Voces

Wednesday 15 May 2024 | Actualizado a 16:40 PM

Una mente, un país, en problemas

Parte del problema es la corrupción y el aprovechamiento del Estado por parte de vastos sectores privilegiados de Colombia

John Mario González

/ 13 de junio de 2023 / 09:14

Con deferencia, la profesora Kathryn Stoner presentó el pasado 18 de abril los importantes logros académicos del presidente de Colombia, Gustavo Petro, invitado a la Universidad de Stanford en California. Stoner resaltó con elogios su largo inventario de posgrados, entre ellos una especialización en la Universidad de Lovaina y un doctorado en la Universidad de Salamanca. Cuando terminó, el ilustre visitante, quien escuchaba al fondo del escenario, saltó al atril para hacer su intervención.

Lo primero que debía haber dicho era que lo que se acababa de leer acerca de sus posgrados era falso. Que nunca cursó dicho doctorado y que ni hablaba ni todavía habla francés para adelantar una especialización en Bélgica. Eso de por sí resulta indecoroso e inadmisible.

Aunque lo penoso vino después. Petro quiso presumir de físico, filósofo, especialista en medio ambiente, historiador y discurrió por cuanto se le pasó por la cabeza, e incluso cuestionó la validez de las matemáticas en la economía.

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Por ello le envié una extensa carta al presidente de la Universidad de Stanford, Marc Tessier-Lavigne. Le manifesté no solo las falacias del discurso de Petro (disponible en YouTube), las afirmaciones ininteligibles o engañosas, las incoherencias sobre la Revolución Industrial, el carbón, la energía hidráulica, sino lo problemático para un país tener un presidente que se atreve a tanto en una prestigiosa universidad. Uno que pretende proyectarse como líder global en la lucha contra el cambio climático con caprichosas conjeturas.

No es la primera vez que lo hace. Ese complejo rasgo de personalidad se aprecia en su autobiografía Una vida, muchas vidas, en la que no hay menos de 100 falsedades y una gran megalomanía.

Un rasgo de personalidad, de quien se autodenomina intelectual, que permea todas las esferas del gobierno y que amenaza con estropear el futuro de un país de por sí atribulado. Es muy común que Petro destile afirmaciones que solo un fanático o imprudente podría proferir. Frases como que “las pérdidas de energía (robos) en la Costa (norte de Colombia) no son robos sino falta de plata para pagar”; que las autopistas son un despilfarro que “solo sirven para importar productos” que matan la industria nacional en beneficio de “los dueños del gran capital”, o que “si algunas actividades que hoy se consideran ilegales dejan de serlo habría menos crímenes”.

Dijo también que el carbón y el petróleo son más peligrosos que la cocaína. En creencias como esa apuntala tres pésimas iniciativas. La primera es promover, en la práctica, la legalización de algunas fases de la cadena del narcotráfico, como los cultivos ilícitos; la segunda es impulsar una política de “paz total”, que convierte al Estado en sumiso de los delincuentes y desconoce al narcotráfico como el principal propulsor de la criminalidad local. Y tercero, asume la transición energética como un dogma que no admite gradualidades, al punto de proponerse impedir la explotación de los minerales e hidrocarburos del subsuelo.

El resultado de las ocurrencias presidenciales es el gobierno de peor comienzo en la historia contemporánea de Colombia, que perdió las mayorías legislativas y tiene bloqueada la agenda de “reformas sociales”. Y como para el presidente el “gran enemigo” es el lucro y la economía de mercado, cuando los estudios contradicen sus propósitos de estatización, entonces no tiene problema en llamar a sus autores “malos economistas”.

Toda una constelación de confusiones conceptuales y engaños de una mente con problemas a los que se agregan los recientes escándalos y la financiación ilegal de la campaña presidencial. Un infortunio para el país. Por un lado, porque se defrauda a millones de colombianos que ansiaban un cambio, a quienes solo ofrecieron fórmulas de socialismo. Y por otro, porque el prematuro fracaso del gobierno podría llevar al establecimiento y las élites a creer que no pasó nada, cuando, de fondo, parte del problema es la corrupción y el aprovechamiento del Estado por parte de vastos sectores privilegiados del país.

(*) John Mario González es analista político e internacional

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Los errores de Estados Unidos en Ucrania

Lo más paradójico es que la guerra ha producido un debilitamiento estructural de Rusia

John Mario González

/ 15 de diciembre de 2023 / 07:33

Sin duda que sin el encomiable apoyo financiero y militar de Estados Unidos y el Reino Unido a Ucrania, hace años que habría desaparecido como Estado democrático e independiente. Pero, si bien el balance general de Occidente en la guerra contra Rusia y sus aliados es todavía destacado, no dejan de ser lamentables los protuberantes errores estratégicos de Estados Unidos.

El solo giro copernicano que Rusia dio a las condiciones y percepción general de los resultados de la guerra indica que los errores han ido más allá de un exceso de optimismo de los mandos ucranianos. Si el 24 de junio, en medio de la rebelión de Wagner y Prigozhin, la sensación era que el régimen ruso estaba próximo al abismo, solo cuatro meses después, por primera vez, desde marzo o abril de 2022, parece que Putin podría ganar.

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Un viraje difícil de entender. Como si el principal activo de Putin fuera la carencia de Estados Unidos de estrategas militares o que la carga burocrática y descoordinación de sus distintas agencias primaran sobre aquellos.

Para empezar, resultaba casi un suicidio que Ucrania hubiera desplegado una contraofensiva sin cobertura aérea suficiente, o que los satélites y la tecnología estadounidense no advirtieran la dimensión de las fortificaciones defensivas construidas por Rusia, las más extensas desde la Segunda Guerra Mundial.

Ambas consideraciones indican que tanto la estrategia como la narrativa de Estados Unidos debieron ser distintas. Menos aspiracional, pero más pragmática, la prioridad no debió ser entonces la recuperación de territorio, en el corto plazo, sino una guerra posicional de menor riesgo, de trincheras, al estilo de la Primera Guerra Mundial, para la defensa de Ucrania y la derrota estratégica de Rusia. Una perspectiva más acorde con la resistencia inicial del propio Estados Unidos y los aliados occidentales de ceder misiles de largo alcance que pudieran cruzar líneas rojas con Rusia y desencadenar una tercera guerra mundial y nuclear.

He allí entonces algunos de los más abultados adicionales desaciertos de Estados Unidos. Uno de ellos ha sido el desaprovechamiento de la innovación tecnológica en drones como arma de guerra de bajo costo para profundizar el debilitamiento militar ruso. Aunque Ucrania ha logrado avances tecnológicos importantes, al punto de escalar los drones navales hacia un papel decisivo en la guerra, como el ataque que le propinó a la flota rusa del mar Negro en Sebastopol, la falta de recursos y de mayor tecnología ha hecho que esté siendo superada por su enemigo. Como lo recoge Reuters, en una entrevista del 9 de noviembre a un piloto de drones ucraniano, identificado como “Yizhak”: “a veces una tripulación puede tener 10 objetivos identificados, pero solo dos o tres drones, así que tenemos que dejar ir a siete porque no tenemos nada con qué golpearlos».

Pero quizás el mayor error estratégico de Estados Unidos ha sido la falta de apropiado asesoramiento a los mandos ucranianos para machacar la mayor debilidad rusa, como es su crónico déficit poblacional, en especial si Putin ha tolerado cifras de bajas muy superiores a las que serían aceptables en los países occidentales. Una insuficiencia de hombres que se convierte en la principal amenaza existencial de Rusia y que hunde sus raíces en las pérdidas de la Primera Guerra Mundial, la guerra civil de 1917-1922 y las desventuras históricas posteriores. A pesar de que Putin ha estado obsesionado por las carencias poblacionales durante sus 23 años de gobierno, el problema se ha exacerbado, lo que ha desembocado en las protestas de esposas de combatientes para que sus cónyuges regresen a casa o la explotación laboral de estudiantes y presos, reflejo de tal escasez.

Si en el primer año de la guerra, Rusia habría perdido cerca de 200.000 hombres, el doble de Ucrania, la deslucida contraofensiva de esta última elevó sus víctimas a niveles inaceptables y acercó las diferencias. En la actualidad, se puede hablar de cerca de 300.000 bajas rusas contra unas 250.000 ucranianas. Así, tal circunstancia, y el estancamiento de la guerra frente a las elevadas expectativas creadas, no solo obligó a un cambio de estrategia, sino que golpeó el optimismo que se tenía y ha generado malestar.

Lo más paradójico es que la guerra ha producido un debilitamiento estructural de Rusia, en especial en cuanto al factor demográfico, pero el público estadounidense, y también europeo, muestra signos de cansancio sin recabar en el hecho de que guerras como las de Iraq o Afganistán fueron mucho más costosas.

Ahora, no solo el financiamiento estadounidense a Ucrania está en peligro, un enorme regalo de los republicanos hacia Putin, sino que cualquier vacilación en el embate de la guerra puede provocar que se pierda o que Rusia se recupere. Ojalá que la visita del presidente Volodímir Zelenski a Estados Unidos, el pasado martes, permita salir del letargo y recuperar el empuje.

(*) John Mario González es analista internacional

(15/12/2023)

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El invierno y el futuro de la guerra de Ucrania

A estas alturas, y luego de 20 meses, el riesgo para Europa y Occidente se ha elevado

John Mario González

/ 20 de octubre de 2023 / 09:02

Como si las dificultades de la guerra en Ucrania fueran pocas, ahora se suman el brutal y sorpresivo ataque de Hamás contra Israel y la contundente respuesta del Estado hebreo. Los hechos en principio benefician a Rusia, pues pueden desviar importantes recursos militares de Occidente y eclipsar casi por completo la guerra de Ucrania. Adicional, podrían socavar en parte la confianza de la sociedad ucraniana respecto del apoyo internacional y facilitar acciones brutales del ejército ruso, de las que han hecho gala para aterrorizar a la población civil.

Aunque el balance de la guerra todavía representa un escenario positivo para Ucrania, y el mantenimiento de la presión sobre Rusia y Putin puede generar un colapso súbito del régimen o una convulsión al estilo Prigozhin, el juego del gato y el ratón de algunos aliados occidentales contribuyó a las numerosas dificultades de la contraofensiva ucraniana. Ésta apenas se movió en la línea del frente desde su despliegue en junio.

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Si bien los misiles Himars estadounidenses fueron decisivos para la liberación de las provincias de Kharkiv y Kherson, en el segundo semestre de 2022, desde entonces los obstáculos a proveer armamento de mayor alcance dieron tiempo a los rusos de construir, a comienzos de 2023, las líneas defensivas y trincheras más extensas y minadas desde la Segunda Guerra Mundial.

En la mayoría de los casos, después de arduas negociaciones, los aliados occidentales terminaron por aceptar el suministro del armamento, como los misiles de alta precisión ATACMS o los aviones F-16. Pero pueden transcurrir meses o un año entre las declaraciones de intención y el momento de su utilización. A lo que hay que agregar aliados occidentales que subestiman la amenaza rusa, que apoyan la guerra a regañadientes, esto es que van de remolón.

En medio entonces de una contraofensiva que alcanzó un alto nivel de pérdidas humanas, que resultaba suicida sin apoyo aéreo, las fuerzas ucranianas se vieron obligadas a cambiar de estrategia. Tuvieron que optar por operaciones más lentas y cuidadosas, ataques más pequeños, con utilización de drones. Ello mientras perturbaban las zonas de retaguardia rusas con ataques de precisión de largo alcance con los recién incorporados misiles Storm Shadow del Reino Unido. Es el caso de Crimea, que estuvo fuera del alcance de las fuerzas de Kyiv hasta hace pocos meses, tanto por la falta de armamento como por el temor de Occidente a cruzar líneas rojas que escalaran el conflicto.

A estas alturas, y luego de 20 meses, el riesgo para Europa y Occidente se ha elevado. Putin parece sentirse cómodo con el 18% del territorio ucraniano ocupado, una franja casi del tamaño de Suiza, Bélgica y Países Bajos juntos, lo que podría presentar como una victoria suya y de Rusia y terminar por fortalecerse. Tanto que ha pasado de nuevo a la ofensiva.

El desafío demanda entonces del liderazgo de Estados Unidos y los países de la OTAN para una guerra más larga de lo esperado, para evitar que Rusia fortifique sus líneas defensivas durante el invierno y la primavera, pero, sobre todo, para ajustar la estrategia de guerra. Si el terreno fangoso de fin de año impide el desplazamiento de un tanque Challenger inglés de 75 toneladas, la conflagración podría intensificarse, pero es previsible que poco cambie la línea del frente. Ahí es cuando Occidente debe acelerar la provisión de misiles de largo alcance y el desarrollo y la producción masiva de drones.

Son estos últimos el único armamento que ha podido llevar la guerra a territorio ruso sin un escalamiento total, aunque con una intensidad todavía leve. Las capacidades de Rusia también son limitadas, tanto en la producción de armamento como en el número de hombres que puede perder en una guerra prolongada, a la luz de sus agudos problemas poblacionales.

Sería entonces un gran error que los aliados occidentales rebajaran sus objetivos estratégicos para dejar que sean futuras generaciones las que hagan frente a la amenaza de reimperialización rusa. Además de que sería dramático ver a Ucrania en el riesgo de ser consumada en una nueva Bielorrusia. No pasaría una generación entre que Putin o cualquier nuevo nacionalista ruso brutalizaran de nuevo los principios del derecho internacional y agredieran a Lituania, Moldavia, Rumania o cualquiera otra nación.

Recuérdese que la naturaleza de Rusia es considerarse un poder providencial, como la define el historiador Stephen Kotkin, cuyas capacidades no coinciden con sus desbordadas ambiciones. Un instinto que la conduce a luchar en realidad es contra Estados Unidos y las fuerzas de la OTAN. A recurrir a las alianzas más siniestras contra Occidente y a deformar una guerra neocolonialista, como la de Ucrania, para convertirla en una cruzada del anarquismo global y avivar el sentimiento antiestadounidense. A Europa, o a algunos insignes europeos, parece olvidárseles que dicha pesadilla, devenida en totalitarismo, está al lado de sus fronteras; es un fantasma en lo fundamental europeo para el que Ucrania es una ficha importante del tablero.

(*) John Mario González es analista internacional, escribe desde Odesa

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La batalla por las almas ucranianas

Para 2021, el mayor número de creyentes ortodoxos ya se identificaban con la Iglesia Ortodoxa de Ucrania

John Mario González

/ 21 de septiembre de 2023 / 08:33

Contrario a la estabilidad de las instituciones religiosas, en Ucrania la lucha por la independencia y la guerra contra Rusia generan realinderamientos religiosos que producen vértigo. Es que la guerra es también una batalla por las almas.

En este caso, la de un país que estuvo por décadas y siglos sometido al yugo del imperio ruso. Su cambio cultural es ahora de tal intensidad que todos los días, en los últimos años, una o dos parroquias de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Kyiv (rusa) transfieren su lealtad a la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, como me lo comentó Victor Yelenskyi, el jefe del Ministerio o Servicio Estatal para Asuntos Étnicos y Libertad de Conciencia.

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Para tener un contexto, Ucrania se ha identificado como cristiana ortodoxa en su mayoría, en una proporción que podía superar el 70 o 75% antes de la disolución de la Unión Soviética. La mayoría adscritos a la Iglesia Ortodoxa Rusa, a secas, con un número pequeño de creyentes de la Iglesia Ortodoxa Autoacéfala Ucraniana, fundada en 1921 y luego perseguida por Stalin.

Seguidamente han estado los católicos de la Iglesia Greco-Católica Ucraniana con cerca del 9%, quienes reconocen la autoridad del Papa, aunque mantienen las prácticas de la liturgia oriental bizantina. Una iglesia que era la mayor en la clandestinidad de toda Europa, pues Stalin y el régimen soviético buscaron decapitarla sin piedad. Luego seguían los católicos romanos, con cerca de 1% de los creyentes, y otras minorías de judíos, protestantes y testigos de Jehová.

Solo fue hasta 1989, en el marco de las reformas de Mijaíl Gorbachov, que la Iglesia Greco Católica de Ucrania y la Ortodoxa Autoacéfala Ucraniana obtuvieron estatus legal. Aunque fue entonces cuando el panorama eclesiástico dio un vuelco.

Buena parte del pueblo ortodoxo ucraniano comenzó a exigir la creación de una iglesia independiente del Patriarcado de Moscú, lo que este aceptó en 1990 con un simple enroque y la conformación de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (rusa) del Patriarcado de Kyiv, bajo la jurisdicción y tutela de Moscú.

En medio de las tensiones del proceso de independencia de agosto de 1991, y cuando muchos ucranianos comenzaron a identificarse con la religión más por motivos puramente patrióticos, en 1992 se estableció la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Kyiv, encabezada por el Patriarca Filaret, luego llamada Iglesia Ortodoxa de Ucrania. Moscú la declaró cismática.

Para entonces, y con algunas fusiones de por medio, el panorama religioso en Ucrania se había diversificado, con dos iglesias ortodoxas principales, una Greco Católica, otra católica y varias más minoritarias. Sin embargo, la llegada al poder de Vladimir Putin en 2000 significó un nuevo viraje, en el cual la religión estaba destinada a ser de nuevo caballo de Troya de la diplomacia del Kremlin y de la “reimperialización” rusa.

Si las tensiones habían aumentado y las actividades de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (rusa) ya habían sido puestas en duda por muchos ucranianos, su lealtad quedó cuestionada tras la agresión de febrero de 2014. Su postura oficial era de oposición al derramamiento de sangre, aunque el Patriarca Kirill de Moscú despertó ira por bendecir los misiles y por abstenerse de censurar la invasión.

La situación condujo a una sangría de creyentes que abandonaron la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (rusa) del Patriarcado de Kyiv en favor de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, y también motivó al patriarca ecuménico Bartolomé de Constantinopla, la máxima autoridad de la Iglesia Ortodoxa, a otorgar el 6 de enero de 2019 el decreto especial sobre la autocefalía.

Tras la invasión a gran escala de Ucrania en febrero de 2022, la situación se volvió insostenible para Kyiv y la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (rusa) del Patriarcado de Kyiv se encontró efectivamente como una rama de un organismo extranjero hostil. El Patriarca Kirill de Moscú afirmó en septiembre de 2022 que morir en la guerra contra Ucrania «limpia todos los pecados», lo que hundió aún más la menguante reputación de la iglesia rusa.

Así, aunque muchos ucranianos ni siquiera sepan acerca de la alineación de su parroquia, el panorama de la composición de las iglesias en el país dio un giro copernicano.

Para 2021, el mayor número de creyentes ortodoxos ya se identificaban con la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, fundada en 1992, en un 39,8%, mientras que la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (rusa) contaba con el 21,9%, como me lo comentó Yuriy Yakymenko, presidente del prestigioso centro de estudios Razumkov Centre en Kyiv.

Una diferencia que sin embargo se ha ampliado abrumadoramente después de la invasión a gran escala de febrero de 2022, según Victor Yelenskyi. Un hecho tal vez apenas natural, pues con lo que no contaba Putin era precisamente con la determinación de un pueblo de luchar por su libertad.

(*) John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv

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Ucrania, la guerra de las lenguas

El conflicto está remeciendo la memoria y el futuro del país de Europa del Este.

GUERRA. El conflicto en Ucrania alteró las rutas del comercio mundial. Foto. FAIR OBSERVER

/ 27 de agosto de 2023 / 06:16

Sala de Prensa

Tiene 25 años y su nombre es Lyudmyla Kryvoruchko, aunque debería llamarse algo así como Hera o Afrodita, por su semejanza a una diosa. Me contaba en Kyiv que cuando llegó a la capital a estudiar en la universidad en 2014, desde su natal Bila Tserkva, le daba pena hablar en ucraniano porque era vista como provinciana. También, que cuando era niña, y jugaba con una amiga a la Barbie, automáticamente cambiaban al ruso porque era percibido de élite y estatus. “Pero eso ha variado por completo”, agregó: “Ahora, los que hablan ruso son tímidos y a menudo comienzan a usar el ucraniano”.

Los relatos de Lyudmyla forman parte de los entrecruces más recientes de uno de los procesos, quizás, de más rápido cambio en el uso de una lengua en un país en la historia y de fortalecimiento de la identidad nacional.

Un proceso histórico que parte del obstinado credo imperial ruso, desde el siglo XVIII, de mostrar su lengua como ‘superior’ y al ucraniano como de pueblo, de gente sin educación, a los que había que rusificar. Sí, forzarlos a adoptar la lengua, las costumbres y la superioridad política de esa centralizadora Rusia que se apoderaba de cuantos más pueblos mejor y los transformaba con temible determinación. Y el lugar de la rusificación por excelencia era la ciudad, pues fueron los campesinos, aunque también, claro, la intelectualidad, quienes más se resistieron a la política de borrar la cultura y el idioma ucranianos.

La gente no olvida el Holodomor o la gran hambruna de los años treinta, como el intento premeditado de Stalin de convertir al país en una ‘república soviética modelo’ y que cobró millones de víctimas, especialmente campesinos. Al igual, tampoco olvida a los artistas, escritores y lingüistas que fueron fusilados o murieron en campos de destierro, como comenta Ivanna Tsar, profesora de filología e investigadora del Instituto de la Lengua Ucraniana.

Doctrina y prácticas del horror que Rusia no abandona. Como dice el historiador de la Universidad de Yale, Timothy Snyder, el argumento para la guerra de Putin es que “Ucrania es una pequeña parte de la nación rusa; los ‘hermanos pequeños’ que han sido contaminados por todas esas cosas artificiales polacas o lituanas o de los Habsburgo, o tal vez más recientemente cosas de la Unión Europea o cosas estadounidenses. Y por ello entonces hay que aplicarles suficiente violencia para que puedan entender quiénes son realmente”.

De fondo, el temor de Rusia es saber que sin Ucrania pierde atractivo, poder e influencia, como de hecho la ha perdido incluso en los países de Asia Central, después de que el ruso llegara a ser “la lingua franca” desde Praga a Hanoi.

Si el sueño de Putin era pasar a la historia como el unificador de las tierras rusas, al final ningún político ha hecho tanto en este siglo por fortalecer la identidad de los ucranianos. Su férrea resistencia a la invasión rusa no sería posible entenderla sin hurgar en la idea de independencia y democracia, de defensa de la cultura nacional, especialmente del idioma, y de recuperación de un pasado que les había sido ocultado por décadas de historiografía y propaganda soviética, como señala historiador de la Universidad de Harvard, Serhii Plokhy, en su reputado libro The Gates of Europe.

Si el proceso de mutación del ruso al ucraniano traía un ritmo acelerado desde las huelgas de hambre de los estudiantes en octubre de 1990, pasando por la Revolución Naranja de 2004 y las protestas del Euromaidán de 2013, la guerra a gran escala lanzada por Putin el 24 de febrero de 2022 produjo un shock que llevó a cientos de miles, probablemente millones, a no usar más el idioma del agresor, sobre todo, los más jóvenes.

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Al respecto, la profesora de filología e investigadora también del Instituto de la Lengua Ucraniana, Svitlana Sokolova, me comentaba que mientras en 2006 un 38.7% de los ucranianos consideraba que el ucraniano debía ser el idioma principal en todos los ámbitos de la comunicación, en 2017 esa cifra saltó al 58.3%.

En contraste, un 6% consideraba en 2006 que debía serlo el ruso, una cifra que cayó al 1.3% en 2017, tendencia que se agudizó desde la invasión a gran escala.

Eso se puede palpar con los transeúntes en los supermercados, los cafés, en el metro de Kyiv y hasta en los trenes intermunicipales. También en Kharkiv, una ciudad históricamente de habla rusa en el este, a solo 40 kilómetros de la frontera con Rusia. Claro, para muchos no es posible abandonar el ruso de la noche a la mañana, pero es tan profunda su aversión a lo ruso que hablar el idioma no significa devoción hacia Rusia. Por lo menos, eso me decían y reflejaban sus rostros.

Pero paralelo a dicha mudanza idiomática, también se puede contemplar el manejo o inmersión de los más chicos en el inglés, su gusto por hablarlo, su occidentalización y europeización. Un reflejo de una corrida de fronteras de 1126 o 1316 kilómetros de Occidente hacia el Este, lo que corrige, al menos en parte, esa catástrofe moral de condescendencia con el totalitarismo comunista soviético después de la Segunda Guerra Mundial y que significó que países como Ucrania permanecieran aislados por décadas.

Así que, si bien la frontera final al este de Ucrania se decidirá en el campo de batalla, en todo caso los ucranianos ya decidieron su futuro y es el ser un Estado independiente, europeo, una democracia y un país que no acepta más la barbarie de que le impongan la lengua que tiene que hablar.

  Texto escrito desde Kyiv, Kharkiv y Kramatorsk

(*)John Mario González es analista político e internacional

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Ucrania y el desagravio histórico de Polonia

Tampoco los polacos están pensando en serio en un nuevo frente de guerra en su territorio

John Mario González

/ 10 de agosto de 2023 / 09:11

Miguel Ángel es cubano, guía turístico e intérprete que vive hace más de 30 años en Gdansk, en el mar Báltico polaco, muy cerca del enclave ruso de Kaliningrado. En los 80, con 24 años, fue expulsado de la universidad, pues su perfil no era digno de las bondades de la Revolución. Aprovechó entonces un permiso que le dieron para salir de la isla, a comienzos de los 90, y se quedó en Polonia, a donde llegó por invitación de amigos. Pero el precio que ha pagado es muy alto. Nunca más pudo regresar, su madre es prácticamente la única familiar que le queda en Cuba y él está solo. A pesar del abrigo que le han brindado, a veces, cuando camina, se siente “ajeno”. Cuando lo conocí, percibí su calidez latina, ya muy bien aderezada por los rigores del exilio, pese a que no supe calibrar del todo la impresión. Fue entre el exotismo que a veces se cuela por las rendijas de la existencia y el drama humano del desarraigo, de la soledad.

Miguel Ángel es víctima del comunismo y del imperialismo rusos, sin los cuales Cuba sería libre. Pero su aflicción es infinitesimal, de lejos, comparada con la tragedia que ha sufrido su país de acogida, Polonia. Son raíces no siempre visibles, aunque ayudan a explicar el marcado liderazgo de Polonia en la guerra, uno de los países que más apoyo humanitario, militar y financiero ha brindado a Ucrania. Ayudan también a dilucidar la decisión con que respondería si a Putin y al presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, se les ocurre provocar a Polonia con los mercenarios de Wagner.

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Seguramente las amenazas no son más que retórica para distraer la atención del debilitamiento interno de Putin, o a influir las elecciones parlamentarias polacas de octubre o noviembre próximo, o jugar un juego a varias bandas para mostrar que tiene opciones y amigos como China, Corea del Norte y algunos líderes africanos.

Tampoco los polacos están pensando en serio en un nuevo frente de guerra en su territorio, pero una sola chispa podría incendiar la pradera con tantos agravios acumulados. Los rusos fueron los principales protagonistas de la masacre a sangre fría y el descuartizamiento total del Estado polaco en 1773, 1793 y 1795, sin precedentes en la Europa moderna. Además, después de haber recobrado su independencia y ser supuestamente una de las vencedoras, Polonia terminó como perdedora por partida doble y víctima de los repartos post Segunda Guerra Mundial.

El realismo político de la conferencia de Yalta de febrero de 1945 permitió que el totalitarismo comunista de la Unión Soviética subyugara a Polonia, a Europa Central y a buena parte del mundo, como magistralmente lo describiera Milan Kundera. Yalta fue también lo que el papa Juan Pablo II definió como una catástrofe moral.

Y no es que los polacos no sean un pueblo guerrero. De hecho, derrotaron a los rusos en la batalla del Vístula en agosto de 1920, lo que deshizo las esperanzas de la primera revolución socialista europea, pero han tenido que actuar como parachoques de las ambiciones imperiales pruso/alemanas, rusas y austrohúngaras.

Lo curioso es que la atención y la condena mundial hayan ocurrido por los crímenes cometidos por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, que la inició con su invasión precisamente a Polonia el 1 de septiembre de 1939, pero no se haya condenado los crímenes de genocidio cometidos por los soviéticos, como la masacre de Katyn. Allí ejecutaron unos 22.000 prisioneros de guerra polacos entre abril y mayo de 1940.

Como dice Timothy Snyder, en su libro Tierras de Sangre, que, aunque las fuerzas estadounidenses y británicas no alcanzaron ninguna de las “tierras de sangre” y no vieron ninguno de los centros de exterminio principales soviéticos, de los 14 millones de civiles y prisioneros de guerra muertos, entre 1933 a 1945, un tercio lo fue a manos de los soviéticos.

Razones suficientes para que la agresión a Ucrania sea considerada un regreso al expansionismo ruso que amenaza la seguridad de Polonia. Claro, el país ha asimilado las lecciones del pasado y hoy, además de ferviente propulsor de la integración europea, sabe que podría jugar un papel motor del fortalecimiento de Europa Central y de la futura Ucrania. Parte de su reflexión histórica ha sido esa, como los planes geopolíticos del héroe nacional Jósef Pilsudski a comienzos del siglo XX. Abogaba por una federación Intermarium o “entre mares”, para unir los países de Europa Central y Oriental desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo y por la creación de un Estado ucraniano independiente.

Un futuro promisorio que depende de cómo termine la guerra en Ucrania, pero que podría significar un nuevo orden mundial y la implosión del autoritarismo ruso y de varios de sus protegidos. Un escenario ansiado por los polacos, pero también por millones de Migueles Ángeles que podrían retornar a sus raíces con libertad y visitar a sus ancianas madres.

(*) John Mario González es analista internacional, escribe desde Gdansk y Varsovia

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