A 21 años
Observo con otros ojos la agresividad de la ciudad que atrae, aprisiona y tritura a cientos de niños
En marzo de 1991 recibí la carta de una niña de nueve años, ella pedía que hagamos algo por los hijos de los alcohólicos que dormían en un pequeño parque de la calle Linares de la ciudad de La Paz, las mamaderas de los bebés estaban con alcohol. Pasaron 21 años desde que recibí esa carta. La niña que la envió ahora tiene 30 años, sé que es mamá de dos niños, la vi el año pasado, y volvió a plantearme: “Hay que hacer algo, el problema no se ha solucionado”. Su demanda me interpela, nos interpela.
Con sus palabras dando vueltas en mi cabeza camino las calles, observo con otros ojos la agresividad de la ciudad que atrae, aprisiona y tritura a cientos de niños. Decido mirarlos, prestarles más atención. Así, descubro a una niña indígena de unos diez años, claramente recién llegada a la ciudad, como reciente es su trabajo de “embolsadora” en un supermercado. Su timidez asusta, su carita tiene las rajaduras del sol del altiplano. No habla, callada recibe las reprimendas de quienes vivieron toda su vida en la ciudad y no conocen la tranquilidad del campo, por eso la apuran: “¡tienes que avivarte!”, “¡tienes que ser más diligente!” le dicen.
Bastará un par de meses para que esa niña se pare en la puerta del supermercado, con las trenzas cortadas, salude y converse con los clientes, y diga que odia el campo porque es feo, que está lleno de tierra, que no piensa volver, que la ciudad tampoco le gusta, porque la tratan mal pero que prefiere quedarse, que va a aprender.
Así como aprendieron cientos de niños que estiran la mano y en su media lengua o en su cuarto español piden limosna. En una sola cuadra de la calle Socabaya conté ocho niños que, junto con una mujer adulta, pedían limosna. También aprendieron, como sus padres, a ponerse en situaciones extremas: bajarse de la acera, casi colgarse de las puertas de los vehículos en movimiento y estirar la mano.
Nuestras ciudades no están preparadas para recibir a los niños, sean del área urbana o rural. Son ciudades hostiles, adiestradas para vender: dulces, juguetes, películas, ropa, diversión. Mal entrenadas para enseñar a los niños a crecer en valores: solidaridad, cultura propia, autoestima, respeto por los demás, tolerancia hacia lo diferente. Las urbes se preparan bien para que unos compren y otros vendan. Entrenados para creer que lo que no se vende no tiene valor. Esta es una forma de agresión muy difícil de percibir. Nuestras ciudades no pueden seguir creciendo de forma tan hostil, tan agresiva. En definitiva, no pueden seguir agrandándose sin mirarse.
Esta es una forma de dar respuesta a la carta que recibí hace 21 años. Los niños de la calle Linares continúan en el parque, aunque seguramente ya son los hijos de los que bebían alcohol en las mamaderas en 1991. “El problema continúa, hay que hacer algo”.