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Metaversos esquizofrénicos

Virtud y fortuna

Es difícil estos días navideños discernir en qué país nos encontramos a partir del discurso de las dirigencias político mediáticas, confundidos entre los profetas del apocalipsis y los apóstoles del mejor de los mundos. Esquizofrenia exacerbada con toques paranoides en la medida que además esas élites atribuyen las disonancias con la realidad de sus interpretaciones a complots políticos y manipulaciones comunicacionales.

¿Estamos o no en una crisis económica? ¿Cuándo empezaremos a purgar nuestros pecados populistas? ¿Por qué no estamos felices si todo está bien y vamos por el buen camino? ¿Quién es el auténtico derechista de los dos o ambos son lo mismo? Son algunas de las cuestiones que entretienen a autoridades, políticos, opinadores y tiktokeros que se atribuyen nuestra representación. ¿Dónde estamos?, o mejor dicho ¿dónde deberíamos estar? ¿cielo, purgatorio o infierno, esas son las cuestiones?

Para una parte de ese universo, todo está mal, de hecho, lo estuvo desde hace más de una década solo que no nos dábamos cuenta obnubilados por el ilusionismo populista, estamos pues en el infierno o a punto de arder en él para pagar nuestras veleidades distributivas. La Argentina mileísta es nuestro destino inevitable, la purga macroeconómica nuestra salvación verdadera, los aprendices de Moisés neoliberal andan a la búsqueda de raros peinados nuevos que distraigan de sus viejas ideas.

Mientras tanto, en otra parte del metaverso, sigue la lucha del hermano hombre araña rojo contra el negro, uno de ellos ofendido porque poquitos le creen que estamos muy bien y que no hay mucho de qué preocuparse, que todo está bajo control y que basta ver los power point del ministro de Economía para convencerse de eso, que los que no lo entienden son medio tontos o manipulados.

Al mismo tiempo, el otro compañero anda por ahí intentando convencernos que si él estaría al mando todo sería mejor y que el problema es el virus derechista que todo lo contamina y arruina, permitiendo que algunos de sus seguidores realicen una oposición igual de quejona, simplona y poco responsable que la que él denunciaba hace unos pocos años.

De igual modo, como si el Doctor Strange hubiera realizado alguno de sus conjuros o quizás porque se acerca Navidad y esas cosas suelen pasar en estas fechas, basta ver los cazafantasmas para comprobarlo, todas las puertas del metaverso parecen estar abriéndose, los demonios escapan, espectros de mil años se reencarnan, magistrados se prorrogan, se caen carreteras nuevas, narcos glamorosos se escapan, pasan cosas bizarras por esta tierra del Señor.

El saldo de ese berenjenal es la confusión. El problema para la democracia y la estabilidad no es tanto que la mayoría de la población se esté dejando engañar por alguno de esos discursos esquizofrénicos, sino que, justamente, ya no cree mucho en ellos, que no le hacen sentido y que eso les está llevando a desengancharse lentamente de las dirigencias que los emiten, de todas sin excepción.

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La respuesta no es regañar a la gente porque no percibe lo que sus dirigentes sienten o decirles que son una bola de manipulados, hay que empatizar con esos sentimientos, intentar comprenderlos, aunque su sostén objetivo sea débil. Esa es una tarea básica del liderazgo y el primer paso para luego convencer y reconstruir expectativas. La política no es solo racionalidad o evidencia objetiva, suponiendo que eso exista, es ante todo capacidad de manejo de las emociones colectivas y de los tiempos y medios para canalizarlas.

Una lectura más acuciosa de la opinión pública nos pinta, por ejemplo, un panorama menos exacerbado de los sentimientos sobre la economía y el futuro. Contrariamente a los apocalípticos, la mayoría entiende que hay problemas, pero sigue teniendo expectativas de mejora y no ve inevitable una crisis, no está tan obsesionada con los dólares, porque los usan poco en su vida corriente, y es consciente que la estabilidad de precios le beneficia.

Lo que les ofende, sin embargo, es que no se asuma plenamente sus dificultades, pues su nivel de vida retrocedió en la pandemia y luego no se recuperó, sus empleos siguen siendo precarios y el futuro de sus hijos parece más difícil. No basta, pues, con macropromesas que vienen y van desde hace ya un quinquenio, ¿por qué se tendría que creer en ellas automáticamente? No hay bronca ni pesimismo excesivos, pero sí dudas y una exigencia de claridad, empatía y concentración en sus problemas de parte de sus dirigentes.

El principal problema es, por tanto, político, la desconfianza y el malestar, incluso el económico, es con élites de izquierda y derecha empecinadas en hablar solo de sus líos y con un lenguaje e ideas desconectadas de la vida de las mayorías.

*Armando Ortuño es investigador social