Érase una vez una A que, en una visita a Buenos Aires, optó prioritariamente por conocer uno de los museos más argentinos, más genuinos, más urgentes: la casa de Diego Armando Maradona. Su residencia primera, luego de la firma de su inicial contrato como futbolista. Lascano 2257. La Paternal. La emoción comienza desde la entrada, con el viejo auto de Diego estacionado en la puerta. Sigue en el pasillo de ingreso, en la sala, en la cocina, en el patio… ahí están las fotos de su padre y doña Tota, las de los hermanos. Prueba suficiente de que son en verdad los espacios, los muebles, los objetos. Estamos en la Capilla Sixtina. El sentimiento llega a su tope cuando se ingresa a su habitación: la misma cama, la misma colcha, sus botines, sus discos de Milanés y de Ramona Galarza. Ahí está la foto del Cebollita con sus audífonos, sentado en el piso, al lado del viejo tocadiscos. ¿Estaría escuchando Merceditas? Así nació nuestro querer, con ilusión, con mucha fe, pero no sé por qué la flor se marchitó y muriendo fue. Esta A lo ama con loco amor. Y en nombre de ese amor pedí ir más arriba, subir al origen de todo, llegar a la cima de su primer hogar, allá, loco, en el lugar más tibio de Villa Fiorito. No se pudo en ese entonces. Se pudo hace una semana y traigo entre las manos un corazón ardiente por lo que vio.
El breve espacio en que no estás, como anticipaba y cantaba para él Pablo Milanés. Todavía quedan restos de humedad. Ese breve espacio es un rincón bonaerense del que nadie quiere acordarse. Ni siquiera el Pelusa, que reconoció que en esa villa miseria la pelota era su salvación: ”En realidad yo jugué al fútbol pensando siempre en comprarle la casa a mis viejos… y nunca volver a Fiorito”. Y así fue.
El marco de Fiorito es la basura amontonada; las carretillas de los cartoneros; es un pibito de unos siete años mirando el lente del celular, sin soltar su basurero; es un caballito pobre echado en la puerta de una casita villera; la certeza es, milagroso, un cartelito de media muerte: Calle Diego Armando Maradona. Llegamos al punto cero del Pelusa.
¿Esta es la casa? Ésta, confirma, su vecino, Norberto Fernández. Un viejo árbol quiere reventar el lugar con sus raíces. Apenas deja el espacio a un mini patio de tierra, una silla de plástico le pone el acento humano a este abandono, pedazos de tela sobrevivientes al mal tiempo puestos por hinchas, un viejo muro con el retrato colorido de Diego, la puerta más pobre del mundo y al lado, la bandera, descolorida, de Evita Perón, de Tita Merello, del Che, de Gardel y de Borges. El sol argentino flamea con el frío. La vieja madera que hace de portón se cierra con una cadena. No es la Capilla Sixtina de La Paternal; es el humilde pesebre donde nació la esperanza. Es la cuna del dios melenudo que metió el gol más descolonizador de la historia. Por eso llegan aquí y rezan, encienden velas y se toman un trago. Así, en silencio y sin pagar entrada, llegamos los devotos, con el pecho reventando de agradecimiento De Villa Fiorito viene el 10, de esta casucha sale a dominar la pelota y con ella, la gran pelota llamada planeta Tierra. De esta tierra de villa se levanta el pibe más pobre para hacernos ricos en alegría, en orgullo. El resto solo es más villa, loco. El resto es su vecino Norberto que recuerda sin aspavientos y con la dentadura incompleta: “Jugábamos acá en la calle, allí en la esquina era todo baldío. Yo era arquero, acá. Él me decía Vaquita, por Vacca. Yo le daba la pelota a él, él pasaba a cinco y hacía el gol” repasa mientras dobla unos cables de motor de auto. “Cuando debutó, toda la cuadra fuimos a verlo”. Norberto enumera sin titubear los apodos de todos los hermanos Maradona, prueba de verdad. Y después de la breve charla, vuelve a su silla en la puerta de su casa, junto a Olga, su pareja, una rockera inconfundible con el cabello teñido. El resto es solo más villa. Más niñas inventando juegos en un semi asfalto. Más casitas que dejan ver las camisetas secándose al sol. Un largo asiento de cemento donde pintaron “Milei basura”. Más ventanas misteriosas luciendo macetas con las flores de la esperanza. Mejor dicho, con las flores de la espera de una Argentina pobre que ya esperó demasiado y que mira el potrero del barrio con abandonados arcos sin red sobre una cancha de polvo como prueba de que todo esto no fue un sueño, prueba incontrastable de que siguen siendo Villa Fiorito, Ciudad de Dios, ciudad del Diez. De una ventana sale una cumbia villera que en la cabeza se mezcla milagrosamente con esa canción de Rodrigo: En una villa nació, fue deseo de Dios, crecer y sobrevivir, a la humilde expresión, enfrentar la adversidad con afán de ganarse a cada paso la vida. Y, sí. Aquí nació la mano de Dios. Y todo el pueblo cantó. Regó de gloria este suelo.
Grande, Villa Fiorito. Esperanza, Villa Fiorito. Promesa, Villa Fiorito. Futuro, Villa Fiorito. Argentina, Villa Fiorito.
Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.