Jerusalén: ciudad eterna
Jerusalén ha sido ancestralmente espacio para creyentes de las tres principales religiones monoteístas.
Mi entusiasmo por visitar Jerusalén comenzó en 1960, cuando en una memoria universitaria sobre los Problemas de las minorías laboriosamente redactada y presentada en el London School of Economics and Political Science, mi tutor, el Dr. Northedge, como todo comentario solo garabateó dos palabras “fairly competent” (aceptable). Lejos de apesadumbrarme, junto con otros graduados emprendí una gira aventurera de siete meses por Medio Oriente. Y así mi fe cristiana me llevó a recorrer el periplo que 2.000 años antes había cumplido el buen Jesús, pisando —finalmente— la mismísima Vía Dolorosa, camino al calvario, cargando su cruz a cuestas.
Increíblemente conservadas, esas baldosas brillan por el paso de millones de estantes y habitantes de esa villa misteriosa, hoy ocupada por el militarismo israelí, pero donde viven con terquedad heroica miles de árabes, palestinos en su mayor parte, haciendo lo de siempre: vendiendo o comprando, sorbiendo té o dialogando a gritos, pero devotamente píos los viernes al atardecer. En los años 60, todavía bajo control del imperio jordano, la ciudad estaba dividida, y para cruzar a la zona judía era preciso salir, con grandes precauciones, a tierra de nadie, por la puerta de Mandelbaum.
Jerusalén, cuyo nombre proviene de Ur-Shalim (ciudad apacible) y Al-quds (lo sagrado), ha sido ancestralmente espacio para creyentes de las tres principales religiones monoteístas: cristianos, judíos y, más tarde, musulmanes. Lamentablemente esa vocación de paz, de cuando fue creada, se convirtió en botín de guerra, emblemático bastión durante las cruzadas, al que canta Torcuato Tasso en su clásica obra La Jerusalén libertada.
Todas esas consideraciones fueron tomadas en cuenta por los organismos mundiales para declarar a Jerusalén ciudad internacional, en las sendas resoluciones que se iniciaron con la 478 de Naciones Unidas. Sin embargo, el mosaico de complejas relaciones interestatales de esa parte del planeta gira en torno a la pretensión israelí de declarar a la Ciudad Santa capital del Estado hebreo. Similar aspiración contempla la Autoridad Palestina, para dotarse de una sede legítima, si la tesis muy sensata de dos Estados, uno judío y otro palestino, pudiera un día convertirse en realidad. Las negociaciones, tantas veces comenzadas y nunca concluidas entre ambas partes en conflicto, se ven ahora seriamente entorpecidas por la declaración unilateral de Donald Trump de trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, a modo de reconocimiento de esta urbe como la capital israelí.
El mero anuncio de esa insensata intención causó un incendio oficial y mediático a nivel mundial, colocando una vez más a Trump contra el resto de la comunidad internacional. No obstante, es justo reconocer que esa medida ya contaba con sanción legislativa, y que sus antecesores en la Casa Blanca posponían su ejecución cada seis meses. Se atribuye ese precipitado paso trumpista a la influencia cada vez mayor de su yerno Jared Kushner, judío recalcitrante que sometió a su esposa Ivanka a militar en su ortodoxa secta. Pero también un factor no despreciable es el impacto interno que dicha decisión tendrá en el electorado cristiano (favorable a esa etapa) y a la acción penetrante del lobby judío en Washington.
Los elementos antes anotados nos llevan a pensar que Trump terminará su periodo presidencial antes que la embajada norteamericana funcione oficialmente en Jerusalén.