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El excedente como política de Estado

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Carlos Moldiz Castillo

Continuando con nuestra reflexión acerca de la ambigüedad de la crítica al extractivismo boliviano, pasemos ahora a la discusión sobre el excedente como tema central para comprender casi todos los ejes de preocupación de la sociedad boliviana, desde cómo se concibe la forma ideal de redistribuir los recursos fiscales del Estado hasta cómo se los debe producir; desde el pacto fiscal hasta el régimen impositivo de todos los niveles de gobierno. Algo completamente lógico, si se considera que la vida de una sociedad y de un Estado depende de su capacidad de producir riqueza.

De hecho, ciertos teóricos de las ciencias sociales señalan que el Estado moderno surgió no solo junto con la existencia de ejércitos modernos y su capacidad de hacer la guerra, sino también de imponer regímenes de impuestos con los cuales financiar a sus soldados y mantener funcionando un aparato administrativo que luego sería llamado burocracia, al menos en la versión de Charles Tilly. En esta teoría, nótese, el Estado moderno genera sus propios recursos a través del gravamen de la actividad productiva de sus ciudadanos.

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Lo que se dice particular en los Estados de economía extractiva es que la generación de riqueza depende exclusivamente de lo que se encuentre dentro de la tierra y la posibilidad de explotarlo, y no de su capacidad productiva, es decir, de añadirle valor agregado, que implica una intervención más o menos sofisticada del factor trabajo en el proceso de producción. En teoría, esto hace de estas sociedades menos productivas, menos sofisticadas y menos innovativas.

Existe toda una escuela, sobre la que hablaremos luego, para criticar a sociedades cuyas relaciones de producción dependen exclusivamente de la extracción de recursos naturales, desde aspectos políticos hasta espirituales. Lo central acá es que se considera que una sociedad que financia su Estado y produce empleos exclusivamente a partir de la explotación de materias primas como una situación no deseable.

El hecho es, sin embargo, que la mayor parte de las sociedades latinoamericanas son dependientes, como sabemos, de la explotación de recursos naturales para financiar sus aparatos estatales y, sobre todo, para garantizar cierto estilo de vida para algunas de sus clases sociales; una condición que pudieron advertir durante mediados del siglo XIX, cuando la implementación de una política económica proteccionista pudo haber hecho algo para estimular el crecimiento de cierta industria, imponiéndose, no obstante, una política de librecambio que beneficiaba en los hechos a la industria inglesa, americana y europea en general, en lugar de la suya propia. Un proceso al que Eduardo Galeano se refirió como “industricidio”.

Debemos entender, no obstante, que tal postura de los gobiernos conservadores y liberales pudo haber sido influenciada no solo por un innegable desprecio que sentían por sus propias sociedades, rasgo central del criollismo, sino por el hecho que, como nota Miguel Ángel Centeno, estos Estados financiaban sus guerras sobre todo mediante empréstitos de países como Francia e Inglaterra, seguramente ofrecidos por estos mismos países a través de mecanismos más eficientes que la simple persuasión, como el chantaje o la amenaza.

Sin borrar por ello, sin embargo, el hecho de que durante el siglo XIX, Europa, que también atravesaba sus propias transformaciones, guerras y contradicciones, se aseguró el lugar de asiento del capitalismo industrial, dando paso a una era de crecimiento económico y avance social que inspiró el mito del progresismo, que puede ser equivocado pero ciertamente es más positivo que el mito del excedente a partir de riquezas naturales, en la cual depositaron todas sus esperanzas nuestras sociedades, ya condenadas a ser simples proveedoras de materias primas en aquella división internacional del trabajo que se consolidó aquel siglo.

Saber si es algo que pudo evitarse, no obstante, es todavía importante, debido a que esas mismas élites enfermas de sí mismas todavía tienen una influencia decisiva sobre el curso que toman nuestras sociedades.

(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo