Encubrimiento e impunidad en la Iglesia
Profunda indignación y horror ha causado las revelaciones en torno a un jesuita español, Alfonso Pedrajas, quien abusó sexualmente de al menos 85 niños en Bolivia. Lo insólito de este caso es que el crimen se descubre por los propios escritos del cura, quien parece haber dejado sus memorias como testimonio del encubrimiento de la Iglesia Católica.
Él sabía que hacía mal, pero también sabía que gozaba de protección e impunidad.
El problema de pederastia en la Iglesia Católica ha sido silenciado por siglos. Siempre que sale a la luz alguna denuncia; con premura se presenta como un caso aislado de “un mal sacerdote” a quien se le atribuyen problemas mentales.
Esa es la estrategia de control de daños: presentar cada caso como una excepción y aislarlo del contexto. La Santa Sede, conociendo las dimensiones del problema, no se compromete con una investigación seria y se limita a tratarlo como un problema reputacional.
En algunos países, los tribunales han emprendido investigaciones en profundidad y el resultado es espeluznante. En Francia, el resultado de una investigación independiente ha contabilizado 216.000 víctimas y al menos 3.000 sacerdotes acusados; la investigación que lleva adelante el periódico El País en España desde 2018 ya contabiliza 1.802 víctimas en 953 casos; y quién puede olvidar la indagación del periódico Boston Globe que destapó los abusos de curas; así como el encubrimiento de toda la institución católica de Pensilvania.
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Recientemente en Chile se dictó una sentencia condenatoria al Arzobispado de Santiago, obligándolo a indemnizar a tres víctimas de abusos sexuales.
La violencia sexual es uno de los daños más profundos que se pueden infringir a los niños y niñas, y su existencia como delito impune es el resultado de todo un entramado de abuso de poder; además de complicidades y doble moral que termina en el silencio de las víctimas. Pero el caso de la Iglesia Católica es emblemático porque no solo ordena callar a sus miembros, sino expone a las victimas más vulnerables a estos criminales, mudando de parroquia al cura cuando se descubren sus “pecados”.
El caso que nos ocupa involucra a los jesuitas, tal vez la orden religiosa más poderosa del país, a cargo de más de 400 colegios en Bolivia.
Queda claro que, a pesar de toda la élite intelectual y progresista que caracteriza a esta orden, los mandatos patriarcales y coloniales son los que se imponen.
Y es que, como sostenemos las feministas, el poder se funda en un pacto de la “cofradía masculina”, que genera una sociedad de complicidades tácitas y doble moral.
Y tal vez lo que más duele en esta historia es el origen de clase y etnicidad de las víctimas. Para niños inteligentes y con buenas notas, que venían de lugares remotos y familias empobrecidas, era casi imposible “traicionar” a sus mentores y eso les imponía silenciar su dolor como pago por pertenecer a una comunidad de privilegiados que recibía una educación de calidad.
Y cuando la verdad ya es inevitable porque un medio de comunicación hace público los hechos, la Iglesia con diligencia pide perdón.
Perdón
¿El perdón que piden es por el encubrimiento, la negación o la inacción frente al daño de los más vulnerables? Ciertamente esa solicitud de indulgencia no es por la estructura patriarcal, jerárquica y sombría de esta institución que, en voz del arzobispo de Cochabamba, monseñor Óscar Aparicio, nos manda a orar por los perpetradores del crimen “que tienen tanta adversidad, tanta contrariedad”.
En su homilía, ni una sola palabra de solidaridad con las víctimas.
En el caso de los encubridores que pudieron detener tanto dolor, tal vez su dios pueda exculparlos, nosotros no. Solo la justicia penal y el resarcimiento podrán compensar todo el dolor que han causado.
Lourdes Montero es cientista social