Ajedrez en el colegio Sucre
Durante mi adolescencia y buena parte de mi juventud (y quizás hasta hoy) fui una persona rebelde. Mi abuelo evitaba llevarme a Totora en vacaciones como hacía con mi hermana y primos. Decía, en cualquier momento me podría subir a un camión para cualquier parte; Elena, mi abuela, no estaba para arrebatos. Por esta razón mi mamá decidió inscribirme al colegio Sucre para disciplinarme y convertirme en “un hombrecito obediente”. Además, para sustituir la imagen paternal, mi papá había fallecido.
El colegio Sucre, conocido como colegio tradicional, no solamente fue el primer establecimiento educativo creado a poco tiempo de la fundación de la nueva República —dicho sea al paso, el primer periódico boliviano, El Cóndor, desplegaba elogios hacia profesores y estudiantes de este colegio—, sino que, contemporáneamente, los estudiantes, mis excompañeros, ingresaban con el sueño para luego de bachiller irse a una institución castrense o policial. Días previos a cualquier celebración cívica practicamos marchas marciales con instrucción militar para participar en los desfiles escolares. Tenías que tener un cabello corto al estilo soldadesco. El profesor de Educación Física, además, se quejaba con desdén de que su esposa estaba estudiando Medicina, decía: “Las mujeres deben estar en la cocina”.
De pronto, en esta aura de masculinidad y machismo, apareció un personaje diferente, un profesor con bigote nietzscheano, era el profesor de Ajedrez. En aquellos años, nunca supe por qué se enseñaba ajedrez en mi colegio, hasta hoy no encuentro respuesta alguna. Alguien diría que el ajedrez recrea un enfrentamiento castrense. Quizás sea la razón de la enseñanza del deporte ciencia en este colegio que de alguna manera formaba a “futuros militares”. Pero, el modo de enseñarnos de este profesor para mover cualquier pieza del ajedrez era una enseñanza de vida: nos enseñaba a pensar, a filosofar, a analizar. O sea, era otra cosa.
En esas tapitas de refrescos o cervezas pegábamos las imágenes de las piezas de ajedrez que recortábamos de un papel que estaba en los trebejos y, luego, desparramábamos en aquellas venestas convertidas por nuestras manos en tablero cuadriculado. Frente a ese tablero rústico necesitábamos concentrarnos en la movida de las piezas, sabiendo que cada movimiento tenía un contramovimiento para ocupar el espacio y así tener el control del tablero. De lo que se trataba, en definitiva, era de sucumbir al adversario. Pero, si no se lograba, nuestro profesor nos enseñaba con sabiduría a asimilar hidalgamente la derrota.
El ajedrez fomenta la concentración, la creatividad, la lógica y la estrategia. Estas habilidades —o destrezas— son útiles para estructurar el pensamiento, solucionar problemas, pensar, tomar decisiones, analizar, prestar atención, reforzar la memoria visual y la percepción. También ayuda a saber planificar, a ser riguroso y ordenado mentalmente. Personalmente, me sirvió para analizar la política.
Entonces, es incomprensible que la dirigencia trotskista del magisterio arguya, entre sus demandas movilizadoras, su queja por la enseñanza del ajedrez en nuestros colegios. Esta movilización respondería a una estrategia de este deporte ciencia, la “Apertura Italiana”: la mejor defensa es un buen ataque. Este movimiento consiste en la verticalidad y agresividad directa, pero mi profesor de Ajedrez advertiría que esta estrategia es para jugadores principiantes, porque en el afán desesperado de ocupar el espacio y el control del tablero, el jugador puede ser presa de su propia iniciativa y perecer en el intento de acorralar al contrincante.
Yuri Tórrez es sociólogo.