Por qué volvemos a tropezar con la misma piedra
Para mejorar la atención a la gente es importante resolver el problema de adentro para afuera
Pablo Rossell Arce
Los humanos y las humanas somos, dicen, la única especie en la Tierra que tropieza dos veces con la misma piedra. Seguramente Ud. se ha observado comiendo ese último bocado que sabe que le va a caer pesado, esa última copa que sabe que le va a caer mal, le ha dado una “última oportunidad” a esa pareja tóxica que sabe que le va a decepcionar… de nuevo. En resumen, una y otra vez comprobamos que mujeres y hombres no hacemos lo que sabemos. ¿Por qué?
Básicamente, porque tenemos paradigmas mentales. La “fuerza de la costumbre”; recuerdos asociados a emociones que en algún momento tuvieron algún sentido para nosotros y que vanamente tratamos de reproducir en un tiempo y en un espacio que ya no es el mismo. De hecho es probable que el recuerdo que tengamos no nos conduzca a un pasado funcional a lo que aspiramos ser, incluso es probable que el recuerdo que tengamos nos conduzca a una personalidad que queríamos tener para que alguien nos aprecie y nos acepte. ¿Les suena conocido «no me desprecies este traguito”?
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En resumen, los humanos y las humanas no hacemos lo que “sabemos”, sino hacemos lo que “tiene sentido” para nosotros.
Eso, en cuanto a los paradigmas individuales —o, para el caso, en cuanto a la consciencia individual—. ¿Qué pasa con los paradigmas colectivos? ¿O la consciencia colectiva? Es la cultura. La cultura colectiva tiene que ver con una forma de ser que queremos asumir. Por ejemplo, los hinchas de cierto equipo de fútbol sienten que están en el mejor equipo del país y que es el más grande y no les afecta para nada lo que los demás digan. Los hinchas de cierto otro equipo de fútbol están acostumbrados a ganar sufriendo y cuando pierden, sufren también; para ellos, el empuje y la bravura es más importante que la pericia.
Y los hinchas de cierta selección están acostumbrados a protestar cada eliminatoria por la ausencia de renovación en el fútbol, la ausencia de divisiones inferiores, por lo sobrepagados que están los jugadores en relación a su rendimiento, por la falta de actitud de los jugadores de “su” selección, etc. De alguna manera, su cultura refleja su preferencia por apoyar eternamente a —y decepcionarse eternamente de— un seleccionado nacional perdedor. Y cuando un grupo de compatriotas decide hacer barra por una selección contraria —una selección ganadora, digamos, de la última copa mundial—, el primer grupo de hinchas —los del equipo perdedor—, lógicamente se indignan. Este tipo de consciencia colectiva, la cultura, es el motivo por el cual un preadolescente que es de lo más tranquilo en el entorno familiar, se convierta en un energúmeno de florido vocabulario ni bien se sienta en una butaca del Siles.
Representamos un rol, pues. Estamos acostumbrados a comportarnos de una manera en un entorno y con cierto grupo social y de otra manera distinta en otro entorno y con otro grupo social. Hacemos que nuestra indumentaria, nuestra postura corporal, nuestro tono de voz y lo que pensamos y decimos se acomode al grupo social en el cual contingentemente participamos en un momento u otro. Es por eso que una señora que probablemente no les niegue nada a sus hijos y no repare en esfuerzos en su casa, en cuanto cruza la puerta de su oficina (pública) decida que el trámite de la otra mujer —la que está al otro lado de la ventanilla— bien puede esperar un día más. El tema es la cultura de esa oficina.
Por otro lado, estamos acostumbrados también a pensar colectivamente —o a tener la consciencia colectiva— de que en el sector público la atención es mejor —o mucho mejor. Y en ciertos lugares eso es verdad, pero en varios otros no lo es. Está el caso de la señora de pollera que se acerca a la ventanilla de una entidad financiera X con la intención de depositar Bs 2.000 y recibe una ametralladora de preguntas del cajero que le cuestiona de dónde viene ese dinero, que haga su declaración y cuál es el destino de esa plata y por qué la tiene, y otra serie de preguntas que ese mismo cajero no le haría a un cliente de tez blanca, por ejemplo.
O el caso de esa entidad privada que tiene los mismos ejecutivos y directivos que hace 20 años y que son completamente insensibles a que la experiencia de usuario de la última app de su empresa es completamente disfuncional, porque obliga a sus clientes a hacer una llamada extra al call center para un trámite que se resolvería con una interfaz más sofisticada.
Para mejorar la atención a la gente, es importante resolver el problema de adentro para afuera, modificando la cultura, el “sentido” común, las cosas que tienen sentido para la gente y todo lo que tiene que ver con la identidad colectiva. Las políticas, normas, procedimientos e instructivos son una guía para decidir qué hacer en una u otra situación. Pero no es posible normar la atención con calidad y calidez y con un espíritu de servicio de acuerdo con la normativa, porque el espíritu no entra en la norma. El espíritu es lo que hacemos y demostramos con nuestro ejemplo en el día a día.
(*) Pablo Rossell Arce es economista