El cierre de 2023 nos vuelve a informar que Bolivia es uno de los países que presenta uno de los índices más altos de violencia contra las mujeres. Según un informe de Unicef, en nuestro país un promedio de siete de cada 10 mujeres sufren algún hecho de violencia a lo largo de su vida. Durante la pasada gestión se registraron 81 feminicidios en el territorio nacional, registrándose los índices más altos en La Paz (23 casos) y Santa Cruz (20).

Se ha descrito una dinámica que se establece en el síndrome de maltrato, reconociéndose tres fases que se repiten en forma continuada en la mayoría de los casos. Este ciclo predecible es lo que se ha llamado el “ciclo de la violencia”.

Lea también: Dejé mi fe, Dios no se inmutó

La fase de tensión (ira, provocación, celos) pone de manifiesto la agresividad latente frente a la mujer, caracterizada por conductas de agresión verbal y/o física de carácter leve y aislado, con una tendencia creciente de dicha tensión.

La fase siguiente es la de agresión aguda, que implica una descarga sin control de las tensiones acumuladas (abuso sexual, amenazas, patadas, empujones, mordidas, golpes e incluso uso de armas). La mayoría de las mujeres no buscan ayuda de manera inmediata después de sufrir la agresión, a menos que las lesiones sean tan graves que requieran de ayuda inmediata. Las mujeres que se encuentran en esta etapa generalmente se aíslan y se niegan a reconocer los hechos, tratando de minimizarlos.

El ciclo se cierra con la fase de reconciliación, en la que el abusador puede negar los actos de violencia, amenazar para evitar ser denunciado o pedir perdón y prometer que nunca más repetirá tales acciones, con actitud de arrepentimiento. Este ciclo se repite en cada uno de los distintos tipos de violencia, sin embargo, es más evidente en las formas de violencia donde se encuentran las relaciones asimétricas de poder.

El miedo es la emoción básica que experimenta la agredida en el ciclo de la violencia.

Este ciclo contra la mujer tiene variados tipos de concomitancias asociadas al círculo agresor-agredido. Estos aspectos físicos, psicológicos y sexuales, se conectan entre sí junto con los costos sociales y económicos desatados por esa violencia.

La violencia contra las mujeres puede prevenirse y sus efectos negativos pueden mitigarse. Las autoridades juegan un papel importante y crucial, desde los llamados de emergencia y auxilio, los centros policiales que reciben denuncias, fiscales y jueces, hasta abogados y profesionales que brinden un soporte legal, psicológico y emocional a las víctimas.

Esta violencia existe y no es un cuento. La lucha es tarea de todos, ya no queremos seguir siendo solo números, es tiempo de que el Estado, la sociedad en su conjunto, hombres y mujeres, se unan en esta cruzada para detener la violencia contra la mujer.

El Estado y las autoridades tienen la obligación de cumplir su rol, de empatizar con las víctimas, de facilitarles garantías de seguridad y protección, y luego determinar castigos ejemplares contra los violentos con el objetivo de evitar desenlaces trágicos y sucesos catastróficos.

Si bien es cierto que hay leyes que protegen a la mujer como formas de respuesta, se demuestra continuamente que éstas no resuelven el problema y que pueden revertirse en contra de las mismas victimas, una y otra vez, si las autoridades no asumen su rol, si no asimilan la gravedad de cada caso que se presenta en sus escritorios.

La pregunta no es si la ley sirve o no, ya que la prioridad del enfoque de esta temática no pasa fundamentalmente por un reclamo por justicia, sino por la reflexión de toda la problemática, para actuar con inmediatez y oportunidad para salvar nuestras vidas, y actuar socialmente contra los violentos, con la capacidad de convertir nuestro dolor en voz pública y autorizada para pronunciarse.

Necesitamos producir una justicia que no represente un trauma para las víctimas, sino su plena sanación y recuperación de sus libertades, donde la victima denunciante no sea quien sienta vergüenza, y sea más bien el violento, el agresor, el que deba avergonzarse junto con su entorno y familia para asumir conciencia acerca del daño que ocasionan, que, lamentablemente, muchas veces es irreparable.

Esta forma de justicia es posible de lograr entre hombres y mujeres, autoridades y el Estado en respuesta a la libertad que queremos y a la que tenemos derecho. Se trata de escuchar a las sobrevivientes, creerles y apoyarlas.

(*) Alejandra Santa Cruz Botelho es periodista y abogada