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Sunday 2 Jun 2024 | Actualizado a 01:36 AM

Cortázar y la izquierda caviar

A decir de Fernando Mayorga, la estocada a la democracia boliviana tenía un propósito: la restauración oligárquica

Yuri Torrez

/ 31 de julio de 2023 / 09:34

¿Por qué el escritor argentino Julio Cortázar tenía reticencia con el peronismo? Quizás, la reflexión sobre esta interrogante dará pistas insoslayables para entender la relación de aquel intelectual que profesa visiones ideológicas de izquierda —o progresista—, pero tiene, a la vez, como si fueran contradicciones insalvables de clase, tiranteces con las masas populares, sobre todo, esas “masas impolutas” —dixit René Zavaleta— que no se lavan, pero son capaces de vestir el día con su desnudez. O sea, cuando esas masas de carne y hueso —más allá de las luces de aquella vanguardia de intelectuales ilustrados (vgr. marxistas ortodoxos)—, son protagonistas, por la vía de la lucha social, de su propia historia.

El intelectual de la izquierda caviar (término político de uso corriente usado para referirse a quienes pregonan doctrinas de izquierda, pero tienen una vida acomodada y con ciertos lujos, o, peor aún, sus posturas son turbias y sin compromiso para la acción política por los “condenados de la tierra”, como diría Franz Fanón) tiene sus contradicciones.

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Si bien el escritor argentino en su estadía en La Habana pregonaba a los cuatro vientos el socialismo, empero, tenía angustias por las “hordas peronistas” con “instintos salvajes” que llegaban al centro de Buenos Aires para invadir el Teatro Colón. Esas “cabecitas negras” se convertirían en una zozobra para el autor de Rayuela, que se vio obligado a autoexiliarse en París para escribir sus escritos literarios y escuchar música clásica o jazz. Cortázar personificaba este tipo de intelectual caviar. O sea: era una metáfora de aquellas contradicciones ideológicas y existenciales de ese tipo de intelectuales izquierdistas. En Bolivia, Zavaleta caracterizó por la vía de su concepto de “paradoja señorial” a esa izquierda caviar: una forma de reproducción social de la élite, entre otras cosas, negando al indio.   

Quizás, esas distancias sociales entre estos intelectuales y las plebes se hacen evidentes, sobre todo, en momentos de crisis donde “la pertenencia de clase” o el “origen étnico” son determinantes para que la izquierda caviar asuma un posicionamiento en una coyuntura signada por la polarización. Eso ocurrió en Bolivia durante la crisis poselectoral de 2019 que desembocó en un golpe de Estado.

A decir de Fernando Mayorga, la estocada a la democracia boliviana tenía un propósito: la restauración oligárquica. En ese contexto socio/político, muchos intelectuales, inclusive que profesaban doctrinas de izquierda (trotskistas, comunistas y/o anarquistas) justificaron el golpe de Estado y las masacres a pobres y campesinos. La labor colaboracionista con la ruptura constitucional de esos intelectuales de “izquierda” o “progresista” pesó su condición de clase, inclusive sobre su propio prestigio intelectual.

Entonces, esa paradoja señorial de estos intelectuales de la izquierda caviar fue determinante para sus disquisiciones analíticas que no buscaban la “verdad histórica de los hechos”, sino, como si fuera una carnada de su inconsciente, para saciar sus angustias y expiar sus culpas como clase social. El miedo a la “invasión de los indios” fue más fuerte que sus propias racionalidades académicas/intelectuales; como si fueran una reencarnación de Cortázar, se refugiaban quizás en sus casas para escuchar música clásica o jazz en alto sonido, en noviembre de 2019, para no oír los disparos de militares y policías que acribillaban a pobres y campesinos sin compasión. 

(*) Yuri Tórrez es sociólogo

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Filipo en la memoria

/ 2 de junio de 2024 / 00:07

Es junio y mi memoria evoca a Filemón Escóbar. La noche de su fallecimiento, hace siete años, agarré un manojo de hojas de coca para pijchar en su honor y recordé las imágenes de una fiesta marcada por su zapateo con doña Olga, su compañera de vida. Lo recuerdo con un pucho en los labios conversando con voz grave y ojos sonrientes. Siempre diciendo “oye”, cada tanto exclamando “carajo”. Lo conocí en la presentación de su libro Testimonio de un militante obrero (1984) y —casi— nunca dejamos de charlar y discutir.

Tuve la suerte de verlo en acción en el congreso de la Federación de Trabajadores Mineros de Bolivia en 1986. En la mina San José, Filemón planteó la Tesis de Catavi enarbolando la defensa de la democracia para frenar posturas radicales de izquierda que proponían derrocar el gobierno de Hernán Siles, acorralado por fuerzas opositoras que controlaban el parlamento. Comisiones y plenaria, tesis por mayoría y minoría, enérgicos debates entre oradores que respaldaban sus posiciones con citas de Lenin y Trotsky. Esa era la cultura política de la poderosa clase obrera del siglo XX. Él afirmaba que había que preservar la democracia como escenario decisivo para la acción política de los sindicatos, a los que concebía como órganos de poder. En ese entonces, su noción de coyuntura democrática lo distinguía de sus detractores políticos que, por miedo o desprecio, eran un montón —por derecha y por izquierda—. Años después, cuando Filemón asumió posturas críticas sobre Evo Morales, varios de esos personajes —de derecha e izquierda— se pusieron una máscara hipócrita de admiración de su estilo y remedaron su retórica para desplegar sus afanes opositores. La contracara fue la ingratitud del MAS que, desde su ruptura con Evo Morales, puso un manto de olvido a los aportes de Filemón para la formación del “instrumento político”, afín a su visión de los sindicatos como órganos de poder.

Su recorrido político e intelectual estuvo signado por la creatividad y la pasión. En 1985 fue candidato vicepresidencial de Genaro Flores, líder del katarismo y ejecutivo de la CSUTCB, bajo una idea anticipatoria: “la clase obrera ya no es la vanguardia, debe ir detrás de los indios”. Cuatro años después fue elegido diputado merced al voto rural; esos años realizaba una incesante labor de formación política y sindical en el Chapare impulsando la opción por una vía democrática cuando los campesinos cocaleros estaban sometidos a una brutal represión y discutían la formación de grupos de autodefensa. La consolidación del MAS como “instrumento político” y su victoria electoral en 2005 fueron la confirmación indirecta de las ideas de su Tesis de Catavi, esa de 1985.

Esas ideas fueron enriquecidas en 2008, cuando Filemón publicó De la Revolución al Pachakuti que planteaba la complementariedad entre opuestos, en un desplazamiento de su marxismo clasista a un indianismo de corte nacional-popular. Tuve el privilegio de dirigir el acto de presentación de ese libro en un auditorio de la universidad. Al inicio del evento, Víctor López ingresó en la sala y, con ojos llorosos, se fundieron en un largo abrazo con Filemón. Ellos, junto con Simón Reyes, fueron destacados dirigentes del proletariado minero en la fase de su ocaso. Frente al reto de la historia, Filemón sembró ideas decisivas para que la izquierda se identifique con la democracia, la política se sustente en los sindicatos y el cambio tenga como protagonistas a campesinos e indígenas. Ese es su legado, lo recuerdo con respeto.

Fernando Mayorga es sociólogo.

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¿Quo vadis, América Latina?

/ 2 de junio de 2024 / 00:06

América Latina podría tener ahora su oportunidad. Los reacomodos geopolíticos no han culminado todavía en un sistema multipolar relativamente consolidado, compuesto por dos superpotencias, varias potencias intermedias, sus respectivas semiperiferias y también por las regiones más atrasadas que se designan como Sur Global. El panorama internacional es todavía inestable, a la espera, entre otras cosas, de los resultados de la próxima elección del Parlamento Europeo y de las elecciones de noviembre en Estados Unidos.

En el complicado escenario internacional de conflictos militares con posibilidad de escalamiento nuclear, acérrima competencia tecnológica y rebrotes de nacionalismos xenófobos, los países latinoamericanos no han podido actuar hasta ahora con una voz unificada en defensa de sus intereses. Han prevalecido en cambio las diferencias ideológicas que amplifican las fuerzas centrífugas que tensionan la cohesión interna de la región.

Esto contrasta nítidamente con lo ocurrido en las tres primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, período en el cual los países latinoamericanos jugaron un papel relevante en las negociaciones entre 1944 y 1948, que dieron lugar a los organismos de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), y mucho más decididamente en los años 60 en que bajo el liderazgo latinoamericano se creó la UNCTAD para atender los asuntos del comercio, las finanzas, la inversión y la tecnologías, de acuerdo con los intereses y necesidades de las economías latinoamericanas y de los nuevos países independientes de Asia y África. Bajo tal constelación, entre 1974 y 1975, se plantearon las bases de un Nuevo Orden Económico Internacional destinado a la democratización de las instituciones multilaterales. Se trató en verdad de un formidable esfuerzo diplomático en el que los países latinoamericanos ejercieron un destacado liderazgo político e intelectual.

A comienzos de los años 80 ocurrió, sin embargo, un drástico viraje de la situación internacional, con el arribo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher al gobierno de los Estados Unidos y del Reino Unido, respectivamente. Los países latinoamericanos, por su parte, no pudieron organizar la negociación colectiva de su deuda externa, y tuvieron que aceptar por separado la imposición de los programas de ajuste neoliberal articulados bajo el denominado “Consenso de Washington”.

Desde entonces los países latinoamericanos no han logrado recuperar una posición internacional relevante en cuanto región, y, en cambio, han registrado en total dos y media “décadas perdidas” hasta el presente.

Al respecto, resulta de la mayor importancia mencionar que en estos días se presentará en Bogotá un libro que no solo examina en detalle la historia de dicho tiempo, sino que además recopila un catálogo de propuestas e iniciativas destinadas a superar las diversas crisis en cascada que afligen a la región latinoamericana.

Se trata del libro América Latina: la visión de sus líderes, compilado por el académico y diplomático Andrés Rugeles, con el auspicio de la London School of Economics y la Universidad de Oxford, y que contiene 30 entrevistas a expresidentes de la región más 55 artículos académicos escritos por prestigiosos expertos y jefes de organismos multilaterales.

De las numerosas ideas que proporciona el libro me quedo con la conclusión personal de que América Latina tiene ante sí la oportunidad de convertirse en un actor político internacional relevante a condición de que una nueva generación de líderes políticos, intelectuales y culturales, consolide la institucionalidad democrática amenazada; impulse con eficacia el uso sostenible de los recursos naturales; aproveche inteligentemente la transición energética global, y evite el alineamiento exclusivo con cualquiera de las potencias internacionales que ahora la solicitan..

 Horst Grebe es economista. 

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Villa Fiorito

/ 2 de junio de 2024 / 00:05

Érase una vez una A que, en una visita a Buenos Aires, optó prioritariamente por conocer uno de los museos más argentinos, más genuinos, más urgentes: la casa de Diego Armando Maradona. Su residencia primera, luego de la firma de su inicial contrato como futbolista. Lascano 2257. La Paternal. La emoción comienza desde la entrada, con el viejo auto de Diego estacionado en la puerta. Sigue en el pasillo de ingreso, en la sala, en la cocina, en el patio… ahí están las fotos de su padre y doña Tota, las de los hermanos. Prueba suficiente de que son en verdad los espacios, los muebles, los objetos. Estamos en la Capilla Sixtina. El sentimiento llega a su tope cuando se ingresa a su habitación: la misma cama, la misma colcha, sus botines, sus discos de Milanés y de Ramona Galarza. Ahí está la foto del Cebollita con sus audífonos, sentado en el piso, al lado del viejo tocadiscos. ¿Estaría escuchando Merceditas? Así nació nuestro querer, con ilusión, con mucha fe, pero no sé por qué la flor se marchitó y muriendo fue. Esta A lo ama con loco amor. Y en nombre de ese amor pedí ir más arriba, subir al origen de todo, llegar a la cima de su primer hogar, allá, loco, en el lugar más tibio de Villa Fiorito. No se pudo en ese entonces. Se pudo hace una semana y traigo entre las manos un corazón ardiente por lo que vio.

El breve espacio en que no estás, como anticipaba y cantaba para él Pablo Milanés. Todavía quedan restos de humedad. Ese breve espacio es un rincón bonaerense del que nadie quiere acordarse. Ni siquiera el Pelusa, que reconoció que en esa villa miseria la pelota era su salvación: ”En realidad yo jugué al fútbol pensando siempre en comprarle la casa a mis viejos… y nunca volver a Fiorito”. Y así fue.

El marco de Fiorito es la basura amontonada; las carretillas de los cartoneros; es un pibito de unos siete años mirando el lente del celular, sin soltar su basurero; es un caballito pobre echado en la puerta de una casita villera; la certeza es, milagroso, un cartelito de media muerte: Calle Diego Armando Maradona. Llegamos al punto cero del Pelusa.

¿Esta es la casa? Ésta, confirma, su vecino, Norberto Fernández. Un viejo árbol quiere reventar el lugar con sus raíces. Apenas deja el espacio a un mini patio de tierra, una silla de plástico le pone el acento humano a este abandono, pedazos de tela sobrevivientes al mal tiempo puestos por hinchas, un viejo muro con el retrato colorido de Diego, la puerta más pobre del mundo y al lado, la bandera, descolorida, de Evita Perón, de Tita Merello, del Che, de Gardel y de Borges. El sol argentino flamea con el frío. La vieja madera que hace de portón se cierra con una cadena. No es la Capilla Sixtina de La Paternal; es el humilde pesebre donde nació la esperanza. Es la cuna del dios melenudo que metió el gol más descolonizador de la historia. Por eso llegan aquí y rezan, encienden velas y se toman un trago. Así, en silencio y sin pagar entrada, llegamos los devotos, con el pecho reventando de agradecimiento De Villa Fiorito viene el 10, de esta casucha sale a dominar la pelota y con ella, la gran pelota llamada planeta Tierra. De esta tierra de villa se levanta el pibe más pobre para hacernos ricos en alegría, en orgullo. El resto solo es más villa, loco. El resto es su vecino Norberto que recuerda sin aspavientos y con la dentadura incompleta: “Jugábamos acá en la calle, allí en la esquina era todo baldío. Yo era arquero, acá. Él me decía Vaquita, por Vacca. Yo le daba la pelota a él, él pasaba a cinco y hacía el gol” repasa mientras dobla unos cables de motor de auto. “Cuando debutó, toda la cuadra fuimos a verlo”. Norberto enumera sin titubear los apodos de todos los hermanos Maradona, prueba de verdad. Y después de la breve charla, vuelve a su silla en la puerta de su casa, junto a Olga, su pareja, una rockera inconfundible con el cabello teñido. El resto es solo más villa. Más niñas inventando juegos en un semi asfalto. Más casitas que dejan ver las camisetas secándose al sol. Un largo asiento de cemento donde pintaron “Milei basura”. Más ventanas misteriosas luciendo macetas con las flores de la esperanza. Mejor dicho, con las flores de la espera de una Argentina pobre que ya esperó demasiado y que mira el potrero del barrio con abandonados arcos sin red sobre una cancha de polvo como prueba de que todo esto no fue un sueño, prueba incontrastable de que siguen siendo Villa Fiorito, Ciudad de Dios, ciudad del Diez. De una ventana sale una cumbia villera que en la cabeza se mezcla milagrosamente con esa canción de Rodrigo: En una villa nació, fue deseo de Dios, crecer y sobrevivir, a la humilde expresión, enfrentar la adversidad con afán de ganarse a cada paso la vida. Y, sí. Aquí nació la mano de Dios. Y todo el pueblo cantó. Regó de gloria este suelo.

Grande, Villa Fiorito. Esperanza, Villa Fiorito. Promesa, Villa Fiorito. Futuro, Villa Fiorito. Argentina, Villa Fiorito.

 Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.

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¿Y si es nuestra última elección real?

/ 2 de junio de 2024 / 00:04

Algunos de los estadounidenses que protestan por la guerra en Gaza se han vuelto contra el presidente Biden. Afirman que el gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu de Israel está matando a un gran número de civiles, lo cual es cierto, y que Biden puede detenerlo, lo cual es más dudoso. Pero, ¿cómo afrontan la realidad de que en un segundo mandato Donald Trump sería mucho más pro Netanyahu y antipalestino que nuestro actual presidente?

La respuesta que he estado escuchando es que el objetivo es enviar un mensaje: si Gaza le cuesta la elección a Biden, los demócratas entenderán que en las próximas elecciones tendrán que repensar su apoyo aparentemente reflexivo al gobierno de Israel y comprometerse como partido a la protección de los derechos palestinos.

Hay muchas preguntas que uno podría plantearse sobre este argumento, pero desde cierta perspectiva, la más importante para los votantes estadounidenses bien podría ser: ¿Qué próximas elecciones?

Existe una posibilidad muy real de que si Trump gana en noviembre, serán las últimas elecciones nacionales reales que Estados Unidos celebre en mucho tiempo. Y si bien aquí hay lugar para el desacuerdo, si considera que esa afirmación es una hipérbole escandalosa, no ha estado prestando atención.

Sí, podemos y debemos examinar las plataformas políticas de los candidatos y sus efectos potenciales, como si se tratara de una elección presidencial normal. Pero ésta no es una elección normal, la democracia misma está en las urnas. Y sería increíblemente imprudente no tenerlo en cuenta.

Comience aquí: Trump se negó a aceptar los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 y realizó afirmaciones de fraude sin pruebas en su esfuerzo por revocarlas. En los últimos dos años, varias encuestas han demostrado que alrededor de dos tercios del Partido Republicano han respaldado su negacionismo electoral. Y varios miembros destacados del partido se han negado a decir que aceptarán los resultados de las elecciones de este año. ¿Por qué imaginar que se volverán más respetuosos con las futuras elecciones?

Se podría decir que las instituciones estadounidenses limitarían la capacidad de Trump y de quienes lo sigan para imponer un gobierno unipartidista permanente, lo que hicieron, por poco, después de las elecciones de 2020. Pero las instituciones, en última instancia, están formadas por personas, y en este punto muchos republicanos, incluidos los jueces de la Corte Suprema, están demostrando tanta fuerza en el apoyo a la democracia y el Estado de derecho como una toalla de papel mojada.

Por lo tanto, una victoria de Trump bien podría cerrar el telón de la política tal como la conocemos: ya ha planteado la idea de un tercer mandato, algo que está prohibido, por supuesto, por la 22ª Enmienda. Pero en cualquier caso, al menos entre sus seguidores, ha generalizado la idea de que cualquier elección presidencial ganada por los demócratas es ilegítima.

Sin embargo, ¿por qué imaginar que un segundo mandato sería similar? Los asesores de Trump están hablando de políticas radicales, incluidas deportaciones masivas y despojar a la Reserva Federal de su independencia, que serían muy perturbadoras incluso en términos puramente económicos.

Pero, se podría decir, la reacción contra tales políticas sería enorme, y los republicanos seguramente las atenuarían por temor a que el radicalismo les perjudicara gravemente en las próximas elecciones.

A lo que digo: si Trump no es penalizado en esta elección por sus payasadas después de las últimas elecciones, ¿por qué debería preocuparse por una reacción violenta en una elección futura? Suponiendo que exista uno en algún sentido real. Y luego están los plutócratas que apoyan o se inclinan por Trump, que pueden estar engañándose a sí mismos por completo. Algunos de ellos pueden entender que están apoyando un movimiento radical y antidemocrático, y todos están a favor. Elon Musk, el más famoso, parece cada vez más haber optado por el Gran Reemplazo MAGA, pero está lejos de ser el único. Entonces, en ese sentido, es posible que se engañen menos que muchos.

Pero su ingenuidad es más profunda, porque imaginan que su riqueza y prominencia les permitirán prosperar, incluso en un Estados Unidos posdemocrático, que serán inmunes a las purgas y persecuciones que son una posibilidad tan obvia en el futuro cercano. Al menos deberían reflexionar sobre la experiencia de los oligarcas que ayudaron a Vladimir Putin a ganar poder y luego se encontraron a su merced.

Para ser claros: no estoy diciendo que la gente deba amordazarse y abstenerse de criticar a Biden en cuanto al fondo; es un adulto y puede manejarlo. Parte de su trabajo como líder elegido democráticamente es aceptarlo. Pero ignorar la posibilidad de que estas puedan ser nuestras últimas elecciones reales en un tiempo es miope y autoindulgente.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía y columnista de The New York Times.

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¿Entendemos cómo se ganan guerras?

/ 2 de junio de 2024 / 00:03

En los últimos 50 años, Estados Unidos se ha vuelto bueno perdiendo guerras. Nos retiramos humillados de Saigón en 1975, Beirut en 1984, Mogadiscio en 1993 y Kabul en 2021. Nos retiramos, después de la tenue victoria del aumento, de Bagdad en 2011, solo para regresar tres años después, después de que ISIS arrasó el norte de Irak y tuvimos que detenerlo (lo cual hicimos con la ayuda de iraquíes y kurdos). Obtuvimos victorias limitadas contra Saddam Hussein en 1991 y Muamar el Gadafi en 2011, solo para fallar en los finales.

¿Lo que queda? Granada, Panamá, Kosovo: microguerras que provocaron bajas mínimas en Estados Unidos y que apenas se recuerdan hoy.

Si eres de izquierda, probablemente dirías que la mayoría, si no todas, estas guerras fueron innecesarias, imposibles de ganar o indignas. Si eres de derecha, podrías decir que se combatió mal. De cualquier manera, ninguna de estas guerras tuvo que ver con nuestra propia existencia. La vida en Estados Unidos no habría cambiado materialmente si, digamos, Kosovo todavía fuera parte de Serbia. Pero ¿qué pasa con las guerras que son existenciales? Las naciones, especialmente las democracias, a menudo tienen dudas sobre los medios que utilizan para ganar guerras existenciales. Pero también tienden a canonizar a los líderes que, ante la terrible elección de males que presenta toda guerra, eligieron victorias moralmente comprometidas en lugar de derrotas moralmente puras.

Hoy, Israel y Ucrania están inmersos en el mismo tipo de guerras. Lo sabemos no porque ellos lo digan sino porque sus enemigos lo dicen. Vladimir Putin cree que el Estado ucraniano es una ficción. Hamás, Hezbolá y sus patrocinadores en Irán piden abiertamente que Israel sea borrado del mapa. En respuesta, ambos países quieren luchar agresivamente, con la visión de que solo pueden lograr la seguridad destruyendo la capacidad y la voluntad de sus enemigos de hacer la guerra.

Esto a menudo termina en tragedia. Es igualmente una fantasía imaginar que se puede suministrar a un aliado como Ucrania armamento suficiente y del tipo adecuado para repeler el ataque de Rusia, pero no tanto como para provocar una escalada en Rusia. Las guerras no son papillas; casi nunca existe un enfoque de Ricitos de Oro para hacerlo bien. O estás en camino a la victoria o en camino a la derrota.

En este momento, la administración Biden está tratando de frenar a Israel y ayudar a Ucrania mientras opera bajo ambas ilusiones. El presidente Biden pronunció el lunes un conmovedor discurso en el Día de los Caídos, en honor a generaciones de soldados que lucharon y cayeron “en la batalla entre la autocracia y la democracia”. Pero la tragedia de la historia reciente de las batallas de Estados Unidos es que miles de esos soldados murieron en guerras que carecíamos de voluntad para ganar. Murieron en vano, porque Biden y otros presidentes decidieron tardíamente que teníamos mejores prioridades. Ése es un lujo que países seguros y poderosos como Estados Unidos pueden permitirse. No ocurre lo mismo con los ucranianos y los israelíes. Lo mínimo que podemos hacer por ellos es comprender que no tienen otra opción que luchar excepto como lo hicimos nosotros antes, cuando sabíamos lo que se necesita para ganar.

Bret Stephens es columnista de The New York Times.

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