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Wednesday 1 May 2024 | Actualizado a 00:20 AM

Decadencia

La decadencia del cuerpo humano no tiene por qué transferirse al mundo de la vida ni al sistema y sus instituciones

Claudio Rossell Arce

/ 18 de abril de 2024 / 09:58

El ser humano, que se cree a sí mismo la medida de todas las cosas, y solo en esa dimensión logra calcular tiempo y espacio (y muchísimas otras cosas, incluyendo la opinión sobre cualquier tema), le teme como al abismo a la decadencia. No es para menos, cualquiera puede mirar en su propio físico el paso del tiempo, sintiendo cómo a una avanzada edad, todo parece entrar en irreversible decadencia por los cambios biológicos y fisiológicos que hacen fallar la maravallosa máquina del cuerpo.

Pero no todo es o debe ser decadencia en el cuerpo humano, con un poco de esfuerzo y disciplina, cualquier persona puede asegurarse de tener el cerebro funcionando tan bien como sea posible, especialmente en el área cognitiva. Leer, escribir, pensar, criticar, dibujar, pintar, tejer, caminar, respirar, dicen, ayudan a conservar cuerpo y alma lejos de la decadencia, sobre todo a esta última. Hay quienes se olvidan de hacer cada vez más de esas cosas y sobreviene el declive, que en muchos casos se manifiesta primero en las actitudes y comportamientos. Esa no es una decadencia biológica, sino moral.

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Así, en un ejercicio de simplificación excesiva, es posible encontrar los rasgos de la decadencia de los individuos en todos los aspectos de la vida humana (porque ellos se proyectan), y hasta se la considera inevitable, incluso cuando no lo es. Decadencia moral, ya se dijo, provoca la pérdida del aprecio por los principios éticos fundamentales en diversos ámbitos de la actividad humana, incluyendo los negocios, la política y las relaciones personales, a veces, incluso, todo ello en un mismo contrato.

Decadencia ecológica, que nada tiene que ver con el ciclo de vida individual de cada especie viva, sino de la capacidad del conjunto para equilibrarse, adaptarse, regenerarse. Es la mano humana, que en nombre de sus negocios y su política se ha servido de la naturaleza hasta depauperarla a tal punto que amenaza la supervivencia de la especie, no del planeta y la vida en él, sino de este mamífero en particular. Habrá que añadir que, en muchos casos (¿la mayoría?), quienes toman decisiones sobre los negocios y la política son ancianos mamíferos (y machos, y blancos), que en su decadencia física probablemente han perdido el aprecio por el futuro, del que ya no esperan nada.

La política, que en teoría podría no entrar en decadencia, muestra su declive cuando, por ejemplo, hace posible el aumento de la corrupción en los gobiernos, con la consiguiente pérdida de confianza y legitimidad de las instituciones políticas entre los ciudadanos. Desde ese punto de vista, causan decadencia de la democracia las prácticas clientelares, los inmerecidos favores y regalos con recursos públicos, los negocios personales a cuenta del Estado, pero también la incapacidad de buscar y encontrar acuerdos, y de respetarlos.

Probablemente se puede hablar de decadencia económica (¡que el capitalismo liberal no lo permita, por Dios!) luego de periodos extendidos de estancamiento de la economía, alta inflación o deflación y desempleo, todos ellos síntomas de incapacidad para mantener el crecimiento y el bienestar económico. Síntomas de esta decadencia también son la aparición de gurúes de la economía, salvadores de la patria con receta neoliberal; la creciente cantidad de personas embelesadas con esos cantos de sirena; la incapacidad de revisar, siquiera un poquito, los prejuicios; la envidia por quien tiene más y el desprecio por quien tiene menos.

Este es un buen fermento para la decadencia social. El incremento en la desigualdad, la polarización y la erosión de las redes comunitarias, por los delirios del jefe de turno o por la venalidad de algunos miembros, daña el tejido social que sostiene a las sociedades y provoca la desconfianza, cuando no el desprecio o, peor, el odio mutuo. Para empeorar las cosas, son cada vez más quienes se ceban de ese estado de cosas, de ese humor colectivo, cual “chanchos aqueros”, esos que comen, literalmente, cualquier cosa. Difícil que no haya decadencia en los medios y los fines de tales líderes.

La decadencia del cuerpo humano no tiene por qué transferirse al mundo de la vida ni al sistema y sus instituciones, pero parece inevitable que así sea. El ejercitar el cuerpo y el pensamiento tal vez sean el camino para evitar que la decadencia, propia y ajena, nos lleve a la chingada.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Camarada

Camaradería es, entonces, el ámbito donde las personas se encuentran, se reconocen, se apoyan

Claudio Rossell Arce

/ 4 de abril de 2024 / 06:55

Dicen que la verdadera patria de una persona es su infancia, ese estado (además de una etapa en el desarrollo físico y cognitivo) en el que la inocencia es la verdad. De allí provienen las y los primeros camaradas, esas personas que son como piedras fundamentales en la enorme construcción de la identidad, fuente de los más antiguos recuerdos, incluso si permanecen enterrados en el fondo de la memoria y si nunca más se vuelve a ver a esas primeras compañías.

Camaradería es, entonces, el ámbito donde las personas se encuentran, se reconocen, se apoyan, comparten, planifican, conjuran y, en fin, se hacen familiares. El origen de la palabra camarada es muy anterior a la Rusia soviética, donde servía para etiquetar al miembro del partido y, por tanto, al igual a uno. Camarada es, en rigor, aquella persona con la que se ha compartido recámara; de ahí que en los ámbitos castrenses también se nombra de esta forma a los pares, y muy rara vez a los superiores, a menos que hubiera pasado tanto tiempo que la brecha haya casi desaparecido (porque en las instituciones de mando vertical, la distancia es esencial).

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Deben ser, entonces, las experiencias compartidas, cuanto más fuertes, mejor, las que hacen que simples compañeros de barraca se conviertan en hermanos, no de sangre ni de piel, sino de sufrimiento y, cuando este acaba, de alivio, festejo y alegría. Así, ¿cómo no sentir fraternidad con quien padeció lo mismo? Mas no solo hay lazos de fraternidad o familiaridad afectiva: la primera camaradería de cualquier persona debería ser la que se funda en la recámara del padre y/o la madre. Rara debe ser la persona que no durmió en los brazos de una madre, tal vez un padre, u otro pariente.

Difícil decirle camarada a la madre o al padre, porque desde siempre se enseña a respetar la distancia vertical, pero muy probablemente eso explique por qué casi nunca es posible abstraerse al amor filial, incluso con progenitores abusivos y violentos. Otra camaradería esencial, tal vez la más importante o deseable, debiera producirse en la recámara nupcial (incluso sin nupcias de por medio), pues lo que la pareja comparte entre esas cuatro paredes trasciende, y con mucho, el deseo y su realización sexual.

Desafortunadamente, esta camaradería, que probablemente sea la ilusión de muchas y muchos, se ve impedida por asuntos como, según algunos ¡y algunas!, el feminismo, que desde hace décadas “aterra” o al menos “ahuyenta” a los varones y vuelve a las mujeres “demandantes”, “frías” y “distantes” solo por pedir igualdad, no discriminación ni subyugación, y respeto. En realidad, es probable que la culpa sea del patriarcado, que desde hace muchos siglos se encarga de mostrar y demostrar que los varones, pobres criaturas, no hacen sino proteger a sus mujeres, incluso si eso significa confinarlas al ámbito doméstico y, esto es lo que impide cualquier hermandad, tratarlas como a inferiores.

De ahí, tal vez, que las mujeres no se digan camaradas entre sí (excepto, tal vez, en el ámbito castrense) y sean, en el mejor de los casos, sororas, es decir, hermanas. Y aún así, la sororidad, parece, solo aplica entre iguales (ideológicas), pues son más los ejemplos de discriminación y rechazo a las diferentes, que los de inclusión y abrazo a quienes están padeciendo el ataque de la sociedad machista y sus representantes, porque así se les ha enseñado desde que habitaban la recámara de sus progenitores.

Camarada es, así, en la vida adulta, la persona que acompaña, físicamente o no, que comparte algo más que gustos y preferencias: principios y valores, que apoya en las tareas y se brinda para ayudar a llevar las grandes cargas. Camarada es lo mismo que cuate (bien masculino, por cierto), palabra que llegó a estos confines de la América gracias a Televisa, y que en su origen significa “hermano” o “igual”, es decir, lo mismo que hermano gemelo. En el oriente boliviano hay una palabra de idéntico significado y uso: tojo.

Todos y todas necesitan, pues, un camarada, o varios, si es posible. Para construir redes de solidaridad, plataformas de apoyo, proyectos qué compartir y futuros que se sueñan entre varias personas. Probablemente ese sea uno de los secretos de la buena vida.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Bichos

Las personas pueden despertar un día convertidas en un bicho, como le sucedió a Gregorio Samsa, o a tantísimas otras personas

Claudio Rossell Arce

/ 21 de marzo de 2024 / 06:58

Lo que en el lado andino del país son bichos, en el oriente, con mucha más propiedad en el lenguaje, se llaman insectos; bichos son los animales, por lo general los de caza. Así, se establece la diferencia entre unos, que reciben mortíferos disparos, y otros, que reciben mortífero insecticida o, cuando menos, chancletazo. Hay, sin embargo, una otra categoría de bichos, que tienen comportamientos humanos, pero a cada rato se les escapa y revelan su verdadera naturaleza.

A muchos bichos los hacen así desde chiquitos. Les enseñan, a golpes, a caerse y, a gritos, a levantarse; los tratan como a insectos y así les enseñan a sentirse: pequeñitos, insignificantes, indeseables; les rompen la inocencia y luego no les dejan reparar la fractura, restañar la herida… les echan la culpa. Hay otros bichos que se hacen, por frustración, por impotencia o por incapacidad de ser mejores. O por simple pereza.

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Por supuesto que las personas pueden despertar un día convertidas en un bicho, como le sucedió a Gregorio Samsa, o a tantísimas otras personas. Lo grave en muchos casos es que no se dan cuenta de su metamorfosis y van por la vida creyendo que son los de antes, pero comportándose como lo que son: bichos, y causando estragos a su paso. La minoría, casi nadie, se convierte en insecto: grácil mariposa, ligero mosquito (pica, pero luego da gusto rascarse), presuroso ciempiés…

En el mundo de los insectos hay algunas especies que son capaces de cargar decenas de veces su propio peso, y llevan el mundo encima; a fuerza de cargar volúmenes increíbles, construyen hormigueros o acaban con un árbol entero en cuestión de horas. Los bichos no; más bien tienen la costumbre de buscar a su alreredor quién tiene más fuerza (o empeño, que se le parece) y le ponen encima sus cargas, pero solo hasta la meta, donde presentarán el logro como propio.

Casi todas las especies de insectos no hacen otra cosa, en términos humanos, que trabajar toda su vida para garantizar la sobrevivencia de su especie; entre muchas de ellas hay incluso una especialización de funciones que parece la utopía burocrática, un verdadero mundo feliz, solo que sin soma. Los bichos no tienen tal vocación, medran del esfuerzo ajeno, miran al otro lado cuando hay que poner ganas o trabajo, se vuelven súbitamente sordos a los ruegos e incluso a las instrucciones; luego ponen cara de yo no fui y, si se puede, festejan como propios los resultados y los logros, a los que no aportaron.

También hay especies de insectos que prefieren la oscuridad y el secreto; huyen de la luz (y de la mirada humana) porque prosperan escondidos o lo hacen de noche; y cuando sus secretas reuniones son descubiertas, huyen en desbandada, sálvese quien pueda. Hay de esos bichos también, los que prefieren vivir lejos de las miradas escrutadoras, de las expectativas ajenas, de los deberes, propios y colectivos; que a veces operan en grupos, pero solo entre iguales y nunca con quienes puedan ponerles en conflicto o, mucho menos, cuestionarles. Por supuesto, trabajan solo para sí.

Existen insectos inverosímiles que dominan el arte de la mimesis, y a simple vista parecen cualquier cosa menos lo que son: feroces dragones tatuados en las alas de la mariposa, secas ramas que sin embargo se llaman “matacaballos”, hojas de todos los tamaños y verdores… Entre los bichos están quienes se disfrazan a tiempo completo y esconden lo que son, a veces hasta de sí mismos, usan el arte del engaño y conducen, a veces exitosamente, al error; los hay que ostentan sus virtudes solo para ayudarse a esconder vicios (y pecados) que son mucho mayores.

Hay bichos sin parangón en la naturaleza: los que impiden al resto hacer cosas que ellos mismos harán luego, a veces para ganar incluso si no hay competencia, a veces porque no pueden darse cuenta de la esencial contradicción. Hay bichos que se creen con el derecho de subyugar a otros, y les imponen toda clase de esclavitudes y luego afirman que esas relaciones son naturales; son los peores.

Aunque a menudo no los vemos o preferimos no verlos, están por todas partes, y son imprescindibles en nuestro mundo, los insectos, digo. Y por mucho que demandemos de una y mil formas que se vayan todos, muchos se las arreglan para permanecer y a menudo prosperar, los bichos, digo.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Acostumbrarse

También es posible que la gente se acostumbre a que las cosas estén mal, pero no tanto, o eso crean

Claudio Rossell Arce

/ 7 de marzo de 2024 / 06:47

La vieja expresión “el humano es un animal de costumbres” tiene muchas connotaciones, entre las más comunes están: el que la persona tiene una innata capacidad adaptativa, lo cual permitió a los sapiens, y en su momento a sus parientes y competidores más viejos, acostumbrarse a todos los climas de la Tierra y dominar a la naturaleza (con una violencia feroz en las últimas décadas); también, el que esa capacidad adaptativa sirve para subyugar o ser subyugado, porque “a todo se acostumbra uno” o una.

Así, en la vida cotidiana la gente se acostumbra a sus rutinas, y eso le da orden a su vida y certidumbre a su identidad. Quien soy es lo que hago y me comporto en consecuencia. Hay gente a la que le disgusta quién es, qué hace o cómo se comporta, y la única manera de cambiar es renunciando a la costumbre, tarea habitualmente complicada, y nicho para toda clase de gurúes. Tal vez todo lo contrario, hay a quienes les gusta la persona que encarnan, y se aferran con fanática convicción a sus costumbres y hasta las racionalizan.

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A menudo, sin embargo, la fuerza que conduce a la costumbre no proviene del mundo interior de la persona, sino de afuera. La costumbre está hecha de una interminable suma de hábitos de muchas personas a lo largo del tiempo, y esa es la que se aprende sin saber cómo ni cuándo (a veces se aprenden costumbres nuevas, pero las venden bajo el ropaje de la tradición). También hay costumbres buenas que se inculcan, y malas que se extinguen, a veces a palos, a veces, felizmente, no. Por supuesto que casi cualquiera puede terminar acostumbrándose a recibir palazos, sean físicos o no; esa es una mala costumbre que pasa por buena en la vida de muchas.

Hay costumbres que se adquieren por necesidad, como le debe haber pasado a quienes han dejado el impredecible clima paceño y ahora transpiran la gota gorda en alguna colina del Urubó: en pocas semanas han tenido que cambiar sus hábitos, en todas las acepciones de la expresión, y se adaptan al nuevo clima y a las costumbres que inspira. Naturalmente, hay quienes no, no se acostumbran, o eso creen, porque la gente también vuelve una costumbre el renegar de la circunstancia, sin poder o querer cambiarla.

Otras circunstancias obligan a adquirir la costumbre a la mala, como les sucede a muchas, que deben acostumbrarse a tener miedo cuando caminan solas en la calle, porque algo han sabido, escuchado o, peor, les ha pasado; acostumbrarse a la bronca que provoca la permanente precariedad de la vida en el cuerpo de una mujer, peor si es hermoso. También les toca a muchas acostumbrarse a la precariedad laboral, a los techos de cristal, a los pares que gozan del privilegio y muchas veces ni se dan cuenta.

También es posible que la gente se acostumbre a que las cosas estén mal, pero no tanto, o eso crean; a tal propósito ayuda el meterle mano a esa entelequia llamada opinión pública (pero hay que saber cómo). La gente, en todo caso, está ávida de creer (que es otra forma de acostumbrarse), no solo en la metafísica trascendente de la religión, sino en cosas más mundanas, comenzando por los líderes. De ahí que haya gente que se acostumbra a los delirios del jefe, que son delirios, pero son del jefe (y hasta los justifican). Ese es, probablemente, el lado blando, pero fuerte, de esa otra entelequia llamada hegemonía.

Eso también explica por qué quienes acceden al poder se acostumbran tan rápido, tan violentamente a sus mieles: la gente a su alrededor se acostumbra a obedecer, o a mandar, pero casi nunca a concertar, mucho menos con circunstanciales adversarios, cuyos grupos están acostumbrados a la misma cultura; y llega un punto en que, contra toda convención sobre buenas costumbres, el debate político se convierte en pugilato y otras formas más degradantes de espectáculo.

Sin embargo es posible resistir, como una “bandada de pájaros contra la costumbre”, a lo que nos vuelve insensibles e indiferentes a la injusticia, por pura costumbre; a la violencia, propia y ajena, al crimen de la guerra y a todo aquel que mata; pero también a las más íntimas costumbres propias, incluyendo el odio, el desprecio, la codicia, teniéndolas presentes, para saber si conviene cambiarlas, o no, y para qué…

La Razón da la bienvenida a nuestro nuevo columnista Claudio Rossell Arce. Tenemos la certeza de que sus opiniones enriquecerán la pluralidad de visiones que habitan estas páginas. Sus textos se publicarán cada 15 días. Esta casa periodística sigue creciendo.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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