Masacres en los Andes
La equivalencia territorial y cultural de la sierra peruana es el altiplano boliviano. Sus habitantes aymaras y quechuas no solamente forman parte de un mismo espacio territorial: los Andes, sino un mismo espacio étnico, inclusive comparten el lago más alto del mundo: el Titicaca. Estos hombres y mujeres de tez morena se desplazan naturalmente por esas planicies frías que unen a estos dos países andinos, ni siquiera la fragmentación republicana que configuró una frontera nacional para hacerlos bolivianos a unos y peruanos a los otros, les quitó de sus venas esa sangre combativa que se remonta a las luchas anticoloniales.
Ambos comparten la misma herida colonial, quizás la más dolorosa: las masacres. La memoria de la resistencia indígena de los Andes está marcada por genocidios perpetrados con sangre y fuego por los ejércitos realistas contra los pueblos de indios que osaron sublevarse al orden colonial. Así, al líder indígena Túpac Amaru, en el caso peruano, luego de ser prisionero, le cortaron la lengua y, finalmente, fue descuartizado Y Túpac Katari, en la Bolivia de hoy, fue capturado y, posteriormente, desmembrado. Esa simbiosis simbólica se refleja en la plaza Túpac Amaru de Juliaca — una de las ciudades del epicentro de la resistencia de los indios en el sur peruano—, donde se levantó una esfinge de hierro recordatorio al líder indígena, que en lo alto de su pedestal tiene escrita la frase atribuida a Túpac Katari: “Volveré y seré millones”. Este par de ejemplos se convierten en una especie de metáfora que representa la señal de escarmiento que lanzó el poder colonial para apaciguar los ánimos y, sobre todo, para castigar a los sublevados indios aymaras/quechuas.
Esta lógica represiva de cuño colonial, aún hoy persiste. Hace poco en Bolivia, en 2019, y hoy en el Perú, las masacres a los indios se vuelven a repetir. A las masacres en los Andes fácilmente se las puede tipificar como genocidio: asesinato malsano y colectivo a gente pobre con tez morena con apellidos indígenas. Quizás, es el acto más racista que existe. Es la expresión de la negación del otro al cual se lo estigmatiza como “bárbaro” o “terrorista” para vaciar de contenido su lucha, y así deshumanizarlos: “Nos dispararon como animales”, expresó una campesina quechua, en 2019, a propósito de las masacres en Bolivia, pero fácilmente puede expresar a miles de indígenas aymaras y quechuas peruanos que hoy lloran por sus muertos que rebasan el medio centenar. Pero los sectores oligárquicos y sus medios de comunicación son heraldos de la estigmatización racial: El Alto fue en Bolivia y hoy es Juliaca, Puno o Cusco en el Perú, que son referidas, diría Frantz Fanon, como “las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, a la peste”. En Bolivia, los pobres se levantaron para evitar la restauración oligárquica y defender el Estado Plurinacional y en el Perú, para exigir la refundación estatal en clave plurinacional. Luego vinieron como siempre las masacres.
Mientras tanto, el dolor es infinito para los familiares de los muertos. Karen Luque, defensora peruana de los derechos humanos en Perú, escribe: “Miles de corazones se apagaron, miles de lágrimas brotaron, miles de lamentos llegan con el viento arrasador de Juliaca. Oh cerrito de Huaynarroque, guardián celoso de los amores, en tus faldas nuevamente lloramos y reclamamos justicia, en tus faldas reposamos y pedimos consuelo”. O como diría el poeta peruano Manuel Scorza: “En los Andes las masacres se suceden con el ritmo de las estaciones/En el mundo hay cuatro; en los Andes cinco: primavera, verano, otoño, invierno y masacre”.
Yuri Tórrez es sociólogo.