La sonrisa K’apa Wawa
Los López Camino son ejemplo de apoyo familiar en el trabajo, un concepto alejado de la explotación que resalta el rol laboral infantil.
Yo ya les he preparado para cuando no esté. La vida no es comprada. Hoy estamos, mañana no”. Fanny Camino es rotunda en sus palabras. No se le empañan los ojos, no le tiembla la voz. Habla con la serenidad de quien tiene asumido que los días junto a los suyos están contados. En una humilde casita de El Alto frente a la nueva estación del teleférico es feliz en su “pequeño universo” junto a sus siete hijos. Al hablar de ellos se le llena la boca. Sabe que el cáncer terminal de útero que la devora por dentro va a separarla de sus pequeños, pero también reconoce que se irá con la tranquilidad de que saldrán adelante. Los siete revolotean entre el espacio que une el dormitorio y el salón-cocina en el que preparan cada día su arsenal de queques y pasteles que venden en las calles de El Alto.
Aunque para Fanny siempre serán “sus pequeños”, sus hijos son lo que en aymara se llaman K’apa wawa. Niños y niñas adolescentes trabajadores que muestran una gran capacidad de ayuda familiar, tanto en el ámbito doméstico como en el laboral. Esta definición se encuentra en un afiche con forma de pájaro de origami y pertenece a la exposición que acogió temporalmente el espacio creativo IMA de La Paz dedicada a los K’apa wawa, y que ahora está de gira por las principales ciudades del país. En esa muestra están retratados bajo la lente de la brasileña Katyussa Veiga los siete hijos de Fanny: Édgar (21 años), Annie (19), Carlos (17), Jesús (16), David (14), Lucía (12) y Jerusalén (11). La fotógrafa, con el apoyo de la Fundación DyA, escogió a los López Camino entre decenas de familias. “La idea era reflejar el trabajo infantil desde la necesidad de muchos hogares. Fanny y sus hijos tienen una gran capacidad de sacrificio y están muy unidos. Lo que más me impactó fue la creatividad e inteligencia de los niños”.
Todos trabajan por necesidad. Lo hacen en grupo, junto a su madre, que además los estimula enormemente para que persigan sus sueños y sean profesionales. Estudian en la escuela nocturna y además son brillantes. Todos tienen grandes ambiciones y comparten una gran devoción por el arte japonés. Son los López Camino, una familia especial.
“Vamos a tener que poner semáforos para pasar. Somos hartos y el espacio es pequeño”, comenta Fanny entre risas. Desde afuera la casa pasa desapercibida. Es una más de la polvorienta ciudad de El Alto. El portón de la entrada da paso entre objetos destartalados a un patio interior donde aguardan los perros que se encargan de la seguridad de la casa. Al fondo, una puerta con una ventanita inaugura su universo: el salón-cocina que sirve de centro de operaciones laborales, y el dormitorio, un espacio dedicado al descanso y la diversión.
En un área reducida los ocho coordinan a la perfección. Cada uno sabe cuál es su sitio y función. Édgar y Annie, los mayores, preparan la masa de las empanadas. Fanny espera a sus espaldas para armarlas y Lucía y Jesús se encargan del relleno.
Los otros pululan y juegan con los gatos sin perder de vista el trabajo de los demás, siempre dispuestos a echar una mano.
-“¡Necesito más queso!”. Fanny da la orden. Carlos corre al refrigerador a la velocidad del rayo. “En esta casa, todo se hace en grupo. Hasta nos confunden con pandilleros por la calle”, bromea.
Un día cualquiera en casa de los López Camino arranca entre las cinco y las seis de la mañana. David, de 14 años, es el encargado de hacer el desayuno y además tiene el bonito detalle de llevárselo a la cama a su madre y hermanos. “Su especialidad es el chocolate espumoso”, apunta Fanny. “Y el té negro”, añade Édgar. Carlos, que de mayor quiere ser chef profesional, afirma con la cabeza. “Hasta a los gatos les preparo”.
Tras el desayuno viene lo que llaman el momento “apapacho, becho, becho, apapacho”, una ecuación que se repite cada mañana religiosamente. “Es lo primero que hacemos, demostrarnos y decirnos lo mucho que nos queremos”.
La vida de los López Camino cambió drásticamente en 2006. El padre falleció tras sufrir una larga enfermedad y Fanny sabía que lo que se avecinaba para su familia no era fácil. “Me despidieron del geriátrico donde trabajaba y me vi sola con siete niños de entre 12 y 3 años. Además tenía un montón de deudas de mi marido con el banco de sangre, hospitales, farmacias…”.
Sin muchas más opciones, se puso a trabajar 15 horas al día. “Era voceadora, lavaplatos, limpiaba en casas, hacía sándwiches y los vendía, de todo”.
Édgar, con 12 años, pasó a convertirse en el cabeza de familia. Cuidaba de su padre enfermo y hacía la comida para sus hermanos, a los que también alistaba y ayudaba en sus tareas de la escuela. Y fue en ese momento en el que el arte japonés entró en sus vidas. “Mi madre estaba siempre fuera trabajando. Yo empecé a ir por mal camino. Y entonces me encontré con un animé (dibujo de animación japonés). Se llama Digimon y con ocho años ya tenía conciencia de adulto, poniéndose una gran responsabilidad sobre sus hombros. Y así ha salvado el mundo. Entonces ahí es cuando yo me he preguntado, ¿por qué no puedo salvar a mi familia?”.
Nueve meses después de la muerte de su marido, a Fanny le diagnosticaron cáncer de útero. “Duré un día en el hospital. Con la herida abierta me iba a trabajar, no había qué comer en casa”. Dicen que las crisis agudizan el ingenio, y Annie, a sus diez años, tuvo una gran idea: hacer sopa de fideos y venderla en la calle. Desde entonces los López Camino han creado un equipo sólido que ve el trabajo como una manera de apoyarse en familia. “A mí no me gusta que trabajen, pero como están conmigo, no es lo mismo que si estuvieran con otros que les explotaran”, explica Fanny.
La Fundación DyA, que trabaja por la erradicación de la explotación laboral infantil, ha dado a los López Camino la oportunidad de prosperar gracias a capacitaciones en gestión técnica y empresarial de panadería, hostelería y diseño gráfico. “Hasta mediodía elaboramos en casa, y y luego salimos todos juntos a vender. Los lunes y miércoles voy a las oficinas de DyA a limpiar mientras Carlos y David son los que venden. Jesús se encarga de la limpieza y viste a las pequeñas para ir a la escuela. “DyA nos ha ayudado mucho, para mí ha sido una maravilla. Todos han hecho los cursos en lo que han querido”.
Sin duda, lo que convierte a los López Camino en una familia singular es la creatividad e inteligencia de todos ellos, que pese a los pocos recursos económicos, han luchado por cultivar y hacer crecer.
Al tiempo que Édgar descubría el arte japonés, empezó a desarrollar una habilidad autodidacta para el diseño gráfico. “¿Cómo se llama eso que haces hijo?”, le pregunta Fanny. “Papercraft —responde él—, una modalidad de creación de figuras en tres dimensiones”. Édgar diseña los modelos en la computadora que la pequeña Lucía (de 12 años) arregló, otra destreza inusual para una niña de esa edad, que también tiene un don para la costura. “La encontramos rota y ella la ha armado, toditas las piezas, solo le falta un microprocesador para que funcione, pero la ha armado como profesional”. Édgar salió del colegio hace un año y gracias a una beca del gobierno nipón está a punto de alcanzar su sueño. “Se va a ir a Japón a estudiar la carrera de Robótica durante ocho años”, cuenta Fanny orgullosa, mientras le pide que se presente en japonés. “Lo habla lindo”, apunta. Édgar hace la presentación de carrerilla convirtiéndose en el foco de todas las miradas. “Nunca he subido a un avión, será mi primera vez, estoy emocionado”.
Su hermana Annie se toca la panza en un receso de la preparación de empanadas. Está embarazada de ocho meses, una noticia que costó asumir en la familia, pero que han sabido encajar. “Es mi último año en la escuela, me gustaría estudiar Bioquímica y Farmacia, no voy a descuidar mis estudios aunque tenga una wawa”. Sus hermanos pequeños la observan como a una madre. “El bebé se llamará Uriel”, comenta uno de ellos. “Es un nombre con un significado hermoso, quiere decir el que protege las tierras de Dios”. Aunque como era de esperar, no le faltará su apodo japonés. “Le llamaremos Riu como un dragón de animé al que le encantan las manzanas. A Annie desde que está embarazada le gustan harto”, explica Jesús.
La habitación donde duermen tiene seis camas, un mueble con una televisión antigua, un armario y tres imágenes colgadas de la pared que hablan por sí solas de los López Camino: Jesucristo, el difunto padre y Digimon, sus tres líderes espirituales. Carlos y David acaban la partida de cartas japonesas y Carlos muestra sus dibujos manga. “Me encantaría poder vivir de ello y publicar mis cómics en Japón”. Ahora se encuentra inmerso en la creación de una obra manga con tintes bolivianos. “El protagonista es indígena y hay una batalla en Tiwanaku”. Su intención es denunciar aspectos que no le agradan de su sociedad. “Los cómics japoneses son muy críticos con su gobierno, aquí no veo eso. Yo quiero denunciar el machismo que hay en Bolivia”.
Mientras charlábamos con el resto, Jesús ha dado rienda suelta a la imaginación y a su faceta artística: el origami. Aparece con una rosa de papel que él mismo ha elaborado doblando un pedazo de cartulina. “Un día vi un origami de siete movimientos en el periódico, pero no conseguía hacerlo. Practiqué durante mucho tiempo, y ahora hago origamis de hasta 225 movimientos. El último fue un dragón pero el tigre (el gato) me lo rompió. Por el Día de la Madre quiero hacer un ramo de rosas”. David le mira pensativo y añade: “¡Yo prepararé una torta bien rica para mamá!”.
Jerusalén es la pequeña de la familia. Con 11 años, sus cuentos se han convertido en objeto de admiración de todo el que ha tenido ocasión de leerlos. En todos ellos está presente la muerte. Puro realismo y crudeza a la que los López Camino se han acostumbrado desde muy pequeños, pero donde el amor se antepone a todo.
“Nosotros no nos sentimos desgraciados. En casa hemos eliminado la palabra pobre”, asevera Fanny. “Somos ricos en sentimientos, en amor, en cariño, y lo material ya viene por sí solo”.