Seis años, un mes y quince días. En el popular paseo de El Prado de La Paz, a la altura del Ministerio de Justicia, hay un reloj que marca el tiempo con una velocidad particular y que, a diferencia de otros de la sede de gobierno, lleva la esperanza de detenerse en algún momento, al finalizar aquello que esperan quienes han hecho suyo el mecanismo de este cronómetro.
Hay otros relojes en la ciudad, como el del puente de la Pérez Velasco, que por prolongados meses estuvo detenido y que tal vez por eso ahora ya casi nadie mira para saber la hora (se han hecho más confiables los celulares). Si bien para el reloj de la Pérez Velasco su detenimiento ha significado su derrota, que el reloj que está en frente del Ministerio de Justicia se detenga —por manos de sus impulsores, claro— significará una victoria.
Una victoria como la que se quiso mostrar cuando se ajustó el reloj del edificio de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que avanza hacia la izquierda —“al revés”, dirían algunos—. Aunque en palabras del excanciller David Choquehuanca, “el reloj del sur revaloriza la cultura propia”, un símbolo del actual orden gubernamental.
Quizás hay algo en común que estos dos aparatos tienen con el que se ha instalado en el céntrico paseo paceño: las personas que atraviesan estos lugares parecen no tener el tiempo suficiente para detenerse a observar y escudriñar su naturaleza, quienes sí lo hacen suelen ser turistas armados de cámaras fotográficas y sonrisas despreocupadas. Y si bien el reloj de la Pérez Velasco puede haber dejado de ser un artefacto útil, tanto el de El Prado como el de la plaza Murillo pretenden transformarse en algo más que símbolos.
Cuando se camina por El Prado es inevitable no advertir —poco antes de arribar al Ministerio de Justicia desde la Pérez Velasco— el rostro dibujado en blanco y negro del asesinado y desaparecido líder del Partido Socialista (PS-1) Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya mirada parece fijarse en quien se acerca, mientras las palabras “verdad – justicia – reparación – no más impunidad”, pintadas en colores rodeando su faz, parecen gritar algo que va más allá de su significación.
En este lugar, donde los ocasionales transeúntes se ven casi obligados a descender a la calzada para circular, se ha instalado una carpa que ocupa un espacio de entre seis y siete metros de longitud y más o menos dos de ancho. Delgados y amplios pedazos de cartón prensado y venesta unidos entre sí forman las paredes delanteras y transversales de la “estancia”. Las paredes traseras, que limitan con las jardineras, son calaminas sostenidas en pie gracias a aparentemente ligeras vigas de madera clavadas de manera horizontal sobre un pequeño cimiento de ladrillos pegados con cemento. El techo también está armado con calaminas de zinc, de él penden tres focos encargados de iluminar cuando la luz natural se desvanece.
La carpa está dividida en tres partes: la central es la más grande, en dirección a la iglesia María Auxiliadora está el dormitorio, y donde se halla pintado el retrato de Quiroga Santa Cruz es una minúscula cocina con una pequeña mesa cuadrada que sirve de comedor. El dormitorio está cubierto por fuera con plásticos de color blanco, para proteger el lugar de las intempestivas y a veces furiosas lluvias paceñas; un colchón y unas cuantas frazadas acompañan al tambaleante foco que le corresponde. En la cocina hay una pita donde se cuelga ropa y en la parte más alta yace extendida una bandera boliviana envejecida con pedazos faltantes en el rojo y el amarillo, mientras que en el verde se nota más la presencia de un polvo que no se pudo quitar.
Quien quiere visitar este lugar ingresa por la parte central, la más grande e importante de la carpa, a través de una breve puerta que es todo el acceso al mundo exterior y allí hay una mesa grande, otra pequeña y varias sillas. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, fotografías de víctimas y victimarios frente a frente, las demandas que los tienen en esta permanente espera y una cruz que lleva dentro de sí los nombres de quienes han fallecido a lo largo de esta vigilia. Este lugar es la entraña del reloj que marca, ahora: seis años, un mes y dieciséis días.
La tortura
Una mano anciana a la que le falta un dedo cuelga el letrero junto a una bandera boliviana —otra menos maltratada por el tiempo y con un escudo de la patria en medio— allí donde está la puerta de ingreso; el letrero es la pantalla que marca el tiempo transcurrido. Seis años, un mes y diecisiete días. El avance de las manecillas del reloj no se detiene.
“Escapar, desaparecer, eso ha sido toda mi vida”, dice Julio Llanos Rojas, antes, por 1964, dirigente minero en Colquiri y ahora, en esta carpa que es, podría decirse, la oficina central de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad, presidente de una asociación de personas de la tercera edad que, como él, esperan justicia. “He vivido momentos muy dramáticos”, acota, con un suspiro mitad cansancio mitad tristeza, “momentos que no me gusta relatar, pero que a usted se los voy a contar”.
Llanos cierra los ojos como si los párpados se le hubieran hecho muy pesados, se toma la nuca la cabeza calva (que todavía tiene algunos cabellos canos rodeando las orejas) con ambas manos y está listo para hundirse, una vez más, en la memoria que le hace agachar la mirada para contar su verdad. Abre los ojos de nuevo y algo ha sucedido más allá del enrojecimiento de la esclerótica, parecen haberse empequeñecido, las pupilas levemente dilatadas emergen de la oscuridad a la repentina luz. Muestra su mano izquierda a la que le falta la mitad del dedo medio y dice: “De esto también voy a hablar”.
Cuenta que después del golpe de René Barrientos, en noviembre de 1964, se vio obligado a escapar de la mina de Colquiri por miedo a represalias. Estuvo escondido en Cochabamba hasta agosto de 1965. Llegó a pie a la ciudad de Oruro para luego salir exiliado del país e ir a China, donde se preparó militarmente para organizar una resistencia contra las dictaduras. Atrás dejó a su familia. Retornó a Bolivia en 1966 y vivió en la clandestinidad hasta 1969, cuando fue detenido.
Al llegar a este punto de la narración, la voz de Llanos, como antes lo hiciera su mirada, se quiebra. Ha repetido innumerables ocasiones su historia, pero es como si cada vez que lo hiciera fuera la primera que la recuerda. Nuevamente las manos van a la cabeza, se posan en la calva como si quisieran evitar un posible estallido.
“Había un Benavides, uno que dirigía”, dice; el quiebre en la voz ha sido domado, las manos reposan otra vez sobre sus muslos, pero un par de lágrimas escapan de sus ojos. “Este Benavides le pidió 500 dólares a mi esposa. No des ese dinero, le dije a ella, a través de un contacto que teníamos. Pero ella consiguió algo y dio ese poco”. Un atisbo de bronca vieja consigue borrar más lágrimas que se aproximan. Llanos cuenta que lo sacaron en una vagoneta y que dieron varias vueltas por la plaza Murillo. Cuando el coche se detuvo, vio a sus tres hijos varones y a su compañera de vida. “Esos son tus hijos, ¿no ve?, me dijo ese Benavides”, prosigue su relato, “¡carajo, nunca más los vas a ver!, gritó”.
Después le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a la zona Sur para interrogarlo. Llanos vuelve a mostrar su mano izquierda. Relata que había “un señor Lanza”, un paramilitar que estaba borracho y armado con una bayoneta. En medio del vaho alcohólico, Lanza se puso a jugar con el filo de su arma. Le ordenó a Llanos que extendiera los dedos y se tapó los ojos mientras probaba suerte con la mano del prisionero y su bayoneta sobre una mesa. En uno de esos movimientos, el filo de la cuchilla encontró el dedo medio, que quedó colgando de la mano sangrante del cautivo.
No cuesta imaginar el grito de dolor del herido en medio de una oscura habitación llena de suciedad, el grito retumbando en las paredes húmedas de la prisión, los rostros impávidos de los demás soldados. Cuando lo retornaron a su celda, Llanos intentó curarse o, por lo menos, evitar una infección con lo único que tenía disponible, orines suyos y de sus camaradas arrestados. Un día después, otro paramilitar, al ver que el dedo le colgaba, lo llevó al médico. No quedaba otro remedio que la amputación y, aparte de eso, ingentes cantidades de yodo sobre la herida era toda la solución posible.
“Pero hay más cosas”, insiste Llanos, “para contarlo todo haría falta más tiempo”. “Las torturas”, repite, y lleva, una vez más, ambas manos a la calva, pero en esta oportunidad chocan con sus sienes como si se tratara de platillos, de esos que usan los músicos en el Carnaval de Oruro o en Gran Poder, atrapando una cabeza y resonando a pesar de ella, “tantas torturas”.
Quiere decir algo más, recapitula las veces que estuvo detenido: “Seis”, dice usando la mano la mano izquierda, el dedo ausente también es un número. “La última vez estuve cuatro meses en San Pedro”.
Cuenta de cuando sus dos hijos estudiaban en la escuela Max Paredes —no quiere hablar del tercero que murió en circunstancias “que no sé si ahora me animaré a contarle”—. Los niños lloraban y la directora del establecimiento les preguntó qué les hacían, ellos respondieron que su padre estaba preso por ser comunista. Relata que llamaron a su esposa y le dijeron: “Señora, aquí no entran comunistas”, y expulsaron a los niños del centro educativo.
Vivían en inmediaciones del mercado Hinojosa y los niños no dejaban de llorar. Con el casero que les alquilaba la habitación sucedió algo similar y éste también le advirtió: “Señora, se van ahorita porque vienen los agentes y violan a mis hijas”.
“Después, nuestra casa estaba en medio de un canchón”. Llanos fuerza una risa y vuelve a pronunciar la palabra “casa”, rectifica: “Vivíamos en un cuartucho, eso no era una casa, no. Un día nos avisaron que venían los tiras. Yo alisté mi pistola”. Hace una pausa y explica, en un tono de voz distinto: “Así era en la dictadura, era mi vida o la del otro”, y continúa, recobrando el tono anterior: “Alisté mi arma y se la di a mi hijo. Ellos patearon la puerta y, cuando mi hijo los vio se orinó. Hasta sus 22 años seguía orinándose en los pantalones cada noche”. Las manos extendidas vuelven a golpear en las sienes la cabeza que recuerda, como castigándose por el esfuerzo. “Ya no quiero hablar”, dice. “Ese trauma con mis hijos, ¿acaso se puede pagar?”
La larga espera
Mientras Llanos contaba esta experiencia, desde el exterior llegaba el sonido de las risas y el escándalo de los colegiales que acababan de salir de clases, estrépito que se acoplaba con naturalidad al permanente ruido de los automóviles, la gran mayoría vehículos del transporte público que no cesan de atravesar esta arteria de la ciudad en todo el día.
Es inevitable recordar una nota del noticiero de Bolivisión: “Carpas provocan molestia en El Prado”, donde el reportero entrevista a varios jóvenes. “Incomoda porque queremos pasear”, afirma una universitaria, “queremos caminar bien, pero le da un mal aspecto”. Otra joven dice: “Estorba a las personas extranjeras, a las personas que vienen a visitar La Paz, que es una ciudad maravilla, da mala imagen”.
indiferencia y la frivolidad de los tiempos modernos es avasalladora. Surge la pregunta: “Y las personas que caminan por aquí, los estudiantes, por ejemplo, ¿alguna vez les preguntan qué es lo que ocurre en la carpa o por qué están aquí?”.
Contesta Llanos: “Claro que sí, y nosotros recibimos a todos, también visitamos colegios, decir que hemos ido a 100 es poco. También hemos ido a la Universidad Policial y hasta al Colegio Militar a contar cómo nos hacían dormir sobre la bosta de los caballos, pensábamos que no íbamos a salir vivos de ahí. A ver andá a decirle eso a un militar en su casa, pero hemos salido, son otras generaciones”.
Acota Victoria López: “Hasta vino a visitarnos el famoso El Killer, pero yo le voy a contar eso más adelante”.
Llanos dice que cuando empezó esta vigilia frente al Ministerio de Justicia, allá por marzo de 2012, la población era mucho más solidaria con ellos, inclusive la Iglesia, pero que, poco a poco, con el transcurrir del tiempo, han ido olvidándolos, y muestra una caja donde tintinean varias monedas, “pero todavía hay quienes vienen y nos colaboran con su aporte”.
El tiempo nunca se detiene para un sencillo artefacto que pretende medirlo con exactitud, el gris reloj marca: Seis años, un mes y dieciocho días.
Victoria López, bajo la pronta penumbra de un nuevo anochecer, enumera: “Lo que le pedimos al Estado es ineludible y es constitucional: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Muchos creen que estamos aquí por unas cuantas monedas, pero nuestro pedido va más allá, lo que pedimos es que se investiguen los crímenes y se castigue a los culpables”.
La voz de Victoria es firme, sus palabras medidas y bastante ordenadas, como si estuviera leyendo un texto que nunca se aparta de su mirada, los ojos observan al interlocutor casi sin parpadear. Ella también tiene una historia de sufrimiento que contar, el peso de la memoria la obliga a hablar luego de haber enumerado las demandas de los ancianos que van hacia los siete años de espera en estas carpas.
Cuenta que era estudiante universitaria y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), además de miembro del Partido Comunista Marxista Leninista, cuando sucedió el golpe de Hugo Banzer el 21 de agosto de 1971, acción que —afirma— “arremetió contra la juventud. Debemos recordar que se bombardeó y se cerró por dos años la UMSA, no podemos olvidar que los universitarios fuimos quienes más resistimos (a la dictadura) junto a los trabajadores mineros”.
De pronto la voz firme y clara que contaba su historia se oscurece un poco: “La primera vez que me detuvieron fue con mi madre y con mi hermana menor, que tenía seis o siete años. Vivíamos en Sopocachi Alto en unos dos cuartos y los paramilitares allanaron la casa, destrozaron las cosas y se llevaron algunas de valor. A mí me llevaron a una oficina del Ministerio de Gobierno y me dijeron que esperara en un sillón. Escuchaba gritos de dolor provenientes de un cuarto vecino. Luego salió un joven sostenido por dos soldados, tenía el rostro ensangrentado, casi irreconocible, pero yo lo reconocí, era el compañero universitario Juan Carlos Rossell”.
Hace una pausa en su narración para recordar los lugares que se utilizaban como sitios de interrogatorio y de tortura, recobra el sobrio tono de voz y enumera: “Donde ahora es la Prefectura, también la casa de la calle Comercio esquina Ayacucho, las celdas subterráneas del Ministerio de Gobierno, también donde ahora se reúne la Asamblea Legislativa y todos los cuarteles. Así era, compañero periodista, el toque de queda desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. Los paramilitares andaban en sus vehículos apresando a la gente, si alguien se animaba a protestar era apresado y torturado”.
Baja la mirada para volver a sus recuerdos, la voz firme vuelve a ensombrecerse. “Mi madre buscó ayuda en muchas partes para liberarme. Fue a visitar a Emma Obleas, la esposa de Juan José Torres, que también había tomado el poder por un golpe pero que era diferente, era de izquierda, incluso había restituido la mitad del salario que Barrientos había despojado a los mineros por su apoyo económico a la guerrilla del Che. Ella le dijo a mi madre que no podía hacer nada. No había iglesia, no había Derechos Humanos, no había nadie a quien recurrir. Nadie”.
Victoria detiene su relato. Se oyen voces de gente que camina por El Prado y los eternos bocinazos de los automóviles. Entonces prosigue, esta vez con un cambio más profundo en la entonación, aletargada pero no dubitativa. “Me torturaban tres o cuatro paramilitares en cada interrogatorio. Era una humillación terrible, manoseo a mis partes íntimas, golpes”, pausa su historia, “ellos querían nombres, pero yo no iba a delatar. Mi mayor preocupación era mi madre y mi hermana, decían que les estaban haciendo lo mismo que a mí. Así era también la tortura psicológica”.
La expresión de Victoria es similar a la de los demás ancianos que esperan resguardados por la fría sombra y el precario abrigo que les procura la carpa, una expresión de cansancio, de aburrimiento, pero también de fuerza a pesar de la edad avanzada, todos mayores de 80 años, a excepción de Victoria, que va por los 70.
“Era dirigente sindical cuando sucedió la dictadura de Luis García Meza”, prosigue su relato, como si no hubiera habido una pausa histórica entre un gobierno de facto y el otro, “siendo joven soporté las torturas de Banzer, pero con García Meza me torturaron de tal forma que ya no quería vivir. Estaba embarazada, eso les decía, ‘estoy esperando familia’, pero no les importaba. Me golpeaban y me violaban los tres o cuatro que me interrogaban”.
Victoria no puede contener un profundo suspiro, es imposible frenar las lágrimas, pero el relato conserva su sobriedad. “Ya había perdido al hijo que esperaba, ya nunca más pude ser madre, no tengo hijos, eso se lo debo a García Meza y a Arce Gómez que, recuerdo, personalmente se hacía cargo de las torturas hacia mi persona en el Ministerio de Gobierno. Ya no tenía ganas de vivir. Me dejaron inconsciente botada en la calle, alguien me llevó hasta el Hospital General y me registraron como NN. Lo peor fue que después tuve que firmar una declaración que decía que me trataron muy bien mientras estaba detenida, que me habían proporcionado medicamentos, lo contrario a lo que habían hecho, por mucho tiempo tuve que ir a firmar un libro de asistencia en el Ministerio de Gobierno”.
Luis Arce Gómez era el ministro del Interior durante el gobierno militar de García Meza (1980-1981), es recordado por palabras que quedaron grabadas con fuego en la atribulada historia nacional: “Todos aquellos elementos que contravengan el decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no va a haber perdón”.
A su mando tenía grupos que habían sido instruidos por Klaus Barbie, el nazi criminal de guerra más conocido como El Carnicero de Lyon. La voz amenazante de Arce Gómez, registrada en videos de la época, todavía provoca escalofríos: “Las fuerzas de la ultraizquierda no se dan cuenta del poder que tiene este gobierno”.
Más de 10 años después, el 21 de abril de 1993, la Corte Suprema de Justicia de Bolivia condenó a 30 años de cárcel sin derecho a indulto al exministro por alzamiento armado, genocidio y delitos contra la libertad de prensa. Cárcel que cumple en el presidio de Chonchocoro, adonde también fue destinado el ya fallecido Luis García Meza tras un juicio de responsabilidades por los mismos delitos.
El día del golpe militar, el 17 de julio de 1980, en el denominado Operativo Avispón, se tomó la Central Obrera Boliviana (COB) y se hirió con una ráfaga de ametralladora a Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, todavía con vida, fue llevado al Estado Mayor, el Gran Cuartel de Miraflores, para ser presuntamente incinerado.
Tanto García Meza como Arce Gómez coincidían en que ese asesinato se ejecutó por pedido del caído Hugo Banzer (1971-1978, de facto), contra quien Quiroga Santa Cruz pretendía iniciar un juicio de responsabilidades. También coincidieron en señalar que sus restos están enterrados en la cruceña hacienda San Javier, propiedad de Banzer, quien, en 1997, fue elegido presidente boliviano por vía democrática.
Arce Gómez incluso confesó ante medios de prensa que fue él en persona quien envió, en una caja, los restos del líder socialista en una avioneta con destino a Santa Cruz la misma noche del golpe.
García Meza indicó que quien disparó en contra de Quiroga Santa Cruz fue Froilán Medina, El Killer, quien fue atrapado en una casa en inmediaciones de la calle 35 de la residencial zona de Cota Cota de la ciudad de La Paz el 31 de enero de 2016.
La visita inesperada
El Killer era un suboficial del Ejército que había fungido como seguridad personal de Yolanda Prada, la esposa de Hugo Banzer. Fue enviado a Chonchocoro después de ser apresado. Sin embargo, hasta antes de su detención, se paseaba con total desenvoltura por las calles, llegando, incluso, a visitar a las víctimas de la dictadura en la carpa instalada frente al Ministerio de Justicia donde esperan por justicia, ahora, por: Seis años, un mes y dieciocho días.
“Se acercó aquí tres veces como se acercan otros ciudadanos”, cuenta Victoria López, hoy, una mañana de viernes. “Yo misma lo atendí y no lo reconocí, el tiempo también pasa para ellos”. Ella está de pie, observando una fotografía de Marcelo Quiroga Santa Cruz mientras mueve el azúcar de su taza de café. “El Killer nos preguntó si estábamos investigando a quienes habían cometido los crímenes de guerra y nosotros le respondimos, como a todos, no. Solo cuando lo apresaron supimos que él había estado aquí, sentado”.
“¿Vale la pena recordar la historia de nuestro sufrimiento?”, pregunta Victoria López y se responde: “Claro que sí, es nuestro testimonio”. “Somos la historia todavía viva de Bolivia”, dice Julio Llanos, “esa historia que varios afamados historiadores no se atreven a escribir”.
“Todo lo que tenemos es lo que nos ha pasado”, dice Julio César Sevilla.
“Yo ya no tengo esperanzas”, afirma otro de los sobrevivientes, un anciano que no ha querido contar su historia y que tampoco ha querido revelar su nombre, “pero estoy aquí”. “Claro que tenemos esperanzas”, responde Julio Llanos, “por eso estamos aquí. Y también estamos aquí para que nunca más se repita”.
“Las cosas tienen que cambiar”, opina Victoria López, “no puede ser esto”, y señala la fotocopia de una fotografía pegada en la pared donde se la ve a ella con una herida en la cabeza. “Esto me ha pasado hace poco”, cuenta, “cuando atacaron la carpa por primera vez, se ensañaron contra mi persona”.
“Creemos que han sido personas que están en este Gobierno”, dice Julio Llanos, “la Policía ha venido pero no han hecho ninguna investigación”. “Después han quemado la carpa”, añade Victoria López.
“Han rociado gasolina”, insiste Julio Llanos y señala hacia una mesa donde hay una máquina de escribir con las teclas chamuscadas, un teclado de computadora derretido y una impresora destrozada, luego hacia la fotocopia de un recorte de periódico, “así nos han atacado”.
“El 21 de febrero, cuando bloqueamos aquí afuera por el respeto al No del pueblo contra el gobierno de Evo Morales”, declara Julio César Sevilla, “han venido los policías y nos han reprimido”.
“Yo no entiendo por qué la Policía y el Ejército no pierden nunca esa mentalidad de golpear, de masacrar”, acota Victoria López. “Somos personas de la tercera edad, deberíamos estar protegidas por derecho”, agrega Julio Llanos.
Las cenizas
Por su parte, el Gobierno negó enfáticamente cualquier acusación en contra suya por la primera agresión y, luego de que el ministro Carlos Romero pidiera una investigación por el incendio, Bomberos indicó que el fuego había sido ocasionado por un cortocircuito en la conexión artesanal de la electricidad de la carpa.
Victoria López se sienta, bebe su café e indica: “Se ha pagado a 1.714 de 6.800 víctimas, estamos aquí por los que faltan”. Julio Llanos aclara: “A los demás nos han pedido requisitos imposibles de conseguir, testigos de tortura, certificados forenses de las violaciones que han sufrido las compañeras, pasaportes y documentos que nos han arrebatado”. “Están esperando que nos muramos aquí, en esta carpa”, exclama Julio César Sevilla.
El anciano que no ha querido decir su nombre se levanta y vuelve a darme un pequeño golpe en el hombro para conminarme a acompañarlo a la cruz que, en su interior, guarda los nombres de quienes han fallecido en la espera, lee, con mucha paciencia: “Felipe Mita Ticona. Antonio Zapata Gallardo. Abel Sánchez Aldunate. Antonio Guevara Valdez. Víctor Hugo Sandoval. René Albino Oros. Dionicio Fernández Callacagua. Ramiro Otero Lugones. Segundino Alberto Espinoza. Prudencio Carrasco Flores. Alfonso Nuñes Nogales. Jaime Alanoca Mollinedo. Alfredo Navarro Ortega. Zenón Barrientos Mamani. Juan Alvares Tintaya. Diva Arratia del Río. Aleida Callisaya Quispe. Máximo Lara Farrachol. César Villca Fernández. Bonifacio Surco Aliaga. Zenón Acarapi Cahuana. José Hurtado González. Miguel Casas Yujra. Jorge Frías Sigg. Roberto Flores Vega”, suspira, “veinticinco historias como las nuestras, no merecen quedar en el olvido”.
Seis años, un mes, veinte días.