estado democrático.

Lo que sí sorprende es la increíble estupidez de quienes forman parte de estos esquemas conspiratorios, sacándose fotografías que los inculpan, dando entrevistas sobre sus planes o admitiendo cómo es que los llevaron a cabo frente a medios de comunicación. Asombra también la indignación de algunos frente a la lógica respuesta por parte del Estado ante tales intenciones, como si tratar de derrocar a un gobierno proveniente de las urnas no mereciera otra cosa que la cárcel. En ese sentido, los detractores del masismo deberían reconsiderar su estrategia discursiva, puesto que la disonancia entre lo que dicen y lo que hacen es no solo inocultable, sino hasta insultante con la inteligencia del boliviano promedio.

Es evidente que no pueden ganar elecciones y que no reconocen la validez de la institucionalidad boliviana, por lo que les resulta legítimo elegir a un mandatario en las aulas de una universidad privada antes que hacerlo en la Asamblea Legislativa de su Estado. Se trata de un problema que no solo enfrentan las clases dominantes de este país, sino también en otras partes del mundo, razón por la cual algunos partidos de derecha admiten abiertamente su rechazo a la democracia, cosechando éxitos electorales paradójicamente. Tal vez lo mejor para la oposición boliviana sea ser un poco más honesta, así eso la lleve al cinismo. Es decir, reconocer que en un país mayoritariamente indígena y popular es muy difícil para las clases altas tomar el poder mediante las urnas y dejar de hablar en nombre de una democracia por la cual no guardan verdadera convicción.

Eso o fundar su propio país, debiendo considerar, sin embargo, que el Estado boliviano está obligado a defender su unidad e integridad territorial. Tal vez lo mejor que pueden hacer los riquillos de este país, por el momento, es quedarse en sus condominios y admitir su ineptitud política.

Por otro lado, la labor de la Justicia en Bolivia no ha concluido. El golpe de Estado debe ser castigado, pero con mayor contundencia deben sancionarse las masacres y asesinatos selectivos perpetrados por el gobierno de Jeanine Áñez, que amerita más que 10 años de cárcel. Ambos delitos son inseparables, por otro lado, pues para instaurar un régimen por encima de las instituciones del Estado era inevitable recurrir a la violencia más extrema. En ese sentido, tanto Carlos Mesa como Tuto Quiroga son culpables no solo por la interrupción de la democracia en nuestro país, sino también por asesinato.

Sugerencia: la próxima que intenten un golpe de Estado, no se saquen fotos ni se lo digan a la prensa, ¿ok?

Carlos Moldiz Castillo es politólogo.

Comparte y opina:

Últimas Noticias