Voces

Saturday 18 May 2024 | Actualizado a 22:07 PM

Obsesivamente evistas

/ 21 de noviembre de 2020 / 07:29

Para muchos, incluyendo una mayoría de opositores, Evo sigue siendo casi el principio y el fin de la política boliviana. Esta obsesión les impide entender y discutir la novedosa y compleja recomposición de los mecanismos de gestión del poder que se está empezando a producir en el bloque masista desde la elección de Luis Arce como presidente.

Persistir en esas simplificaciones puede llevar, otra vez, a groseros errores de interpretación que podrían seguir saboteando, por ejemplo, el esfuerzo hasta ahora frustrado de las centroderechas de constituirse en una alternativa viable al MAS.

Si uno se limita a las preocupaciones de los grandes medios de comunicación y de sus habituales comentaristas parecería que la descripción de la coyuntura se resume a identificar las fantasmagóricas pugnas entre “alas duras y blandas” del MAS por controlar el Gobierno, siempre con la sombra maléfica del caudillo en el fondo del escenario, y a un rosario de lamentaciones y exorcismos varios sobre la supuesta necesidad de que el oficialismo se aparte de su líder por el bien de la nación.

Una vez más, las oposiciones partidarias y mediáticas acaban siendo, paradójicamente, más evistas que los propios masistas, como si no pudieran dejar de pensar en ese personaje para que su identidad política tenga sentido; señal inquietante de su dificultad para actuar más allá de su rechazo visceral por el expresidente y opinar e intervenir acerca de otras preocupaciones de los ciudadanos, las cuales, por cierto, siguen estando ahí a la espera de que alguien las asuma y responda con eficacia.

El maniqueísmo de este enfoque es otra de sus características, siendo tal vez una de las más erradas, al atribuirle a ese personaje casi todo lo malo y equivocado que uno puede imaginar sobre lo que sucede en el país y en el accionar de la actual fuerza gobernante. Así, se simplifica en extremo la dinámica interna del masismo y la complejidad de los intereses y estrategias de las dirigencias, corrientes y organizaciones que la componen.

Basta una revisión somera de los principales hechos políticos del último quinquenio para percibir los errores de Evo Morales, varios de ellos importantes, pero también sus virtudes políticas y sus intervenciones en ciertas coyunturas viabilizando las vías democráticas de resolución de nuestros conflictos. No se trata de ser ayayeros del líder o pecar de ingenuidad, sino de entender cabalmente su papel como uno de los actores centrales de la política en estos años, guste o no.

Por tanto, desde una perspectiva más reposada, parece necesario comprender y para algunos aceptar, en primer lugar, el rol protagónico que tiene y que seguirá teniendo Morales en la vida de su partido y en el futuro de la política nacional. Su retorno en medio de grandes movilizaciones populares y su rápida consagración como el jefe del MAS ratifican un protagonismo que no se explica únicamente por sus legítimas ambiciones, sino también por el rol crucial que sigue desempeñando como principal articulador del archipiélago de fuerzas que se esconde detrás de esa sigla.

Por cierto, papel que no dejará de ser problemático y desafiante, sobre todo porque se trata de establecer, casi por primera vez en nuestra historia contemporánea, una arquitectura de gestión del poder en la que no es una misma persona la que dirige al mismo tiempo el partido, las organizaciones sociales que lo sostienen y el Gobierno que los representa. Cuestión que no es únicamente crítica para el futuro del oficialismo sino incluso para el tránsito hacia un sistema político con algunos equilibrios de poder y separación de funciones que tanto se añora desde un enfoque liberal republicano de funcionamiento del Estado. 

Se trata, en suma, de normalizar la figura y la actuación de Evo, por lo menos en términos analíticos y de evaluación del contexto. De comprender el lugar que ocupa en el campo político, que por hoy parece ineludible si tenemos un mínimo de realismo, pero entendiéndolo, al mismo tiempo, como parte de un juego de interacciones más amplio, complejo y dinámico con otros actores e instituciones. 

Armando Ortuño es investigador social.

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Ya nadie cree en nada

/ 18 de mayo de 2024 / 00:20

La realidad, tarde o temprano, desnuda las ilusiones de los dirigentes. Los sucesos de estas semanas están mostrando que ninguno de los problemas que erosionaban la gobernabilidad se han solucionado un ápice. Al contrario, se están agravando. Un clima espeso de incertidumbre y desconfianza se está instalando, la pregunta es hasta dónde llegará y si las dirigencias se darán cuenta de los riesgos que esto entraña para su propia sobrevivencia.

Ninguno de los patéticos intentos de mostrar músculo de los actores de la tragicomedia parece surtir efecto. El conflicto en el oficialismo sigue ahí al ritmo de congresos para todos los gustos, barrocas manipulaciones judiciales y declaraciones rimbombantes de refundaciones y resistencias heroicas.

Pocos se acuerdan del evento de Lauca Ñ, salvo los abogados de Evo que siguen creyendo que a punta de sus interpretaciones se resuelve algo. El más reciente happening alteño de la otra ala masista tuvo sus dos días de fama para luego ser puesto en duda hasta por sus propios creadores, flor de un día, sunchu luminaria. Cada día se hace más difícil mantener la atención de la ciudadanía y darle algún sentido al berenjenal. Ahora todos piden unidad y diálogo, como hace un año. No hay pues solución. Mientras, qué pérdida de energía y tiempo.

Si fuera solo una cuestión acerca del futuro de esa dirigencia, la verdad no sería tan grave. El problema es que se supone que nos gobiernan y por tanto las ondas expansivas de su insensatez nos están afectando a todos. 

El derrumbe en 24 horas de una norma anodina que modernizaba el registro de derechos reales y la nueva exacerbación de la discusión sobre la falta de dólares son apenas las señales visibles de un clima social terriblemente descompuesto. No sé si la gente del Gobierno lo entiende, pero las condiciones para tomar decisiones o hacer algo sustantivo en el país se están volviendo casi imposibles.

La mayor anomalía no es la irresponsabilidad e ignorancia de los que se dedican a sembrar noticias falsas y estupideces con tal de dañar al adversario, o la abierta complicidad de alguno de ellos con las mafias que se benefician con la caída de esas normas. Algo de eso ya pasó cuando por causas justas tumbaron la ley sobre las ganancias ilícitas y no aprendemos. La polarización está siendo instrumentalizada en beneficio de los maleantes y además algunos se sienten orgullosos de esa gesta, a eso hemos llegado.

Lo más preocupante es la facilidad social de la propagación del rumor y la incapacidad de las instituciones estatales para enfrentarlo, al punto que la única salida resultó ser una rendición fulminante. Nadie cree en nada, sobre todo si es expresado por autoridades públicas.

Lo cual tampoco debería sorprendernos a la vista de los contubernios entre políticos, jueces y fiscales, la colección de medias verdades acerca de la situación económica a las que se nos está acostumbrando o la deplorable reputación de la mayoría de voceros de todas las fuerzas políticas. Es decir, la erosión permanente de la palabra oficial e institucional tiene costos en aspectos insospechados.

Y esta no es la enésima kayqueada de un columnista fatalista o dador de lecciones, no suele ser mi estilo. Preocupa la consolidación de ese tipo de clima social en un contexto en el que la situación económica es muy delicada y estamos a punto de entrar a un año electoral feroz. Sin un mínimo de confianza en las instituciones y capacidad de las autoridades para explicar y convencer a la gente sobre la sensatez y legalidad de sus decisiones, estamos fritos.

En concreto, la “pradera social” se está secando rápidamente, con un sistema de partidos dedicado a autodestruirse, que pierde credibilidad, y gente con temor y sin expectativas de futuro como lo muestran las encuestas.

En consecuencia, la pregunta no es de dónde vendrá la chispa que podría incendiar la pradera dada la cantidad de pirómanos sueltos, sino si tendremos, desde algún lado, dirigentes o autoridades que asumirán la responsabilidad de atenuar esas pulsiones, serenar al país y viabilizar una resolución democrática de nuestros líos.

Me temo que la pelota está ahora principalmente en la cancha del Gobierno, que guste o no tiene el mandato de dirigirnos y que debe reordenar mínimamente el escenario político y económico por el bien de la nación, y de instituciones como el Tribunal Supremo Electoral que deben mostrar su temple y no inmolarse al cohete por las presiones de unos y otros. Así de frágil está la cosa.  

Armando Ortuño es investigador social.

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Furor autodestructivo

/ 4 de mayo de 2024 / 00:49

Judicializar la política no es suficiente para producir gobernabilidad y menos aún estabilidad económica. No soy pitoniso; por tanto, me eximo de profetizar colapsos y plagas, solo puedo afirmar que hemos entrado en una coyuntura donde se está produciendo una erosión combinada de certezas económicas y políticas, un coctel que está alimentando el desaliento social.

Lo paradójico de esta gran desestabilización es que su origen está en las propias entrañas del oficialismo, está siendo alentada por los responsables de mantener la estabilidad. Las oposiciones están poniendo su granito de arena de inmadurez, odio y desubicación, pero los pirómanos están principalmente en el campo gubernamental y en el partido y organizaciones que supuestamente lo sostienen.

A esta altura del partido, no se necesita muchos estudios para diagnosticar la gran confusión que estamos viviendo, lo ve la vendedora de la esquina y el calificador de riesgo de Moody’s: la aguda confrontación en el oficialismo está imposibilitando solucionar los problemas de una economía que debía encarar un saneamiento de sus fundamentos y un aggiornamento de sus motores de crecimiento. Al contrario, se profundizan los desajustes y aparecen nuevos.

La ecuación al final del nefasto gobierno de Áñez era bastante clara, Arce había sido elegido para estabilizar la política y la economía, para ello tenía que construir un puente para sostener la estabilidad macro por unos años, en medio de un mundo en crisis y una sociedad que salía agotada de la pandemia, mientras se consolidaba una renovación paulatina de los motores de crecimiento con el litio y algunas otras diversificaciones exportadoras. Y para ello, contaba con legitimidad electoral y el más grande aparato político del país, es decir tenía gobernabilidad.

Hoy, ese diseño está implosionando principalmente por los problemas políticos y está siendo en gran medida autoinfligido. Los últimos sucesos solo revalidan lo que sospechábamos: los tiempos para un aterrizaje suave ya están muy afectados, nos instalamos en un escenario de incertidumbre cambiaria permanente, que está desajustando poco a poco otras facetas del funcionamiento cotidiano de la economía, y sobre todo el horizonte de salida se va alejando.

Una de las grandes victorias de la izquierda boliviana fue transformarse, durante más de un decenio, en el garante político de la estabilidad económica, el MAS se fue perfilando como una fuerza con sentido de Estado, capacidad política para lograr objetivos y un proyecto de futuro.

Eso es lo que laboriosamente está destruyendo el festival de acusaciones cruzadas sobre el principal proyecto de desarrollo del país, el litio, el bloqueo de la Asamblea Legislativa que casi no funciona desde hace un año o la poca capacidad del Gobierno para construir expectativas, explicar su política económica y actuar oportunamente.

Las maniobras en el Poder Judicial para inmiscuirlo en los kafkianos problemas internos de la actual fuerza gobernante no resolverán nada, crearán apenas una sensación de satisfacción y de poder coyuntural a sus promotores, pero la descomposición seguirá instalada y la incertidumbre solo se exacerbará.

Eliminar a Evo Morales es solo una ilusión, un diseño político simplista, su sombra seguirá pesando entre militantes y electores del masismo pase lo que pase, y el bloqueo legislativo se exacerbará. Por otro lado, las oposiciones están recibiendo una poderosa causa para movilizarse para defender la democracia, con razones que pueden hacerla creíble para las mayorías. Pero, sobre todo el despelote hace cada día más difícil que el Gobierno puede reconstruir confianza económica en los pocos meses que le quedan antes del inicio de la brutal batalla electoral de 2025.

El problema no es el futuro del MAS, finalmente en una democracia, cada actor recibe lo que siembra tarde o temprano. Todo ciclo tiene su nacimiento, auge y decadencia. Lo importante ahora es que el país proteja sus instituciones electorales para que sean los ciudadanos en las urnas, y no en algún sórdido juzgado, los que definan la siguiente secuencia gubernamental.

Pero también es necesario ir repensando nuestro futuro económico, el probable fracaso del aterrizaje suave está abriendo inevitablemente nuevos escenarios, quien sea gobierno desde 2025 tendrá que aplicar una secuencia diferente de políticas y una nueva economía política que las haga viables. Si no se hace eso, la crisis será larga.

Armando Ortuño es investigador social.

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La victoria de los otros

/ 6 de abril de 2024 / 07:46

La imposibilidad de una eventual victoria de un opositor al MAS en las elecciones presidenciales suele ser una suerte de sentido común en las narrativas de las diversas facciones del masismo. Sin embargo, la actual coyuntura de alta incertidumbre y desorden político está abriendo posibilidades para que tal evento ocurra y sobre todo está reconfigurando poco a poco algunas reglas de la contienda electoral que podrían favorecer los escenarios más insospechados en 2025.

Desde 2006, el MAS ha sido invencible en los sucesivos procesos electorales presidenciales y nacionales, sus niveles de votación siempre fueron notablemente superiores a los que obtenían las diversas alianzas opositoras que se crearon para intentar rivalizar con ellos. El segmento de electores con mayor fidelidad a la fuerza azul era bastante estable e involucraba a alrededor del 40-45% de la población, que además en coyunturas favorables podía llegar hasta el 65%. Frente a esa potencia, las oposiciones aparecían casi siempre minoritarias, muy concentradas en ciertas regiones y distritos, y notablemente volátiles en sus decisiones.

A esa disparidad, se agregan los devaneos ideológicos y sentimentales de las dirigencias opositoras que se han mostrado, por lo general, incapaces de leer y tomar en cuenta los cambios del país, encapsulados en sus burbujas sociales, más interesados en criticar y lamentarse del país en el que nacieron que de proponer un proyecto político-social alternativo.

De ahí que, en casi lógica de grupo de autoayuda, muchos políticos masistas recurren con frecuencia, supongo para sentirse mejor en medio de la descomposición de su fuerza, a referencias sobre la casi imposibilidad de una victoria opositora en 2025 debido a su falta de proyecto político, fragmentación, incompetencia o frivolidad.

Empecemos diciendo que ninguno de esos defectos parece en vías de solucionarse, la dirigencia opositora sigue empeñada en una mediocridad impactante, salvo algunas honrosas excepciones. Por tanto, no es gracias a ellos, ni a sus cambios, que la posibilidad de una victoria de algún no masista se está volviendo probable. Son los contextos y las incertidumbres sociales los que se están moviendo.

Parece simplista, pero así son las cosas aquí y en Mongolia: el coctel de división en el campo oficialista, gobierno de medio pelo, pasiones y odios internos desbordados y desconexión con la sociedad tiene costos evidentes, molesta a muchos, frustra y aburre a otro montón. La ingenuidad de arcistas y evistas es tal que piensan que jugando al victimismo van a lograr que sea el otro que cargue el pasivo, cuando la verdad es que los dos están quedando remal.

Pero eso no es lo peor, el problema más grave es que el desorden político, la prepotencia de las dirigencias y la gobernabilidad frágil, en la que está además envuelta la oposición, están descomponiendo a todo el sistema de representación, aumentando la deslealtad partidaria, fragilizando las convicciones ideológicas, despolitizando y finalmente creando masas de votantes volátiles y con pocas convicciones.

En ese contexto, la fragmentación electoral probablemente aumentará y el sistema de dos vueltas nos mostrará su cariz más dañino. Algo de eso ya lo hemos visto exacerbado en Perú y Guatemala, y podría ser todavía más destructivo si los actores se empeñan en judicializar el conflicto y debilitar al árbitro electoral.

Nos acercamos, por ejemplo, a escenarios de voto fragmentado, con dos masistas con alrededor del 20-25% y otros cuatro o cinco candidatos peleando por llegar al 15%. Lo cual derivaría en una segunda vuelta entre dos clasificados con alrededor del 20% de preferencias. Este es un escenario plausible.

Por supuesto, en semejante panorama, todo cambia, cualquier candidatura se viabiliza y se puede llevar el premio mayor. Conseguir 10 o 15 puntos no es tan difícil, requiere algo de reputación, alguna alianza de nicho eficaz, quizás algunos recursos bien invertidos en redes en el momento preciso, una personalidad que diferencia o cae bien y otras cualidades que no precisan ideas o proyectos políticos muy desarrollados.

Ya en segunda vuelta, la lógica será otra, habrá simplemente que jugar al mal menor y a los odios cruzados y rezar. Es decir, todos podríamos ser electos presidentes con algo de talento y recursos moderados. Lo que vendría después es más complicado, porque así la gobernabilidad futura es apenas una ficción, basta ver al Perú reciente para sentir pavor.  

Armando Ortuño es investigador social.

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Cuestión de fe

/ 23 de marzo de 2024 / 08:09

Los agudos desajustes de la política se están volviendo casi crónicos, nada se soluciona en los varios frentes de la batalla abiertos sin que las dirigencias parezcan conscientes de los severos problemas de gobernabilidad y el malestar social que sus barrocas pugnas están provocando. Las principales fuerzas siguen actuando con un inquietante desenfado como si todo estuviera bajo control.

La lucha por el poder se resume, para la mayoría de los actores, a una cuestión de fe más que a una lectura adecuada de la realidad social y las verdaderas correlaciones políticas.

Desde hace ya más de un año, somos testigos de una implosión en cámara lenta del sistema de partidos y de una creciente incapacidad de la política para generar certidumbres en la economía y en el funcionamiento de las instituciones. Lo peor es que pasan los días y meses y casi ninguno de los problemas que están produciendo esa situación se solucionan.

Al contrario, todos los actores aparecen obsesionados con sus estrategias de posicionamiento para las elecciones de 2025 sin importarles si en ese empeño erosionan la institucionalidad, bloquean políticas públicas o le complican la vida a la ciudadanía. Las dirigencias políticas se pelean entre sí, se hablan a si mismas y se preocupan solo de sus problemas como si ellos fueran el centro de todo y el resto estaríamos obligados a adecuarnos a sus intereses.

Las grotescas instrumentalizaciones políticas de cuestiones como el financiamiento externo o la realización del censo que hemos visto en estas semanas son una muestra del grado de decadencia del sistema, de la pérdida de su sentido de estado y de la desconexión de las elites políticas de las necesidades del país.

Atrapados en un tacticismo desesperante, los actores políticos parecen creer que sus deseos son la realidad, que lo están haciendo bárbaro y que así sus posibilidades electorales están mejorando. Todas las fuerzas políticas principales están atrapadas en burbujas cognitivas que les impiden ver no solo la realidad social sino la correlación de fuerzas con la que deben contar. Por eso todo esta bloqueado, porque las dirigencias operan sobre hipótesis falsas y lecturas erradas.

Basta ver, a los seguidores de Evo Morales convencidos que su congreso está vigente y la inhabilitación de su líder no es real, a partir de los argumentos de sus propios abogados, los cuales podrán tener elementos jurídicos sólidos pero que no consideran el desequilibrio de poder y el control de la institucionalidad que han logrado sus adversarios. Todos responden a coro que no necesitan un plan B, que la victoria es inminente, hasta que la realidad del poder les aparezca en toda su brutalidad.

De igual modo, los adherentes de Arce aparecen obnubilados por la fuerza que les otorga el control coyuntural del Poder Ejecutivo, creyendo que todo es posible, que sus apoyos sociales son por lealtad y no por prebenda, que su victoria es una cuestión de tiempo, sin percatarse que quizás su mayor problema no es controlar el partido o implosionarlo para refundarlo a gusto del cliente, sino enfrentar a electores desilusionados y molestos después de un gobierno mediocre e inmerso en el conflicto permanente y la crispación. Como la economía va muy bien y la gente es sorda y ciega, según ellos, la derrota de Evo parece ser lo único que les separa de la reelección.

Tampoco las oposiciones parecen muy ubicadas, inmersas en sus reflejos polarizantes, cada vez más alejados de los problemas reales de la población e ignorantes de un país y sociedad que se fueron transformando en estos años. Insisten en negar quince años de historia y volver al pasado, atrapados en su melancolía. Todos suponen que basta con el suicidio del MAS para que la republica retorne, se pueda hacer un ajuste macroeconómico y se viabilice una revolución liberal. Por eso, las candidaturas se multiplican en ese sector y solitos están construyendo una terrible camisa de fuerza ideológica que los terminará por identificar con una lógica contrarrevolucionaria que no tiene sustento social en el país.

Así pues, más que hacia un nuevo ciclo de consolidación del proceso de cambio masista o de contrarreformismo, vamos acercándonos a un escenario de fragmentación del poder, ausencia de ideas y de desilusión social que harán aún más difícil la gobernabilidad para cualquiera que se imponga en las elecciones del 2025. 

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Perfilar la esperanza

/ 9 de marzo de 2024 / 03:24

La izquierda boliviana está a la defensiva en el debate económico, ha perdido la iniciativa. Son tiempos crepusculares, de poca generosidad, pérdida de sentido de Estado e incertidumbre al interior del bloque popular. Al parecer todo vale, incluso demoler la herencia económica del proceso de cambio para derrotar al Gobierno, en un caso, o para desmerecer a Evo Morales en el otro.

Tampoco ayuda la mediocre gestión económica de la actual administración, su incapacidad comunicativa y su atrincheramiento en el fetiche “industrializador” como única respuesta a todos los desafíos económicos. El MAS, en todas sus facciones, parece haber dejado de ofrecer esperanza, rebosa, en cambio, de inercias estériles, poca imaginación, burocratismo y nostalgia de un pasado que ya no volverá.

Obviamente, en semejante contexto, la vía esta libre no solo para la crítica constructiva, sino para la exacerbación de la bronca contra las ideas económicas de la izquierda condimentada de irresponsabilidad, piromanía, exageraciones y propuestas primitivas.

Para los opositores, el gasto público y la deuda son un anatema; el Estado, un dispositivo diabólico y los servicios públicos, una ofensa. Ideas transmitidas con aires de indignación y transgresión en la moda de las extremas derechas globales. Trumpistas criollos en ideas y formas, poco originales, pero que están avanzando.

Recuperar la iniciativa intelectual es pues urgente desde el campo progresista. Eso implica reivindicar con claridad la transformación socioeconómica impulsada por el gobierno de Evo Morales con todas sus luces y, por supuesto, sombras. Solo podremos ir más lejos desde una lectura sincera e incluso descarnada de la economía y la sociedad que emergieron en estos 15 años.

Sobre todo, exige reivindicar principios que a algunos se les están olvidando a fuerza de parecer modernos o admisibles para las “clases medias”: la prioridad por los pobres y vulnerables, la lucha por la igualdad y una visión de un Estado, expresión de los intereses públicos que tiene un rol crítico en la economía y la sociedad. Sin que eso implique desentenderse de los desequilibrios macroeconómicos, reconocer fracasos y repensar instrumentos y estrategias.

Implica dejar claro que la justicia social es un poderoso factor para impulsar la emancipación y la libertad de todos los ciudadanos y particularmente de los que menos tienen.

Modernizar el Estado, acercarlo a los ciudadanos, despojarlo de sus burocratismos kafkianos, repensarlo como un actor estratégico con una visión sofisticada de los retos geopolíticos y económicos, ponerlo al servicio de la creatividad y necesidades de los ciudadanos son, por ejemplo, ineludibles tareas de esa renovación. Hay que subvertir al Estado desde adentro para que el proceso de cambio sobreviva.

Eso implica, de igual modo, tratar la cuestión de las industrias extractivas, que serán determinantes para cualquier trayectoria económica que elijamos, habilitar un nuevo salto infraestructural y educativo, proponer un nuevo trato a los territorios o perfilar respuestas económicas innovadoras a la dinámica sociedad plurinacional, plebeya e informal que hoy es hegemónica.

Esa nueva agenda, por supuesto, tiene que fundamentarse en una potente ambición social que proteja lo avanzado y que genere esperanza particularmente entre los que tuvieron fe en este proceso desde sus inicios, los pobres, los marginados, los que no tienen casi nada, pero deben estar siempre en el corazón de la izquierda y la patria.

Armando Ortuño es investigador social.

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