Morir en la montaña
La laguna/macho es un lugar que no existe, parece de otro tiempo. Nos lleva más allá de nosotros, a otro lugar
(“Sublime es aquello en comparación con lo cual todo lo demás parece pequeño”, Kant)
“Mi hijo es ahora un dios de la montaña, un guardián. La montaña se lo tragó, estaba celosa”. Así habla Pablo delante del Pico Tunari, catedral sin altar. Hace quince años su hijo Santi murió mientras ascendía hacia los dioses, mientras buscaba en solitario una ruta alterna —la alegría del inicio eterno. Han pasado quince años y el padre todavía se emociona en lágrimas cuando recuerda al hijo. Somos cincuenta personas alrededor de la laguna Macho, en el campo base del Pico Tunari. Estamos a cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar, falta oxígeno, sobran corazones agitados, la cabeza duele.
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Antes del apthapi, una ceremonia ancestral con olor a incienso, copal y mirra convoca a tres cóndores de cuello blanco. En una piedra tatuada —huella inmortal al borde del agua—, una placa conmemorativa dice así: “Santi, en tu montaña mágica te nos has vuelto pájaro”. El padre cree que uno de esos cóndores es su hijo. Y tiene razón.
Los que vamos a la montaña somos los últimos románticos. Los que suben en soledad a las cumbres más elevadas encuentran su libertad (y su soberanía) en los límites entre la vida y la muerte. Cada pico/cumbre vuelve diminuta nuestra terca voluntad de conquista. “Las montañas siguen matando, indiferentes, a los insectos que les hacen cosquillas cuando ascienden, y sus laderas están sembradas de calvarios, de cruces, de túmulos de piedra”, escribe el francés Pascal Bruckner en su ensayo De la amistad con una montaña: pequeño tratado de elevación (Siruela, 2023).
Los hombres y mujeres que mueren en la montaña no están muertos pues son capaces de convocar a conocidos y desconocidos. Somos cincuenta en la laguna del Pico Tunari y no todos nos conocemos. Hemos dicho nuestros nombres en voz alta durante la ceremonia ancestral, nos hemos abrazado, algunos han llorado. Hemos recordado a los que ya no están y sabemos que alguna vez otros hombres y mujeres harán lo mismo con nosotros. Unos pocos serán olvidados.
Cuando alguien muere en la montaña, la muerte se parece un poco a la gloria (casi) eterna. Las cumbres más altas obligan a veces a sus adoradores a dejar la vida para conservar su esplendor. La montaña es hermosa/tóxica; puede matar a quien la ama. Es nacimiento, resurrección y transmutación. Santi es ahora un cóndor de cuello blanco, nos protege y protege (a la montaña).
La laguna/macho es un lugar que no existe, parece de otro tiempo. Nos lleva más allá de nosotros, a otro lugar. Puro por naturaleza. No ha sido soñada ni manoseada por los hombres y mujeres de las ciudades. A su alrededor, visibles por la lenta erosión, millones de fósiles llevan escritos en su piel pétrea el recuerdo del cráter del viejo volcán, hoy dormido. Lejos están las huellas humanas. ¿No deberíamos separarnos de estos paisajes para conservarlos vírgenes?
La laguna, sumergida en su baño de cerros, es simplemente sublime. Decía Immanuel Kant en Crítica del juicio que lo sublime no deleita ni da placer, lo sublime conmueve. Etimológicamente hablando sublimar significa el paso del sólido al gas. Ante lo sublime uno se eleva físicamente sino de forma espiritual. El sonido de los tambores y el olor a k’oa ponen su granito de arena.
Los juegos de luces llegan con la tarde. La montaña nunca es la misma. Cambia con las horas, con los días, con los meses, con los años y siglos. Muda, trasmuta como Santi en pájaro libre. La montaña está y no está, se esconde detrás de las nubes, juega con nosotros, como la muerte. En su escenario de teatro, la obra nunca es la misma. Con la tarde el sol se posa sobre las aguas y los espíritus bailan al son de una música que no podemos escuchar. La montana mágica es el único espectador. Nosotros, los cincuenta, estamos de paso, somos intrusos. Nuestra presencia quizás no es deseada. El cóndor sobrevuela para decirnos adiós. O hasta luego.
Cuando bajamos hacia la ciudad, el hongo de humo se ve a lo lejos. Las llamas nos contemplan con la frente altiva y orgullosa. El hielo nos regala “estalactitas” con tiempo de caducidad. ¿Dónde va el hielo cuando se derrite? Las siluetas geométricas que nos rodean esconden secretos que no podemos descifrar. Serán pintadas y dibujadas por artistas y locos hasta la saciedad. Cuando las dejemos de mirar, el enigma todavía seguirá ahí. Terminamos en las calles de Cochabamba donde todo vuelve a ser banal, donde el mundo camina deprisa sin saber a dónde ir, donde nos sentimos huérfanos y aislados en burbujas. El Pico Tunari, como el Everest, crece milímetros cada año. Solo los dioses y sus guardianes estarán vivos para ver crecer a todas las cordilleras, todas. Será el honor de los que mueren en las montañas.
(*) Ricardo Bajo es un intruso