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El dolor de Javier

La A amante

A izquierda y a derecha se escucha lo mismo: el mundo está de cabeza. La introducción para todo comienza evocando los desastres heredados de la pandemia, la guerra entre Rusia y Ucrania que en verdad es un forcejeo entre viejos intereses ligados a pasadas guerras mundiales. Lo anterior tiene como cola la caprichosa crisis económica que está poniendo en peligro de gol a Estados Unidos, a la impredecible China, por no hablar de cómo está moviendo el piso en Europa, incluso bajo las alfombras alemana y francesa, motores del proyecto. Tan virulentos son los vientos que en nuestra región los impactos tienen cara de inflación pero a su vez gestos de inestabilidad política, de hartazgo, de violencia y de desesperanza. En algún momento un intelectual dijo que América latina era un lugar seguro en medio de tanta turbulencia geopolítica; quedó como un dorado deseo.

Así las cosas, contar el número de países del vecindario con gobiernos progresistas o conservadores ya no ayuda en la comprensión del retrato global. En primer lugar, porque quedaron atrás los tiempos en los que la región daba una señal más estable de una tendencia política conectada. En segundo lugar, porque la violencia política como la que vimos últimamente en Perú y con nítida claridad en el enlutado pasaje Castillo-Boluarte; la violencia terrorista que se robó la vida del candidato presidencial en Ecuador, Fernando Villavicencio; la violencia de la polarización y división intolerantes como la que atraviesa Bolivia; la violencia económica que sigue sufriendo la gente en Argentina, son violencias asfixiantes para pueblos latinoamericanos que estamos cargando en nuestros brazos una agonizante esperanza. Lo peor es que las violencias no andan solas. A su lado camina el dolor.

Solo demos un vistazo al país de los campeones del mundo. Los resultados de las elecciones primarias en Argentina terminan de quitarle el velo a un país adolorido. Pongamos sobre la mesa una hipótesis: las peleas sin retorno dentro del oficialismo kirchnerista, los ineficientes resultados en las urgentes cirugías económicas para salir a flote, el extravío del cordón con la gente de las multitudes sumados al resultado deficiente (o por lo menos desaprobado por un pedazote no menor de la ciudadanía) que dejó el paso de Mauricio Macri cuando tuvo la oportunidad de cumplir con lo prometido durante la primavera de los votos y sus escuálidos herederos en el actual liderazgo de la oposición han profundizado la grieta que divide los dos rostros argentinos que se dan la espalda y que alimenta los discursos de odio con gran ayuda de los medios. Así, acaban de abrirle de par en par las puertas luminosas por las que entra bailando, o interpretando a Leonardo Favio, el pibe Milei de quien hoy todos hablamos.

El dolor, nuevamente, de los argentinos y la perversa crisis en los bolsillos le ofrecieron un tibio nido electoral a Javier Milei, un economista altamente mediático que desde su personalísima construcción de libertad ha logrado abrir un espacio de anclaje para tanta desesperanza. Este personaje tiene mucho a favor suyo: su discurso es claro, es coherente cuando los periodistas no le sacan muchos ladrillos a su castillo de la gran Argentina liberal; su estilo es fosforescente, su cabello es altisonante, su galería de insultos y calificativos de todo lo que no es su propuesta es para un museo. Y la votación lograda es el embriagante encuentro del hambre y las ganas de comer.

A su vez, el pibe Milei es el resultado de su propio dolor. No hay que ser psicoanalista para atar el hilo de su niñez sin abundancia, de los recuerdos de un padre colectivero que completaba su salario apostando al futbolín, de una niñez sin mucho sol, con huellas de castigo de parte de papá y mamá (según cuenta él mismo), con la radicalidad de su lectura política, económica y, sobre todo, con el griterío desenfrenado para comunicarlo. El refugio de Javier es el afecto que lo une con solidez a su hermana; su chimenea es el calor irrepetible de su perro Conan que llegó a clonar antes de su muerte. Así, sus animales nos regalaron al más tierno de los Milei. Es el Javier que se acerca, el que besa, el que abraza. Hasta que vuelve a doler algo adentro. Son las punzadas que se repiten convirtiéndose en el preludio de la bronca desbordante y los gritos contra “la casta”, contra los políticos y contra los zurdos a quienes insulta y desprecia con todo su corazón. Su bronca emerge de su razonamiento, desde su estómago y desde su pecho. Su compatriota Fito Páez tendría que volverle a cantar sacate el diablo de tu corazón/ vayamos juntos a patear el sol. O tendrían todos que repetir: la puta madre que los remil parió/¿por qué nos cuesta tanto el amor?

No llores más, Argentina. Que no gane el dolor acumulado. Que no gane la rabia suelta. Que ganen los muchachos que trajeron la copa venciendo al miedo y jugando con amor. Con amor.

 Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.