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Tuesday 18 Feb 2025 | Actualizado a 18:37 PM

Decadencia

La decadencia del cuerpo humano no tiene por qué transferirse al mundo de la vida ni al sistema y sus instituciones

Claudio Rossell Arce

/ 18 de abril de 2024 / 09:58

El ser humano, que se cree a sí mismo la medida de todas las cosas, y solo en esa dimensión logra calcular tiempo y espacio (y muchísimas otras cosas, incluyendo la opinión sobre cualquier tema), le teme como al abismo a la decadencia. No es para menos, cualquiera puede mirar en su propio físico el paso del tiempo, sintiendo cómo a una avanzada edad, todo parece entrar en irreversible decadencia por los cambios biológicos y fisiológicos que hacen fallar la maravallosa máquina del cuerpo.

Pero no todo es o debe ser decadencia en el cuerpo humano, con un poco de esfuerzo y disciplina, cualquier persona puede asegurarse de tener el cerebro funcionando tan bien como sea posible, especialmente en el área cognitiva. Leer, escribir, pensar, criticar, dibujar, pintar, tejer, caminar, respirar, dicen, ayudan a conservar cuerpo y alma lejos de la decadencia, sobre todo a esta última. Hay quienes se olvidan de hacer cada vez más de esas cosas y sobreviene el declive, que en muchos casos se manifiesta primero en las actitudes y comportamientos. Esa no es una decadencia biológica, sino moral.

Consulte: Camarada

Así, en un ejercicio de simplificación excesiva, es posible encontrar los rasgos de la decadencia de los individuos en todos los aspectos de la vida humana (porque ellos se proyectan), y hasta se la considera inevitable, incluso cuando no lo es. Decadencia moral, ya se dijo, provoca la pérdida del aprecio por los principios éticos fundamentales en diversos ámbitos de la actividad humana, incluyendo los negocios, la política y las relaciones personales, a veces, incluso, todo ello en un mismo contrato.

Decadencia ecológica, que nada tiene que ver con el ciclo de vida individual de cada especie viva, sino de la capacidad del conjunto para equilibrarse, adaptarse, regenerarse. Es la mano humana, que en nombre de sus negocios y su política se ha servido de la naturaleza hasta depauperarla a tal punto que amenaza la supervivencia de la especie, no del planeta y la vida en él, sino de este mamífero en particular. Habrá que añadir que, en muchos casos (¿la mayoría?), quienes toman decisiones sobre los negocios y la política son ancianos mamíferos (y machos, y blancos), que en su decadencia física probablemente han perdido el aprecio por el futuro, del que ya no esperan nada.

La política, que en teoría podría no entrar en decadencia, muestra su declive cuando, por ejemplo, hace posible el aumento de la corrupción en los gobiernos, con la consiguiente pérdida de confianza y legitimidad de las instituciones políticas entre los ciudadanos. Desde ese punto de vista, causan decadencia de la democracia las prácticas clientelares, los inmerecidos favores y regalos con recursos públicos, los negocios personales a cuenta del Estado, pero también la incapacidad de buscar y encontrar acuerdos, y de respetarlos.

Probablemente se puede hablar de decadencia económica (¡que el capitalismo liberal no lo permita, por Dios!) luego de periodos extendidos de estancamiento de la economía, alta inflación o deflación y desempleo, todos ellos síntomas de incapacidad para mantener el crecimiento y el bienestar económico. Síntomas de esta decadencia también son la aparición de gurúes de la economía, salvadores de la patria con receta neoliberal; la creciente cantidad de personas embelesadas con esos cantos de sirena; la incapacidad de revisar, siquiera un poquito, los prejuicios; la envidia por quien tiene más y el desprecio por quien tiene menos.

Este es un buen fermento para la decadencia social. El incremento en la desigualdad, la polarización y la erosión de las redes comunitarias, por los delirios del jefe de turno o por la venalidad de algunos miembros, daña el tejido social que sostiene a las sociedades y provoca la desconfianza, cuando no el desprecio o, peor, el odio mutuo. Para empeorar las cosas, son cada vez más quienes se ceban de ese estado de cosas, de ese humor colectivo, cual “chanchos aqueros”, esos que comen, literalmente, cualquier cosa. Difícil que no haya decadencia en los medios y los fines de tales líderes.

La decadencia del cuerpo humano no tiene por qué transferirse al mundo de la vida ni al sistema y sus instituciones, pero parece inevitable que así sea. El ejercitar el cuerpo y el pensamiento tal vez sean el camino para evitar que la decadencia, propia y ajena, nos lleve a la chingada.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Equis

Dada la polisemia de la palabra-letra es posible señalar los múltiples usos que tiene el signo compuesto

Claudio Rossell Arce

/ 16 de febrero de 2025 / 06:04

En la vida cotidiana son innumerables las ocasiones en las que no se quiere o no se puede nombrar cosas, objetos, ideas o personas; en esos casos es de utilidad una palabra que a la vez es una letra y cuyo sinónimo es equis. Se trata de la antepenúltima letra del alfabeto español, y su potencial evocativo es tan grande que, así humilde como es, merece estar en el altar de la súper polisemia.

Como letra, y dependiendo de junto a qué letras aparece, su sonido es diferente: como j, o como k, o como s. El Diccionario de la Real Academia lo explica de modo claro y didáctico: “al igual que la s, representa el fonema fricativo dentoalveolar sordo en posición inicial de palabra, como en xilófono, y el grupo formado por el fonema oclusivo velar sordo y el fonema fricativo dentoalveolar sordo en posición intervocálica, y a final de sílaba o de palabra, como en examen, mixto y relax”.

Lo invitamos a leer: Woke

Como palabra, es tan poderosa que cierto hipermillonario (que medra de la etiqueta de “hombre más rico del mundo” de formas inimaginables y hasta perversas) la ha usado como marca de muchos de sus emprendimientos, a cuál más faraónico y abusivo, incluyendo la app del pajarito azul, que de ser un trino pasó a ser simplemente X, y hasta como nombre de uno de sus hijos. Gente de plata hace lo que quiere, dicen los viejos, blanqueando los ojos cuando no muertos de risa.

Dada la polisemia de la palabra-letra es posible señalar los múltiples usos que tiene el signo compuesto por dos líneas cruzadas (o su sinónimo de cinco letras), comenzando por el más conocido desde las épocas escolares: la incógnita matemática, que en toda ecuación es representada por la X (y si las incógnitas son varias, esta es, invariablemente, la primera). Es, pues, el emblema del misterio, y fascina a quienes disfrutan de las matemáticas por representar el reto de resolver el problema, de conocer lo que está velado.

Así, más allá de la antigua ciencia de los números, que fascina tanto como engrandece a la humanidad, la X sirve para no tener que nombrar lo que no se conoce. “Un lugar X” puede ser cualquier sitio en el mundo, “un asunto X” puede ser de menor o ninguna trascendencia o, peor, una persona X es alguien que no se quiere o no se puede nombrar. Decirle X a alguien es el modo de arrebatarle su identidad, dejarle sin agencia, equis es nadie, aunque su presencia sea evidente. Equis es el elefante en medio de la sala, lo mismo que la incógnita en la estadística que juega con las volátiles opiniones muchos meses antes de las elecciones. Y es el paquidermo no nombrado, a menudo porque da vergüenza o, peor, miedo; ocurre en secretas salas de reuniones, en cafés y bares, pero también en los no sabe / no responde.

Para muchas personas del norte global, la X repetida tres veces al pie de una carta o manuscrito, indica algo así como “besos, te quiero”, pero para muchísimas más la triple repetición significa “películas prohibidas”, pornografía. Si la X solita sirve para reemplazar el nombre de lo prohibido, cuánto más si va tres veces junto a un título o, como era antes, en una cartelera de cine de barrio: nadie iba, pero todos la habían visto. X es la marca de la censura, de lo que alguien no quiere que se conozca, en nombre de la moral y la decencia, de los principios ideológicos (o los fines), del pueblo, de la democracia, de la libertad…

Es la marca del error, como en los exámenes, nadie quiere una X en su hoja de papel, en su nombre, en su imagen. X es un estigma del que duele hablar, a quien lo porta y a quien lo mira; es lo que no debió suceder. Equis es la mentira que se cuenta una y otra vez para justificar lo injustificable, ahondando en el error; equis, la falsedad que cuenta el personaje X, porque le han pagado para hacerlo. X, el registro del pago espurio.

¡Equis! La exclamación que reemplaza cualquier razón, cuando la discusión está perdida, cuando la simple resignación no es aceptable, cuando no alcanzan las palabras, cuando no se tiene opinión o se prefiere no decirla. Finalmente, “¡Ay, equis!”, cuando no se tiene nada que decir.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Woke

Hoy, la palabra nombra, al menos para quienes luchan por imponer la ideología conservadora

Claudio Rossell Arce

/ 2 de febrero de 2025 / 06:01

A menudo, el uso y el sentido de las palabras depende de quién las usa (y cómo y dónde y cuándo). Así, es común que un mismo vocablo signifique cosas diametralmente opuestas en boca de actores antagónicos, o que sea vaciado de sentido, precisamente por el uso polarizante de la palabra. A menudo, la capacidad de fijar el sentido de una palabra (así sea sólo por un tiempo y en un contexto muy específico) es una de las medidas del poder que posee quien lo logra.

Revise: Verdad

Es el caso de la palabra inglesa ‘woke’, en español, ‘despierto’, pretérito del verbo ‘to wake’ o despertar. Como ocurre con todos los signos, las palabras nombran objetos (materiales o no) de manera explícita, pero también evocan significados implícitos. Se sabe que, originalmente, ser (o, mejor dicho, estar) woke tenía que ver con la toma de conciencia, individual y colectiva, de las opresiones que sufría el pueblo afroestadounidense a inicios del Siglo XX. Un siglo después, la palabra significa lo mismo para quienes sufren y denuncian las múltiples opresiones de la vida contemporánea, pero también, tropos retóricos mediante, nombra todo lo que el conservadurismo rechaza.

En la década de 1930, la palabra, y su significado político, podía encontrarse en canciones y discursos de artistas y líderes afro; en los sesentas llegó a los medios masivos, como el New York Times, y en las décadas siguientes su uso se amplió gracias a los estudios interseccionales, que demuestran que las injusticias y opresiones combinan muchos otros factores además de la raza, tales como el sexo, la edad, la condición económica y un extenso etcétera. La llegada del Siglo XXI y la postverdad produjeron una manifestación extrema del estar despierto: la cancelación o, lo que es lo mismo, pero en lenguaje académico: la postcensura, que ya no depende de un poderoso señor o un órgano dedicado a la tarea, sino de la respuesta de las y los usuarios de las redes sociales digitales en forma de linchamiento digital.

Se oponen al pensamiento woke, por lo general, quienes están en posición de poder o trabajan para quienes están en esa posición y, naturalmente, no tienen más propósito que el de reforzar la ideología dominante, que es la ideología de la clase dominante. En sus discursos, el conservadurismo contemporáneo reduce el sentido de woke a su más discutible extremo: la cultura de la cancelación, sin considerar que, en su boca, no es más que el nuevo nombre para la muy antigua práctica de los poderosos, de todos los colores y pelajes posibles, de eliminar, física o socialmente, a sus adversarios o a quienes cuestionan el orden de las cosas. Hoy, la palabra nombra, al menos para quienes luchan por imponer la ideología conservadora, todo lo que les resulta despreciable.

Así, en un extremo equivalente a la cancelación, para algunos líderes con micrófono en foros globales, woke es la defensa de las minorías, de las mujeres, de las víctimas de la guerra, de la discriminación, del odio; woke son las batallas por el reconocimiento de las identidades, las luchas contra la más burda misoginia, las voces que gritan que el rey está desnudo; o los reclamos por la ausencia de Estado, que es lo mismo que decir por los derechos humanos, pese a lo mucho que se ha avanzado desde la Declaración Universal en 1948. Extremando la idea, la Organización de Naciones Unidas es woke.

Sin embargo, también es posible identificar en la mirada despierta un imperativo kantiano: ¡sapere aude! La audacia de saber que, según el más importante filósofo de la modernidad, exige uso público de la razón, crítica de las estructuras de poder y compromiso con la verdad, aunque esto implique incomodidad o desafío a las normas establecidas. Es más, tanto Kant como quienes defienden el pensamiento woke sostienen que esta incomodidad es necesaria para lograr un cambio significativo. Mutatis mutandis, el pensamiento del alemán y el de las personas despiertas se encuentran en el cuestionamiento del orden establecido, en el compromiso con la verdad y en la ética de la responsabilidad.

En tiempos de incertidumbre y confusión, de hipnóticas tecnologías que roban la atención de las personas y de discursos polarizantes que significan lo contrario de lo que afirman, es más urgente que nunca permanecer despierto, para no caer en los cantos de sirena de las ideologías extremistas.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Verdad

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero

Claudio Rossell Arce

/ 19 de enero de 2025 / 06:01

Difícil de asir como un pececito en un estanque enorme, la verdad también es difícil de nombrar, aunque en apariencia sea todo lo contrario, como demuestran los autócratas de una y otra orientación cada vez que trinan, tictoquean o toman un micrófono, para delirio de sus adictos y furia de sus detractores.

Durante muchísimo tiempo, la verdad se entendía generalmente como la adecuación entre el objeto y el intelecto (adequatio rei et intellectus), y así lo señala, entre muchas otras acepciones, el Diccionario de la Lengua Española. El problema es que tanto objeto, como intelecto, se prestan a infinidad de interpretaciones. Así, no es que la verdad sea relativa, sino que las interpretaciones que de ella se hacen sí lo son.

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Más influyente de lo que se puede imaginar (a veces por las razones o interpretaciones equivocadas), el filósofo francés J. Derrida afirmó que la verdad apenas deja rastros de sí, una huella, abierta a interpretaciones contingentes y, por tanto, nunca completamente estable ni fija, ya que siempre depende de un contexto cambiante y de asociaciones que se transforman sin fin.

Antes que el francés, M. Heidegger había desempolvado el término griego aletheia, que significa “desocultamiento” o “revelación”, para explicar que no es únicamente una cuestión de correspondencia entre una proposición y un estado de cosas, sino que la verdad, al no presentarse automáticamente, es «revelada» o «mostrada» en el contexto de la existencia humana. Y antes que el alemán, su paisano E. Husserl señaló que la verdad depende de la intencionalidad, es decir, de un acto intencional que dirige la conciencia hacia el objeto; por lo tanto, esta intención es el marco en el que no solo se produce la experiencia, sino que se la evalúa en términos de verdad o falsedad.

De ahí que, en la vida cotidiana, en apariencia tan lejana a la filosofía pura y dura, se habla de diferentes formas, parciales, de verdad, comenzando por la verdad de Perogrullo, que, por conocida, por sabida, por manida, no necesita ni decirse; los políticos bisoños, o los perezosos, que abundan, son muy buenos usando este tipo de verdad, lo cual no es un mérito, sino todo lo contrario. O la verdad de la milanesa, que tal vez sea que en realidad ese delicioso asado apanado típico de Buenos Aires no es de Milán ni mucho menos de Nápoles, aunque sea napolitana.

También hay una verdad jurídica que, como decía el buen Foucault en una famosa conferencia, es el resultado de un buen manejo de los dispositivos de la verdad, que no son más que los rastros, aludidos antes, empleados según unas reglas del juego que posibilitan, en un grosero ejemplo, que un grupo de personas sin mandato gobierne de facto desde un tribunal de (in)justicia sin que haya poder o reclamo capaz de impedirlo. Pero si el pensamiento del filósofo de Poitiers ya no alcanza para comprender estados avanzados de descomposición del aparato de Justicia, tal vez sirvan los relatos del también francés Marqués de Sade, que tan bien retratan la moral y las costumbres de los jueces y otros hombres del poder. Verdad jurídica es, en manos de tales personas, una moneda girando en el aire.

Parecida en sus intenciones, y en mucha de su retórica, la verdad de la política o, mejor dicho, de los políticos, es, en palabras del Papirri, filósofo y trovador paceño, una verdadera mentira. Así, es fácil reconocerla en todo lo que no se dice, por ignorancia descarada, por calculado olvido o, lo más común, por simple mala fe. El resultado no es solo la ostensible falta de coherencia y hasta de claridad en los principios (los fines, ay, esos son lo que importan), sino la naturalización e imitación de las malas mañas a lo largo, ancho y grueso de la sociedad.

Hay también una verdad periodística, cada vez más escasa a falta de recursos para practicarla, que ha sido reemplazada por sofisticados mecanismos de relaciones públicas, que es otra forma de nombrar a la propaganda, sean cuales fueran sus fines. Muchas y muchos periodistas, que en su juventud leyeron a Beltrán, también boliviano, se equivocan cuando creen que decirle adiós a Aristóteles es olvidarse del ethos, el pathos y el logos.

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero, y vaya uno a saber cuál es la diferencia…

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Utopía

A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar

Claudio Rossell Arce

/ 5 de enero de 2025 / 06:02

Aquello que es posible y a la vez inalcanzable. Depende de muchos factores, pero seguramente el que resulta determinante es la naturaleza humana. La utopía puede verse, casi casi tocarse con las manos, pero, ay, aparentemente nunca alcanzarse. Se atribuye a Thomas More (castellanizado Moro) el primer uso de la palabra, por haber titulado con ella su famoso libro, publicado en 1516. Pero lo cierto es que ya en la antigua Grecia se representaba el ideal humano como el oxímoron de posibilidad imposible.

Consulte: Tribunal

Según el diccionario, utopía viene del latín moderno, combinando los vocablos griegos que nombran no y lugar. Como la isla del célebre inglés, empeñado en mostrar a la sociedad de su época que era posible ser mejores, y que siéndolo todos podían vivir mejor. De eso se trata la utopía como género literario: la isla imaginada por More, la Narnia de Lewis y un interminable etcétera. Su opuesto, dice el Diccionario, es distopía, es decir la representación de “una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, el ejemplo más manido, y más cabal, es el 1984 de Orwell.

Estudiosa de la utopía, R. Levitas afirma que se trata del “deseo de una mejor manera de vivir”, casi una “propensión”, que lleva a la humanidad a anhelar una vida mejor; pero, advierte, no es lo mismo deseo que esperanza: el primero puede tenerse y nunca realizarse, la segunda debería motivar a la acción transformadora. La utopía puede cumplir tres grandes funciones, a menudo complementarias: la de compensación, cuando se presenta como imagen de algo mejor, que se desea para salir de la miseria presente.

También tiene una función crítica, cuando la utopía plantea no solo la posibilidad de un estado de cosas mejor, sino sobre todo sirve como medida de lo deseable; finalmente, cumple la función de cambio cuando efectivamente motiva, inspira y cataliza transformaciones sociales. Es el horizonte de la revolución, sea de manera violenta, cuando la justicia se sirve de las personas y no al revés; o de manera democrática e institucional, como sueñan los utopistas neoliberales, irónicamente empeñados en demoler la institucionalidad a la que dicen servir.

Así, no es raro que las utopías de políticos en ejercicio del poder o tomadores de decisiones coincidan apenas en la forma con las utopías del pueblo. Los primeros construyen castillos en el aire sin intención alguna de habitarlos o hacerlos habitables para los demás, y se refieren a ellos siempre en tiempo futuro, en forma de promesa que se hace sin ánimo de cumplir; los segundos sueñan con la posibilidad sin saber cómo hacerla real, hasta que aparece un líder que conduce a los demás por el escarpado camino hacia la utopía, pero que, inevitablemente al parecer, pierde la brújula, el horizonte, la visión, y deja a todos con la esperanza frustrada, si es que no pierde hasta la razón y comienza a romper lo construido.

Otra estudiosa, F. Vieira, aporta otros elementos a la comprensión de la utopía; encuentra, por ejemplo, que en los relatos literarios, la llegada se produce solo después de tormentas y naufragios, y, aunque no lo dice, es común que tales tragedias se produzcan a causa de la impericia, cuando no abierta estulticia, del timonel y su equipo. A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar. Hay quienes deben vivir cotidianamente con tal destino, y se atrincheran en sus recuerdos, en sus delirios de poder, en el fervor de las multitudes que estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos y están dispuestos a tomarlo por asalto.

Utopía es, pues, el consuelo de la fe en el porvenir, y por eso hay quien trata de compararla con el paraíso de las religiones, que es solo promesa para la vida ultraterrena; pero también puede ser germen del inconformismo, de la rebeldía que no está dispuesta a esperar tanto para ver un mundo nuevo, un faro mitológico, una estrella que orienta la ruta, pero que se aleja con cada paso que se da para alcanzarla.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Tribunal

Muy rara vez los tribunales son electos por voto popular. Especialmente en la justicia.

Claudio Rossell Arce

/ 22 de diciembre de 2024 / 09:07

El significado más común de la palabra incluye la idea de una institución pública, conformada por uno o varios jueces que, actuando como cuerpo colegiado, tienen el poder y el mandato de interpretar y aplicar el Derecho en la resolución de conflictos entre partes, garantizar el cumplimiento de las leyes y proteger los derechos de los ciudadanos; se supone que cualquier tribunal debe observar el principio de imparcialidad, es decir, actuar sin prejuicios para garantizar justicia equitativa, y debe hacerlo según reglas claras y siguiendo procedimientos formalizados. La experiencia reciente en Bolivia es evidencia de que no siempre sucede así.

Consulte: Sistema

«Tribuna» y «tribunal» comparten la raíz semántica «tribu», pero se distinguen en que la primera es el lugar donde, aunque a veces el juez impartía justicia resolviendo disputas entre privados, en general se discutían asuntos de interés público. En tiempos del Imperio romano, era allí donde el tribuno ejercía sus dotes de influencia y liderazgo, especialmente cinco siglos antes de nuestra era, cuando su función explícita era defender al pueblo, la plebe, de los excesos y abusos de los poderosos y privilegiados. Muchos siglos después, sería inspiración del ombudsman o defensor del pueblo. Por extensión, todas las personas que defienden los derechos humanos deberían ser reconocidas como tribunos contemporáneos.

Tribuna también es la que se reúne en los estadios donde se juega fútbol; en este caso, la disputa se resuelve cuando la pelota, movida casi únicamente con los pies, y raramente con la cabeza, llega al fondo del arco rival. Extremando la metáfora de «la política es como el fútbol…», se puede entender gran parte de las decisiones que toman los gobernantes y sus oposiciones.

Asimismo, se puede decir que la opinión pública, en contra del sueño del buen Jürgen, no es un tribunal que dirime asuntos públicos, sino una tribuna donde cualquiera puede juzgar y sancionar en medio de un atronador ruido causado por la avalancha permanente de mensajes en forma de equis, tiktoks y demás formas de mensajes (contenido, se le llama hoy) que circulan en las redes sociales digitales. Los efectos de estos juicios son a menudo equivalentes a los que produce en la tribuna deportiva una jugada violenta o un error del juez en la cancha de fútbol.

Se puede distinguir a los tribunales por su composición. Así, por ejemplo, son jueces, o magistrados, si su rango es el más elevado, los que conforman los tribunales de justicia; son árbitros quienes se encargan de los tribunales de arbitraje, donde, a menudo, en lugar de dictarse justicia, se imponen las reglas del capitalismo global; y son consejeros quienes componen los diferentes tribunales administrativos, incluyendo los de ética.

En momentos revolucionarios, se han instalado, con diversos nombres, tribunales populares que, en el trance de romper un sistema normativo para instalar uno nuevo, administraron justicia popular, a menudo de manera sumaria y prescindiendo del debido proceso y otras blandeces que hubieran entorpecido el paso revolucionario. En no pocas ocasiones, en la antigüedad y hoy mismo, tales tribunales han evolucionado hasta convertirse en la máscara de unos pocos líderes poderosos ejerciendo su arbitrio en nombre de un pueblo cada vez más lejano a la toma de decisiones.

Muy rara vez los tribunales son electos por voto popular. Especialmente en el ámbito de la justicia, y mucho más en los modelos republicanos que respetan la independencia de poderes, es el legislativo el que designa los miembros de los tribunales, un poco dotando de poder de interpretar y aplicar las leyes que produce a un puñado de personas notables y un poco fijando límites a su propia actuación.

Pero hay excepciones; y el problema es que estas, mal manejadas o, peor, empleadas con mala fe, degradan la legitimidad de los tribunales y sus miembros y, lo que es peor, dan paso a la anomia y la injusticia. Es en estos casos cuando se hace evidente que la sociedad necesita más tribunos al estilo romano y menos tribunales al estilo boliviano.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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