Jorge Ortiz, a contracorriente
Jorge Ortiz, actor y poeta
El actor y poeta tiene más de 60 poemarios inéditos. Viene de actuar en ‘La reina del sur’. Colecciona aguayos y ha comenzado a tocar trompeta
Jorge Ortiz es actor y poeta. No tiene celular, no tiene televisión por cable, no tiene computadora ni correo electrónico. No es que no entienda la tecnología sino que la tecnología no le entiende a él. Escribe a mano, con lápiz en papel sábana rayado y luego pasa todo a limpio en una vieja máquina de escribir turquesa de fabricación rumana. Si alguien quiere contactarlo, tiene un número fijo en casa. Hasta hace poco tenía un teléfono de discar. No usa ni siquiera tajador, prefiere afilar a punta de navaja. Colecciona aguayos, desde ponchos hasta tejidos pasando por “taris” y “lluchus” (de éstos tiene más de 120 diferentes).
Dejó de fumar y beber alcohol el día que cumplió 50 años. Hoy sus pulmones, tras fumar dos cajetillas al día, lucen como nuevos y su salud está mejor que nunca, incluso ha abandonado aquel bastón. Su cuerpo está completamente tatuado, es la historia de su vida. “Es la necesidad de comunicar algo que está muy dentro de mí, no es para mostrar, tengo 72 palabras en griego, 20 misterios de la ofrenda/mesa para la Pachamama, seis símbolos japoneses y muchas más figuras, ya no me queda casi espacio en mi cuerpo”.
Quisiera haber nacido en otra época, a finales del siglo XIX o principios del pasado siglo “porque era todo más humano y menos competitivo, porque el tiempo útil de vida era más disfrutable, menos degradante”. Arregla cosas con las manos y le gustaría haber inventado algo, como el telégrafo, el candil o la lámpara a petróleo, por ejemplo.
Tiene más de 60 poemarios inéditos, dos o tres guiones guardados en un cajón y carga a sus espaldas con una fama —inmerecida— de persona/personaje problemático (y febril), de inaccesible; por exigir lo justo ante el silencio cobarde de los demás. Jorge camina lento y a contracorriente en este mundo acelerado. Por las tardes toca la trompeta porque su sonido relaja y lo lleva a otro lugar. Antes se veía con los amigos en los boliches; ahora, en las farmacias.
Jorge Ortiz Sánchez empieza tarde haciendo teatro. Después de estudiar arquitectura en la UMSA, entra a trabajar al CBA (Centro Boliviano Americano) donde está a cargo de la coordinación del programa cultural y la sala de exposiciones. Un día, al director Michael Donahue le falta un actor y ahí arranca todo. Su primer papel protagonista lo logra en Woyzeck del alemán Georg Büchner.
Ortiz Sánchez nace en Tarija el 26 de octubre de 1956, es un escorpio con una imaginación, fuerza de voluntad y una potencia/energía emocional única. Con cuatro años su familia se traslada a La Paz por cuestiones de trabajo. Su abuela Clotilde que vivió en el castillo de La Glorieta en Sucre le enseña a leer y escribir. Estudia en el colegio San Calixto donde tiene las peores notas de todos y luego parte a la Capital para estudiar en el Liceo Militar de Sucre durante dos años y medio. “Había que cambiar de medio, el ambiente estaba feo”, dice el actor/poeta. Son los años setenta y gobierna de facto un señor apellidado Banzer Suárez. Cuando vuelve a Chuquiago, entra al Domingo Savio. “He probado militares y curas y salí anticlerical aunque me gustan las iglesias, no hay nada más tranquilo, sosegado y fresquito que entrar a la iglesia de San Francisco una tarde de calor”.
El chango Ortiz quiere estudiar pintura pero los padres nunca cambian: “te vas a morir de hambre”. Cuando esta frase suena en la mente de un estudiante con inquietudes artísticas, el atajo se llama siempre: Arquitectura. Ahí van a parar los y las que luego serán actores/actrices, pintores, cineastas, teatreros, artistas, tatuadores.
Antes, en 1976, año sabático, Jorge hace de todo: encuestas en la cárcel, empedrados en su barrio de Sopocachi, ayudante de mecánico en Hansa… Cuando llega a la carrera de Arquitectura, va a odiar las matemáticas. Hasta hoy. “Soy de la última generación que trabajó codo con codo con Juan Carlos Calderón junto a Carlos Adriázola, Carlos Ramírez, Mario Torrico, Gonzalo Maldonado”. De aquellos años, Ortiz recuerda las exposiciones locas de pintura en el patio. Y las lecciones que aprendió del extrañado Robertito Valcárcel. “Fue un genio, te podía hablar durante horas de arte y filosofía, era el summum y tenía mucho humor”.
En los años 80, después de aquel debut en el teatro del CBA, conoce a Guido Arce y entra al elenco del Pequeño Teatro de la calle Murillo en 1984. Las obras de aquella década y las de los noventa, efímeras como todas, han quedado hoy en el olvido: Ojos de perro azul con Omar Fuertes y Cindy Morales; Los reyes (texto de Julio Cortázar) con Virna Rivero y Ortiz haciendo de “monstruo”; La presa de Miguel Medina Vicario junto a David Mondacca; Alguien desordena estas rosas (un monólogo basado en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez); El cofre de selenio (texto de Luis Ramiro Beltrán y dirección de Maritza Wilde) junto a “Pitín” Gómez y David Mondacca; Las troyanas (dirección de Tota Arce y vestuario de “Morita” Ibáñez junto a Norma Merlo, Sergio Ríos Hennings e Isabel del Granado; y otros monólogos como Estrategia para dos jamones de Raymond Cousse, El río de Julio Cortázar (una sola función) y Macario de Juan Rulfo.
De todas, Jorge Ortiz tiene gratos recuerdos de dos obras basadas en textos del inolvidable/querido Víctor Hugo Viscarra: Anoche… en un putero y El corredor de la catedral. El primero solo tuvo una función (Teatro de Cámara del Municipal) y el segundo, un par de representaciones en Cochabamba con la presencia “in situ” del mismísimo Viscarrita en el escenario, llorando ante los aplausos y el homenaje del público cochala. Anoche… en un putero es el espectáculo de su vida. Ortiz —desnudo— coloca una silla y una botella de agua, da la espalda al público. Borracho está pero se acuerda de vestirse poco a poco mientras las señoras de la primera fila no saben dónde mirar. Al editor de Viscarra, Manuel Vargas, tampoco le gustó.
LA GRÁFICA
—¿Quién es el mejor director de teatro y el mejor actor con los que has trabajado?
—Pepetus Aramayo ha sido el mejor director por su manera de laburar, amena, seria, divertida. Con él tenías que ensayar duro y parejo, full disciplina. No había feriados, el compromiso era altamente exigente y todos hacíamos de todo, desde buscar en la basura para reciclar algo para el vestuario o decorado hasta poner plata. Acepta tus sugerencias y opciones mientras éstas funcionen. Él me enseñó a aprender. Con Pepe actuamos en un espacio llamado Microclima de Jenny Cárdenas en el Montículo con una obra llamada Decir sí de la argentina Griselda Gambaro, un juego de poder entre un peluquero y un cliente. Fundamos el Café con malicia, la ‘malicia’ era una tapita de singani. Otro director es Guido Arce por su gran capacidad para cautivar, para seducir, te metía en el proceso sin darte cuenta. De los actores y actrices, me quedo con Raúl, el ‘Conejo’, Beltrán, es mi compadre, siento pena por no haber trabajado más con él, me acuerdo de una obra que hicimos de Juan Claudio Lechín, 1491, los cóndores en España.
Del teatro al cine, solo hay un pasito. Su amigo arquitecto Mario Torrico está haciendo la escenografía para una película de Sanjinés. Jorge terminará, después de varias idas y venidas, haciendo del personaje de Pedro Berrón. Tras semejante debut cinematográfico llegarán otras películas con los más grandes del cine boliviano: Cuestión de fe de Marcos Loayza, El día que murió el silencio y El atraco de Paolo Agazzi, American Visa de Juan Carlos Valdivia y Los Andes no creen en Dios de Antonio Eguino. También participa en películas en el extranjero como Amigo mío (filme argentino/alemán de Meerapfel y Chiessa); La cacería del nazi del francés Laurent Jaoui; También la lluvia de Icíar Bollaín; y Olvidados del mexicano Carlos Bolado. Trabaja también, entre otros, con Rodrigo Bellott, Diego Torres, Jac Ávila, Adán Saravia, Guillermo “Gordo” Aguirre, Thomas Kronthaler, Anna Kalashikova, Fernando Vargas, Davide Sordella y Mela Márquez.
En la televisión debuta con “Radio Pasión” de Marcos Loayza en 1993 para luego actuar en Fuego cruzado (1995) de Rodrigo Ayala, en Historias del vecino y Tres de nosotras del recordado Fernando Aguilar y hace poco en La entrega de Gory Patiño y La reina del sur.
Con casi todos los directores, Jorge Ortiz ha tenido problemas a la hora de cobrar sus honorarios. Dice que no le han cerrado puertas por eso, “yo me las he cerrado”. Incluso casi se pone en huelga de hambre para cobrar el salario no pagado de una de sus películas más famosas. “Cuando me llaman para actuar, pongo mis condiciones, negociamos, he colaborado en más de cien cortos de estudiantes, pero ya no soy el tonto útil, exijo respeto porque yo también respeto”.
Jorge Ortiz cree en el trabajo y en la disciplina. Llega siempre diez minutos antes; da igual si se trata de un ensayo, un rodaje o una cita. Cuando quedamos frente a la iglesia de San Miguel en Calacoto cerca de su casa en Los Pinos, compruebo que efectivamente es así. Ortiz es un asiduo de la Cinemateca Boliviana donde no se pierde un estreno de cine nacional. Entra por el garaje y se va camuflado porque no quiere que le pregunten su opinión. De los últimos filmes, rescata a duras penas a Rojo, amarillo, verde, la trilogía de 2009 de las tres B: Bastani, Boulocq, Bellott. “Soy un mal espectador”. Ha dado talleres de dirección de actores y actuación en cine en la ECA y ha diseñado el taller de técnicas para cine y televisión “El ser imaginario”. Ha pasado clases con el cubano Humberto Solas, el brasileño Chico D’Assis, la española Assumpta Serna y el escocés Scott Cleverdon.
Lleva mucho tiempo, demasiado para mi gusto, sin hacer teatro. La última obra donde pudimos ver a Jorge fue en Di cosas bien de Eduardo Calla en 2006 junto a Patricia García, Marcelo Sosa, Mariana Vargas y Roberto Barbery. Cuando insisto en la necesidad de su retorno a los escenarios, lanza una de sus frases lapidarias: “sería como dar margaritas a los chanchos”.
Entonces cambiamos de tema y hablamos de fútbol. Ortiz es hincha del club Bolívar por su padre —Jorge Ortiz Reynolds, sobrino/nieto de don Gregorio, el gran poeta modernista— y porque a dos cuadras de su casa vivía nada más y nada menos que el “Maestro” Ugarte. “Cerca de donde hoy está la Red Uno había una canchita, nos juntábamos los chicos del barrio y con poleras de Boca Juniors armamos un equipo, Boca de Sopocachi. Los sábados por la tarde escuchábamos por radios argentinas los partidos de Boquita. En el barrio nos entrenaba Víctor Agustín Ugarte. Yo jugaba de back, ambidiestro”.
La poesía es su pasión clandestina desde la secundaria, “es un acto de purificación, me sirve para exorcizar mis benditos pecados capitales, mis culpas, mis dolores, para conjurar mis fantasmas perseguidos, no necesito expiar ni lavar mi conciencia sino que es una manera de sentirme bien conmigo mismo”. Vive su temperatura a través de los poemas, que no son espejos que no son bitácoras, son casi un listado de sus comportamientos, son su paisaje.
Sus poetas favoritos siguen siendo Huidobro, Vallejo, Lezama Lima, Carpentier, los clásicos franceses y mexicanos, Whitman y entre los bolivianos: Quino, Campero, “Zeque” Rosso y Juanito Conitzer. Dice su colega Juan Carlos Ramiro Quiroga que hay poetas que escriben con palabras, otros con líneas y algunos —como Jorge— con el silencio. “Ortiz ha ideado su propia estrofa: escribe poesía desde la intermitencia de los adverbios y verbos castellanos. Sin disciplina pero con insistencia; sin claridad pero con insistencia; sin orden pero con la fuerza de las palabras”, dice en el prólogo del poemario Autorretrato acodado, su tercero y último libro de poemas publicado (Plural editores, 2006). Los dos anteriores se llaman: El agua cóncava del ciego (1991) y La vida (edición artesanal, 1999, un texto libre para Teatro Grito).
Los otros, los inéditos, esperan por un buen editor/antologador, incluso los publicados en los ochenta/noventa en la revista Siesta Nacional de Marcela Gutiérrez y Jorge Campero. “Durante la pandemia me he sentido realmente productivo, he reescrito y escrito poesía como nunca”.
De su obra prosa/poética, el evocado Fernando Lozada, en una lectura “avesolera”, dijo: “la profusa producción poética de Jorge Ortiz muestra una cualidad extraña, una exuberante y caudalosa producción de imágenes y conceptos que nos recuerda la prosa de Lezama Lima o la lucidez delirante de un monólogo”. El último libro que ha comprado —en su librería favorita, Yachaywasi— es Vocabulario aymara del parto de Denise Arnold y Juan de Dios Yapita. “Es un poema, te hace entender la gestación como una siembra en la misma tierra, tiene dos mil palabras en aymara, es maravilloso”. Lo dicho, Jorge Ortiz es un salmón que remonta el río a contracorriente en un viaje de regreso hacia otro tiempo, hacia otro lugar (tal vez a principios del siglo pasado), hacia los territorios de una vieja canción con trompeta.