Voces

Tuesday 7 May 2024 | Actualizado a 00:07 AM

La A de atigrada

/ 19 de junio de 2022 / 00:23

Hace siete días, los tigres supimos lo que es pasar del cielo al infierno. Más todavía los amantes de la Entrada del Gran Poder porque de esa fiesta pasamos a ese clásico de final con Bolívar que nos martilló sin piedad el corazón. A continuación, las bandas de la alegría que precedieron los tres goles funestos.

Once de la mañana. Ingreso a la Entrada del invencible universo cholo paceño. El marcador estaría cero a cero hasta el día siguiente así que solo quedaba llenarse los ojos de color y lujo, reventarse el pecho entre bombos y trombones, sostener la alegría con pasank’alla y cerveza, dejarse envolver por el sol y las sonrisas morenas.

Nos recibe la banda Poopó. Cascos mineros dorados con sonido de platillos. Les aplauden al frente los pasantes, elegantísimos. Carruajes de oro en las orejas, oro hecho carruaje con ventanas de perlas en el sombrero. Salteña de rigor, ya llegaron los Waka Thuqhuri. Cada vez entiendo mejor la pasión de mi abuela por esta alegría irónica que hace bailar a los toreros, empuja el balanceo de las mil polleras encendidas de la resistencia de este pueblo poderoso, pone ritmo a los toros que vencen la muerte y el colonialismo. Aja ja ja, qué risa que me da, la pinta que te gastas, ni bola que te doy. Salteña fría por evaluar caporales, por mirar piernas coquetas. El doble de entusiasmo cuando llegan Los Negritos: la esclavitud y la tortura hecha danza. ¡Pam pa pa pa pam, pa pa pa pam, pa pa pa pam! ¡Morir antes que esclavos vivir! Todo pasa frente a ese pequeño Señor del Gran Poder que mira extasiado (y bien acompañado por ella) desde la mesa de los pasantes. Se han vestido de azul y dorado, bordado el escudo de Bolivia lucen ambos. Lo miran, lo escuchan y lo bendicen todo. Ojo cerrado, te he querido, sin pensar mil veces, me voy a mi suerte

Al día siguiente tocó cantar la otra parte de la misma morenada: el amor es ciego, así es la vida, pase lo que pase, sin llorar corazón. Claro que en la mañana no imaginábamos el desastre. Subimos las escaleras del estadio con todo palpitando. De pronto se abre imponente el gran cuadro: no hay lugar para un alfiler más. Ahí están ellos. Y aquí estamos nosotros. Eufóricos todos. Se entona el himno nacional para recordarnos que al final del día e incluso al final de esta final somos todos bolivianos (y todos mestizos). Hoy lo recuerdo como parte de la receta para curar las tres heridas en mi cuerpo oro y negro. Sí, ganaron. Ganaron bien. Superiores en todo: más presencia celeste, más volumen, más papeles blancos, más humo, más presión, más velocidad, más serenidad y sobre todo, más goles. Disfrutamos los primeros 17 segundos, más nada. En el segundo 18, Wayar se come mi alegría y saltan las almas bolivaristas con el gol que abolla todo. Delante de mí protesta un chango, un papá chango. Lo sé porque tiene sobre sus piernas a su pequeño de, adivino, tres años. El papá, a duras penas, puede llegar a los 30. La bronca de este primer gol no impide la primera tarea de la tarde: proteger al pequeño tigre con una abrigada gorra de lana. El gol celeste trajo el frío. Y en lugar de hacer algo bueno, la infracción de Chura nos conduce al matadero: segundo gol, carajo. A alentar mientras quede vida. Aprovecha los segundos de calma el papá para sacar de su bolsillo un sándwich en pan de molde finamente partido en dos; el tigrito no perdió el apetito. En la cancha los nuestros no saben qué hacer con la pelota y este chango suelta unos ajos pero sobre todo unas cebollas que no hacen mella en el pequeño. En el minuto 37 saca una cajita de jugo de manzana para rematar la merienda de jamón y queso. Me dio hambre pero tengo la boca completamente seca y unas ganas de llorar aplastantes.

Segundo tiempo. Los milagros existen y como siempre me dice mi papá, en el último minuto se puede meter gol. Vuelve la pesadilla de los desaciertos sin garra. El Tigre no está en la cancha. Sale Wayar. “¿Para eso corres, no?” le grita mi vecino. Asiento con la cabeza y me sale la única sonrisa desde el segundo 18. Todos buscamos al joven del café; solo tomaré un trago corto, para castigar a mi equipo del alma. El joven papá renueva insultos que no puedo reproducir en este confesionario pero seguro escucharon allí abajo. El tigrito no se aburre porque le pusieron dibujitos en su celular. ¡Cómo conoce el timing de su heredero! Me acuerdo de buscar mis guantes en la mochila y… gooooooool… El gol de la verdadera derrota. No hay nada más por hacer. Cambio los guantes por los ajos y los lanzo al viento. Lo que el viento se llevó: mi esperanza, mis ganas de abrazarme al felino. Miro desconsolada al pequeño que se deja besar en los brazos de su padre y reencuentro mi esperanza. Ustedes ganaron, y de lejos, pero solo en este pelaje atigrado puede concentrarse tanta ternura paterna y tanto sentimiento. Con ternura y sentimiento caminaremos hacia el próximo partido, después de lamernos esta profunda herida.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.

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De Thalía al sultán Suleimán

/ 5 de mayo de 2024 / 00:44

La columnista de LA RAZÓN y cineasta Verónica Córdova, en uno de los diálogos en el programa Piedra, papel y tinta, nos recordó lo poco que leemos hoy en las sociedades con una sencilla doble pregunta: ¿cuántos libros leíste en el último mes y cuántas películas o series viste sólo este fin de semana? No se vayan, que no lloraré en esta columna lamentando que las nuevas generaciones estén perdiendo irremediablemente el contacto con el libro mientras esta A también puede ser justamente acusada de leer cada vez menos libros de papel. Mejor ahorrar a los amables lectores esa posición cínica y recostarnos sobre el diván de las confesiones. Confieso que me vi toda la telenovela argentina Rosa de lejos en plena dictadura, confieso que más tarde vi la novela brasileña O bem amado, confieso que vi la mexicana Esmeralda, confieso que me considero una experta de la serie La Familia Ingalls. Y confieso, sobre todo, que las disfruté y que las volvería a ver. Confieso, finalmente, que muero por escribir este domingo sobre las telenovelas turcas. ¡Qué bomba! Un verdadero fenómeno global por lo menos en la última década. Los turcos han lanzado un efectivo anzuelo que nos tiene atrapados en tres grandes redes: la cultural, la económica y la narrativa.

Ya es imposible no advertir con sana envidia el gran impacto en la percepción que el mundo tiene actualmente de Turquía. Este fenómeno va más allá de las coordenadas políticas. Estamos siendo testigos de la fuerza y eficacia de las novelas y series turcas. Marca país. Presencia transversal en nuestro continente y otras regiones del mundo de estos productos narrativos que recuperan historias de todos los tiempos comenzando o terminando siempre cerca de la vieja Constantinopla, capital del mundo. Mi mamá, que nunca fue novelera, terminó enamorada irremediablemente del sultán Suleimán. Así, las telenovelas turcas nos han devuelto a los grandes relatos históricos con la misma habilidad con la que nos atan frente a la pantalla cuando nos cuentan los dramas familiares de este siglo, los amores prohibidos, las tramas que ponen en el centro los difíciles encuentros entre tradición y modernidad.

En una línea paralela a esta notable incursión en la gran agenda mediática, los turcos han gatillado un significativo interés turístico centrado en Estambul que nos remite a la dimensión económica de un país que ya inaugura medios en español, por ejemplo. En esta tierra de mezquitas, las telenovelas y series son el resultado del montaje de una inmensa estructura de producción que está dejando significativos y crecientes ingresos económicos y de esta manera convirtiendo a Turquía en el segundo exportador de estos contenidos sólo después de Estados Unidos. No se trata apenas de dinero, amigas y amigos. Mediante estos puntos de contacto con otras culturas, estos relatos tan turcos logran articular ejes de influencia sobre sus enormes audiencias en el mundo. Atraviesan diversos puentes culturales con imantados personajes y endulzadas historias, en atrevidos dramas que nos hacen pensar y hablar sobre la historia de uno de los ombligos del mundo, sobre dilemas éticos, sobre las normas sociales, sobre las tradiciones, sobre las desigualdades entre mujeres y hombres…

Entre amores imposibles y dilemas de un sultán, Turquía se juega su imagen mientras mira crecer sus cifras comerciales, mientras ve desembarcar las recientes inversiones. Se ha convertido en una eficaz maquinaria productora de entretenimiento y, claro, de imaginarios sociales. Tiene entre sus manos, por lo tanto, los más eficaces insumos para patinar con soltura y triples saltos sobre la pista de la diplomacia cultural que es una verdadera diplomacia de los pueblos. Ya está de pie el puente donde mundos diferentes se encuentran en las modernas pantallas, se miran en el espejo, se reconocen, se acercan venciendo la distancia de las lenguas. Todo está servido: paisajes perfectos, gastronomía exótica, estéticas milenarias, todo empaquetado en el mejor papel de regalo: tramas familiares, historias de amor, cuestiones de honor, viejas y nuevas formas de traición. La conexión emocional ya está garantizada. Señoras y señores, Turquía se las trae.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.  

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La nube y el deseo

/ 21 de abril de 2024 / 00:13

Si esta A no estuviera tan anclada en los contenidos periodísticos, ¿tendría la misma sensación de incertidumbre, de crisis, de pesimismo? ¿Un arquitecto que diseña un moderno edificio o una comerciante que vende jugo de mandarina compartirán estas percepciones nubladas de lo que el país y el mundo que lo sostiene presentan a estas alturas del año? Para salir de estos interrogantes viene bien dar un vistazo a algunas cifras. Hace no muchos días salió la última actualización del Informe Delphi, un estudio con liderazgos de todo el territorio que deja un retrato de país que puede cambiar.

Uno de los datos más llamativos es justo ése que confirma la percepción con la que arrancamos esta columna: cerca del 81% de los consultados sobre el rumbo del país cree que vamos por mal camino, el dato más negativo desde el 2020. Un porcentaje sobre el que se sostienen otros datos que dan un entramado de preocupaciones. Repasemos algunos insumos generales. Se cree que la situación política del país es mala, 45%; regular, 30%; muy mala, 19%; buena, 5%. Detrás de estas cifras tiene que estar la división dentro de las principales fuerzas políticas, la agresión, la mezquindad y la falta de propuestas a la altura de las circunstancias del momento boliviano.

En cuanto a la situación económica, los interrogados creen que es mala en un 37%; regular, en un 35%; muy mala, en un 21%; buena, en un 5%. Percepciones que están articuladas seguramente en las informaciones (o la falta de ellas) sobre los movimientos de la macroeconomía y de manera más sensible, lo que los individuos sienten día a día en los precios del café o del tomate, en la escasez de los dólares, en la falta de clientes, en el atraso de su salario, en la fluidez de los negocios individuales o familiares. Este termómetro tiene, lamentablemente (porque no es del todo justo), un peso determinante en las lecturas de los marcos ideológicos, en los ciclos políticos de un país o de una región logrando llevarnos a abrazar propuestas electorales radicales que ya acumularon un historial de más pobreza y desigualdad. Pero en la percepción manda el bolsillo y la angustia por el horizonte de lo que se trabajó y se acumuló con esfuerzo.

La cereza de los datos precedentes es que se ha instalado la percepción de que el futuro no va a poner estos porcentajes en rutas inversas. Si nos vamos a anteriores mediciones, la gestión de la economía boliviana permeaba mejor las percepciones pesimistas pese a las ya adultas crisis en la política. Hoy, lo predominante es que la cosa está mal y que puede empeorar pese al notable control de la inflación, pieza clave en los comportamientos de las sociedades.

El termómetro boliviano parece marcar, por otro lado, una alta preocupación por la conflictividad en el país. La polarización no duerme, se alimenta de odios e intolerancia. Hay que decir, al mismo tiempo, que dos tercios creen que al final del camino podremos resolver estas diferencias pacíficamente y no en un enfrentamiento violento. En medio de estos porcentajes está la confianza, un valor en la economía. Como el amor en la estabilidad de nuestras relaciones nucleares. Si la gente confía, la economía se aceita.

Esta A confía esencialmente en la gente. Hace pocos días, el centro de la sede de gobierno volvió a cerrar principales arterias debido a bloqueos de trabajadores municipales que decidieron que sus reclamos van a poner el tablero complicado al Negrito, el alcalde. Así, El Prado presentaba, en su punta, unas enormes pancartas y objetos de bloqueo mientras que su largo cuerpo de calzada y acera florecía de gente. ¿De dónde sale tanta gente? La luz del día iba cediendo a una fresca noche paceña anunciada en las calientes pipocas del carrito empujado por la joven vendedora que alterna entre la sal y el cobro por cada bolsita. Más adentro, la venta de camperas, de camisas. Los grupos de amigos, riendo de cualquier cosa, con sus papas bañadas en salsa. En plena calle, los autos han sido cambiados por zapatillas a 80 o 60 bolivianos; todos los números disponibles. Un paraíso de llaveros coloridos a 5 pesos. Los perros de la noche, con dueño o callejeros, sellando con sus patas el encanto de este tiempo de la risa, de la venta, del antojo, del paseo sin prisa, del deseo de una Bolivia que quiere vender más, comprar más, encontrarse más, confrontarse menos, cruzarse en las calles, darse un beso inesperado.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.

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183 pedazos

/ 7 de abril de 2024 / 04:18

Esta semana hubo un encuentro para comentar los resultados de la última encuesta de “Unámonos”. Se trata de una iniciativa desprendida de la preocupación por el impacto de los conflictos y la violencia política en los bolivianos. La idea de partida es que nuestras polarizaciones crónicas están lastimando el tejido social. Es un proyecto financiado por Alemania a través de sus fundaciones Friedrich Ebert y Konrad Adenauer.

El documento en cuestión pone sobre la mesa de debate la salud de la democracia y la salud mental de la sociedad boliviana asumiendo que la polarización política es un factor compartido en gran parte de las sociedades actuales. Un denominador común que se alimenta de desigualdad, desconfianza y desinformación. La pesadilla perfecta.

Ana Lucía Velasco escribe en su introducción a este documento que hay algo inflamado, adolorido (no se puede reponer lo roto, sí se puede aliviar lo que duele, cree esta A lastimada y adolorida). Propone mirar el impacto de la polarización en la salud mental de la sociedad. Interesante, novedoso en nuestro contexto y bastante debatido por quienes fuimos invitados a comentar la encuesta. Ésta habla de “correlaciones positivas y altamente confiables entre salud mental y niveles de polarización política, agravadas además por una importante brecha entre oriente y occidente”. Lo último apunta a que, en función del lugar boliviano donde nos encontremos, la “experiencia de país” varía significativamente. ¡Vaya hipótesis de lectura!

Una de las columnas vertebrales de este estudio reposa en la idea de que la polarización boliviana no está tan basada en diferencias ideológicas como en posturas netamente políticas. O sea, “la política por la política y no las diferencias de pensamiento”. Desafiante idea que pide, a coro, doble o triple verificación.

En los resultados concretos, vale la pena subrayar un par de cifras: a un 52% de la gente le cuesta hablar con un “otro”; un 41% cree que no puede expresar libremente su descontento con los partidos políticos; entre el 2022 y el 2023, la cifra de los polarizados bajó en un punto porcentual; entre el 2022 y el 2023, la cifra de los “altamente polarizados” bajó en cinco puntos porcentuales; a finales del 2022, el 70% de la población estaba polarizada y el 2023, esta cifra bajó a 64%. Y la cereza: un 22,25% ha cortado lazos con familiares, amigos o colegas por su postura política sobre la crisis del 2019.

Es lógico que la polarización baje el volumen, no se puede estar enojado tanto tiempo, pero no por ello debemos olvidar que, como ratifica este estudio, mientras más polarizados estemos, menos motivación sentimos para trabajar por un mejor país. La polarización libera pesimismo, desaliento; la polarización perfora la comunidad. Las energías negativas transitan todavía por las venas nuestras y hoy explican que un 64,5% (nada menos) de los bolivianos tenga miedo a que la confrontación nos lleve a lamentar muertos y heridos, lo que le pone el sello indiscutible de que la agresión verbal, las violencias, las confrontaciones, las heridas de bates, de palos, de piedras o de balas, las muertes, la discriminación, la intolerancia o simplemente el racismo, siguen nutriendo los ríos de sangre que nos separan. Son ríos que no nos dejan cruzar al frente, son ríos que nos pueden llevar por delante.

El informe termina puntualizando que los bolivianos no somos tan diferentes como pensamos, sucede que no nos conocemos. También insiste en que dependiendo del departamento donde uno radica, se experimentan diferentes temperaturas de polarización. Finalmente, ratifica que sí existe una relación entre estar polarizado y presentar síntomas más o menos preocupantes en nuestra salud mental. Y sí, cómo no tomar en serio las palabras del periodista español Antonio Martínez Ron cuando describe: “La polarización política afecta a tus niveles de atención, a tu memoria y atiza tus emociones generando una espiral que nubla la razón. También puede provocar consecuencias físicas: ansiedad, trastornos del sueño y hasta taquicardias”.

La foto de una mujer sosteniendo el cuerpo ensangrentado de su pequeño en medio de las bombas y la destrucción también impacta en nuestro cerebro, también hace tambalear los pilares de nuestras creencias, también dinamita nuestras ilusiones, también abre las puertas de la desesperanza y nos rompe en 183 pedazos el corazón. Son los 183 días de la pesadilla en Gaza.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista. 

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La A de Anaís

/ 24 de marzo de 2024 / 01:33

No hay columna honesta si esta A no comienza admitiendo que en casa no hubo gran expectativa por el día del Censo. Ni siquiera fue un tema a comentarse en la cena, nuestro congreso en la cocina cada final de jornada. Solo se tenía en mente y en agenda que no se salía en todo el día. El único cabo suelto: ¿podremos sacar a Frida y Diego a que hagan pis?

Así, en medio del tra la la del trabajo, del colegio, de las tareas, de los trámites pendientes, de los quehaceres que siempre están haciendo fila en la mente, llegamos al sábado 23 de marzo. Dormiremos como reyes. Nada, señoritos, hay lecciones por preparar, textos por escribir, páginas por revisar, llamadas por hacer… Por suerte nos pusimos en ruta antes de las ocho porque nuestra censista llegó sobre las nueve de la mañana. Mi vecino en el edificio nos informa que el equipo del Censo llegó y que comenzará por el último piso. Fue solo en ese momento que nos entró en la mente la verdadera dimensión del Censo. Es verdad, esto es serio, están aquí.

Comenzamos todos a correr de aquí para allá. Llegaba la visita. Y así, el Estado tocó a nuestra puerta. El Estado era una joven boliviana, alta, delgada, universitaria de 22 años (eso me chismeó mi vecina), cabello negro bien sujetado en una cola, lindos ojos obscuros, poco maquillaje. Muy amable, diría dulce, se identificó e inmediatamente la invitamos a nuestra sala. Nosotros mirábamos su chaqueta negra, su jean y sus zapatillas blancas mientras Anaís ponía en orden sus documentos, con lápiz en mano, comenzó el cuestionario.

Cuando hubo que determinar quién es jefe de hogar, ella fue testigo de miradas cruzándose sin semáforo. Comenzamos. Gracias a la seriedad y amabilidad de la joven terminamos antes de lo que imaginamos. Se disculpó de no aceptar ni el jugo ni el café que le ofrecimos. Cuenta mi vecina que ya en el piso dos dio luz verde a una gelatina de color con plátano.

Llenado el cuestionario, cerramos la puerta después de dar las gracias y despedirnos. Y entonces el Censo tuvo una primera evaluación en mi pequeña comunidad. Qué afable, qué seria, qué bien hizo su trabajo Anaís. Comenzamos a imaginar entonces todo lo que se puede hacer con esa enorme estadística pronto a disposición. Cuántos somos, cómo vivimos y cómo nos reorganizamos en políticas públicas y en asignación de recursos. Sólo en ese momento se hizo de carne y hueso el operativo más grande de nuestra historia. Sólo en ese momento pensamos, de verdad que, como Bolivia, nos estamos mirando al espejo.

Un día de encierro entre nuestras paredes precedido de un día en el que se despliega una de nuestras innegables características como sociedad: correr a los mercados, armar filas kilométricas en los supermercados, hacer la lista mental de lo que nos puede faltar durante 24 horas sin salir, sobre todo sin comprar. ¿Y heladitos para el postre? A correr a la tienda, que todavía está abierta.

Esa mañana se fue Anaís con su mochila rosada y plomo, con su cabello negro bien recogido y su buena educación. Y pasaron las horas restantes entre nosotros, los habitantes del mejor lugar del mundo. Solo entre nosotros. Como en otros momentos de la historia última de nuestro país. La gran y esperanzadora diferencia es que este sábado nos quedamos en casa no porque una inconmovible pandemia nos puso contra la pared, llevándose a los nuestros, o encerrándolos y atemorizándolos hasta debilitarlos en su más íntima esencia como hizo ella con mi papá. Nos quedamos en casa no porque el país se está partiendo entre quienes creen que hubo fraude en las elecciones y quienes denuncian un golpe, todos alrededor de la gran fogata del odio y la desconfianza, todos testigos de las muertes de nuestros compatriotas. Nos quedamos adentro no porque temíamos que ese enemigo que construimos se entre a nuestra casa o a nuestro edificio para agredirnos, para violentarnos, para incendiarlo todo. Nos quedamos en casa para esperar a Anaís y ofrecerle un jugo o un café. Nos quedamos en casa para encontrarnos con ese otro que también posee en sus manos este país. Nos quedamos en casa para comunicarnos de alguna manera con quienes viven arriba, abajo, al lado, al frente y descubrirnos parte de una comunidad. Nos quedamos en casa para volver al núcleo de los más cercanos en absoluta tranquilidad y sentirnos acompañados, abrigados, en paz. Responder a las preguntas de Anaís, fue, para los míos, tomar conciencia de la infinita fortuna de vivir juntos, de estar sanos, en la tranquilidad de contar con un techo, en la alegría de contar con un trabajo, en el milagro de compartir pan en la mesa. El mundo se detuvo para reencontrarnos.

 Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista. 

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La toma de la Bastilla

/ 10 de marzo de 2024 / 00:35

Este 8 de marzo las mujeres tomaron nuevamente la Bastilla. La libertad garantizada de abortar será inscrita en la Constitución después de que el Congreso extraordinario de las dos Cámaras tomara una decisión histórica: 780 legisladores reformaron el texto constitucional en el Palacio de Versailles, a la izquierda, bien a la izquierda de París. Así, en medio de aplausos y silenciosas lágrimas de mujeres, Francia se convierte en el primer país del mundo en gritar este derecho hoy constitucional. Es el resultado de décadas de batallas feministas que recuerdan el carácter revolucionario francés.

Ancianas y jóvenes que salieron a las calles a festejar esta nueva revolución repitieron frente a los micrófonos de los medios que se pateó la puerta de la Constitución después de alarmas que sonaron en otros puntos del planeta como en Estados Unidos, donde la decisión de la Corte Suprema en 2022 de dejar de reconocer el aborto como un derecho a nivel federal abrió nuevamente la noche para mujeres que arriesgan su vida en la práctica de abortos clandestinos. No es el único retroceso de estos últimos tiempos. Miren, chicas, al despeinado libertario Javier Milei. Mírenlo, mírenlo. Y escúchenlo también: se declaró, por enésima vez, opuesto al aborto en Argentina, justo dos días antes del Día Internacional de la Mujer. El ultraliberal lo dijo alto y claro delante de estudiantes del colegio Cardenal Copello: “el aborto es un asesinato agravado por el vínculo”. Calificó de asesinos de pañuelos verdes a quienes apoyaron la interrupción del embarazo en Argentina hasta la semana 14 de gestación hace apenas unos meses. Y no es todo. El despeinado también ha prohibido el lenguaje inclusivo y otras políticas referentes a la perspectiva de género en todo el aparato público nacional. Le dijo “¡fueraaaaa…!” a la letra e; le dijo “’¡fueraaaaa…!” a palabras como “todes”. Nada de arroba, nada de x, nada de “soldada” ni de “presidenta”, nada de Ministerio de las Mujeres, nada de continuar con la despenalización del aborto en la tierra de Borges, nada de nada… ¡Viva la libertad de prohibir, carajo! Como si las urgencias económicas a las que tiene que hacer frente Argentina pasaran por una letra.

Estas políticas que apuntan a la igualdad entre hombres y mujeres o entre mestizos e indígenas o entre nacionales e inmigrantes no dejan dormir a los inquilinos del poder en Estados Unidos, en Argentina o en cualquier país donde la gente los haya votado. Son poderes puestos por una votación popular, ciertamente. Y eso es democracia. Pero también implica un triste retroceso en acciones igualitarias y democráticas.

Creer en la lucha contra la discriminación de indígenas o afros debería ir de la mano de las reivindicaciones de las mujeres. Creer en la dignidad del ser humano no puede divorciarse de la bronca cuando se recuerda que más de cuatro millones de niñas corren el riesgo de ser sometidas a mutilación genital; que hay lugares donde ellas no pueden tener bienes y otros donde se permite que el hombre viole a su esposa; o que habrá igualdad jurídica total para las mujeres dentro de 300 años.

Mientras la Presidenta de la Aduana Nacional cuente que cuando asiste a una reunión con un asesor, su interlocutor la puentea con la mirada para solo dirigirse al varón que está a su lado; mientras la Embajadora de Francia cuente que muchos asumen que el Embajador es su adjunto solo por el hecho de ser hombre o cuando el administrador de mi edificio maltrate a mi vecina por ser una mujer de la tercera edad, no dormiré tranquila. Ni callaré. Ni me cruzaré de brazos. Tomaré la Bastilla con quien quiera acompañarme.

 Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.

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