Noviembre y después
Noviembre es un mes denso. En 1979, la democracia fue defendida frente al golpe militar de Natusch con una revuelta popular que es conocida, en la literatura política, como Las masas en noviembre, célebre ensayo de René Zavaleta. En noviembre de 2019, los rivales del MAS echaron del poder a Evo Morales con malas artes. Un año después, el MAS ganó en las urnas y recuperó el gobierno. La democracia volvió a ocupar el centro del proceso político. Estos días volvieron a sonar los tambores de la ingobernabilidad y la violencia recorrió las calles al influjo de clivajes o contradicciones que ocupan el centro de la escena política porque los actores estratégicos se enfocan en el objetivo de derrotar a su adversario. Sin embargo, el dato relevante de esta coyuntura crítica es que el oficialismo y la oposición salieron perdiendo porque terminaron exponiendo sus debilidades. En estas líneas me concentro en el oficialismo.
El MAS actuó de manera contingente, sin coordinación entre instancias gubernamentales, sin conexión entre partido y organizaciones, y con movilizaciones que se definieron por las características de cada región. A veces predominó el mensaje del diálogo para atender las demandas sectoriales, otras se impuso el discurso del “segundo” golpe de Estado que impedía cualquier diálogo, lo que derivó en la abrogación de la ley. Otra muestra de desorganización fue la convocatoria de Evo Morales a una innecesaria marcha de Caracollo a La Paz en apoyo a Arce. Lo cierto es que este conflicto puso en evidencia la necesidad de que el partido de gobierno establezca pautas en su proceso decisional, es decir, quién decide y cómo se toman las decisiones. En el pasado, el MAS tuvo un modelo decisional basado en la centralidad de Evo Morales que era el presidente del Estado, del MAS y de la Conalcam. Actualmente, el Gobierno enfrenta una situación compleja porque no hay un centro decisional y tampoco existe una instancia de coordinación entre el presidente, el vicepresidente, el presidente del MAS —Evo Morales— y los dirigentes del Pacto de Unidad. Si no se define un espacio de coordinación donde se fijen los roles de cada actor en torno a la figura presidencial, es previsible que cualquier conflicto derive en riesgo de ingobernabilidad debido al desempeño del MAS y no por astucia de la oposición.
A partir de resolver los desfases en su frente interno, el MAS debe definir una estrategia de concertación con la oposición parlamentaria y de intercambio con la sociedad (Exeni, dixit). La concertación implica la búsqueda de acuerdos puntuales en la Asamblea Legislativa Plurinacional y el intercambio se refiere al diálogo con los sectores de la sociedad. El intercambio tiene que preceder a la aprobación de las leyes y en ese camino el MAS tiene que utilizar su capital sindical, arraigo social y respaldo popular para aislar a los comités cívicos y los grupos citadinos ultraconservadores. El camino de la concertación es más arduo porque la oposición está atrincherada en una disputa por las reglas esgrimiendo —de manera absurda— la demanda de 2/3 de votos; sin embargo, la coalición entre Creemos y Comunidad Ciudadana es precaria porque está marcada por la subordinación ideológica de Carlos Mesa a Luis Fernando Camacho, un hecho coyuntural que se redefinirá más temprano que tarde porque Comunidad Ciudadana —y su jefe— sabe que su futuro depende de un retorno al centro del escenario político y eso implica acercarse al MAS a partir de ciertas coincidencias programáticas, tal como lo sugirió una de sus senadoras. Es evidente que si en ambos bandos no prevalece una lógica minimalista de concertación seguiremos en una espiral de conflictividad sin otra consecuencia que el mutuo desgaste.
Fernando Mayorga es sociólogo.