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LA ICHAPEKENE PIESTA

SAN IGNACIO DE MOXOS LA OFRECE A LA HUMANIDAD

/ 19 de agosto de 2012 / 04:00

La fiesta mayor de San Ignacio de Moxos, municipio ubicado a 96 kilómetros de Trinidad (capital de Beni), es una larga e importante celebración que marca la existencia de los más de 13 mil habitantes de ese municipio y alrededores. Todos festejan jubilosamente, año tras año, la Ichapekene Piesta (la gran fiesta) entre el 7 de julio y el 5 de agosto. Sobresale por su fasto y alborozo sobre todo en los últimos días de julio, 30 y 31, cuando la imagen de San Ignacio de Loyola es llevada en procesión y los grupos de bailarines y personajes recorren las calles.

Para entender el mito fundador, que trasciende en la fiesta, hay que saber de las amenazas de esclavitud que pesaban sobre los moxeños, tanto de parte de portugueses como de españoles. En el mito no se establecen deslindes claros sobre quiénes en concreto eran los enemigos. Se puede pensar que también había otros grupos étnicos guerreros que los acechaban. En todo caso, se entrevé que  al amparo de los jesuitas la sociedad moxeña se estabiliza y logra así guardar algo de su tradición.

La cruenta lucha que se habría librado para ello moviliza hoy a numerosos personajes míticos del cielo, de los bosques y de las aguas. Algunos se empeñan en evitar que Ignacio retenga en sus manos la Santa Bandera de la cristiandad para plantarla en la misión, pero los gigantes le auxilian, así como los guerreros portadores del plumaje sagrado en calidad de macheteros que irradian los rayos del sol. Intervienen también Juan y Juana Tacora, espíritus de la serranía (jichis, en moxeño-ignaciano).

A ellos se enfrentan los ancestrales dueños de la selva que toman la forma de achus, personajes enmascarados y jocosos, que son derrotados por Ignacio de Loyola y abrazan el cristianismo.

Desde hace 322 años, el Cabildo Indigenal de San Ignacio de Moxos, en tanto gobierno autónomo, es el responsable de la recreación de ese mito en el que se funden expresiones culturales indígenas y occidentales: danza, música, canto, liturgia, coreografía y juego.

La gran celebración sincrética, diurna y nocturna, sirve para que los moxeños consagren todos sus esfuerzos en hacer que renazca la fe, pero no solamente católica, representada en San Ignacio de Loyola, sino también en la presencia de los espíritus de los antepasados.

Se suceden vertiginosamente misas, procesiones, velorios, limosnas y comilonas. Una de las manifestaciones remarcables es la búsqueda en el bosque de un tronco imponente por su altura, cuidadosamente elegido por las autoridades y los expertos. Son ellos quienes lo arrastran hasta el pueblo y portándolo hacen una entrada triunfal que los pobladores siguen en cortejo. Se trata de la exposición de un elemento clave: el palo encebado (encebao), nada menos que la representación de la vitalidad del bosque, el palo de la santa bandera enarbolada en la batalla por Ignacio de Loyola. Al mismo tiempo, representa la purificación espiritual que es simbólicamente vitalizada a medida que el palo es engrasado, profusamente, antes de ser clavado en el corral.

Música, danza y personajes

A medida que las horas transcurren, diversas escenas y coreografías se desarrollan. El gran atrio del templo jesuítico y el espacio del Cabildo Indigenal son escenarios para que más de 48 conjuntos de danzarines y enmascarados se congreguen en torno de la imagen de Ignacio de Loyola. Todos ellos forman un largo cortejo de personajes humanos y no humanos que realizan coreografías al son de los antiguos instrumentos nativos (chuyu’i , bajón, yuruh’i, chiri, cáyure, jerure).

Y cada una de las comparsas juega un papel específico en el gran festejo.

Antes de pasar al desfile, cabe detenerse un momento en algunos de los instrumentos musicales. El chuyu’i es una especie de ocarina de arcilla de dos tonos. El bajón es como una zampoña grande elaborada con hoja tierna de palmera cusi. El cáyure es una quena de un solo tono, mientras que el jerure tiene tres. Se suman a los sonidos tambores, flautas y hasta violines, en una prueba más del inevitable mestizaje.

Los personajes desfilan con sus trajes llamativos y sus máscaras específicas hechas en madera, cortezas de árboles, cueros, plumas y telas de algodón.

Aparecen los angelitos, el sol y la luna, seres del cielo, mientras que los bosques son representados por los longevos achus que secundan al Tintiririnti Heraldo, quien ricamente ataviado se pasea a caballo (el apóstol Santiago). Cientos de toritos ciervos, toritos, tigres, búhos, aves zancudas y tucanes confluyen desde diversas calles y se mezclan en la algarabía de los fuegos artificiales que despegan del sombrero alado que portan los achus. Los bárbaros, el sargento judío, las moperitas, los carayanas, los chunchos y los cambas imponen su paso al son de la música. Sin embargo, los macheteros, con su enorme penacho de plumas multicolores, el hacha de madera en la mano y los cascabeles en los tobillos, asumen un rol principal.

Entretanto, en el Cabildo Indigenal decenas de mujeres preparan sabrosos platos costeados por los aportes de la misma gente. Todo el que participa de la fiesta goza de comida y bebida gratuita, expresión de la generosidad moxeña. De tal suerte que los visitantes, conjuntos musicales y danzantes son atendidos ceremoniosamente en una gran comilona en el salón del cabildo donde se ha ubicado la Santa Bandera.

Las prácticas ceremoniales como el maripeo (acto de escanciar chicha) van acompañadas por el coro musical y las orquestas de las comparsas que entran y salen del Cabildo Indigenal.

Patrimonio inmaterial

Entretanto aquello sucede, se organizan en las afueras del pueblo los espacios lúdicos para la riña de gallos y el jocheo (molestar al toro, pero sin matarlo) que concentrarán la atención de la multitud. Ésta se volcará devotamente a la devolución de la Santa Bandera al museo del pueblo, para dar por concluida la Ichapekene Piesta de San Ignacio de Moxos.

La celebración que acaba de vivirse una vez más en el sudoeste de Beni, por la gran riqueza de sus manifestaciones aspira a la inscripción en la Lista Representativa de la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Si la solicitud prospera, la Ichapekene Piesta se sumará a las dos manifestaciones bolivianas reconocidas ya internacionalmente con esa distinción: el Carnaval de Oruro (2001) y la Cosmovisión Andina de los Kallawaya (2003).

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Estado boliviano y ayllu andino

La BBB reeditó un trabajo de Tristan Platt que fue enriquecido por el estudio de Silvia Rivera Cusicanqui.

/ 13 de agosto de 2017 / 04:00

Estado boliviano y ayllu andino, del antropólogo inglés Tristan Platt, recientemente reeditado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), ha permeado el tiempo. Su temática —la larga relación entre el Estado y los ayllus— no deja de ser actual, aunque la institución del Ayllu esté ausente de la actual Constitución Política del Estado y representantes indígenas estén a la cabeza del país.

La obra nos seduce, permitiéndonos comprender, desde adentro, la naturaleza segmentaria de los ayllus de Chayanta organizados como cajas chinas superpuestas para el ejercicio de la reciprocidad, pero también preparados para la confrontación con el gobierno republicano boliviano entre los siglos XIX y XX. La obra nos agarra con una narración que oscila entre las adaptaciones de los ayllus al mercado de cereales, las presiones del Estado republicano y la acción beligerante como forma de respuesta a las dos reformas agrarias destinadas a individualizar la tierra y destruir la tenencia colectiva y el sistema de gobierno indígena. La obra nos convence, a través de un despliegue de garantías, de que la historia de los ayllus todavía está por escribirse y demuestra el importante aporte económico de éstos al presupuesto de la nación en los primeros 50 años de vida republicana.

Hace tiempo que se esperaba la reedición de esta obra, tan didácticamente concebida, para introducirnos a los prósperos ayllus de la provincia colonial de Chayanta, una provincia que abastecía la demanda de cereales y harina incluso fuera de los límites de la nueva República de Bolivia. En ese sentido, es un acierto en esta nueva reedición la presentación de mapas reelaborados —cuya construcción es un desafío cartográfico—, pues permiten visualizar la jurisdicción de los ayllus en los diferentes pisos ecológicos y las franjas étnicas del norte de Potosí. Además, los mapas dialogan con varios anexos documentales sobre los linderos y mojones de las tierras que poseían los ayllus de Chayanta.

A lo largo de los capítulos se puede seguir el transcurso de la acción en Chayanta, el centro de producción triguera más importante de Bolivia a principios del siglo XIX, donde se intentó aplicar las nuevas políticas agrarias modernizadoras para disolver a los ayllus. Empero, ese intento que duró un siglo no se pudo alcanzar, debido a una masiva resistencia indígena. De hecho, el autor señala que la resistencia no fue “una explosión ciega, desprovista de objetivos claros”, se trataba más bien de una defensa crecientemente airada de un orden “tradicional” que reposaba en el pago del tributo indígena para mantener relaciones normativas con el Estado que le brindara las condiciones necesarias para el desarrollo del gran comercio de cereales y harinas. A esta relación se la denominó “pacto de reciprocidad”, el cual se remonta al periodo colonial, cuando fue instituido el tributo monetario, y permite explicar las relaciones de los ayllus con el Estado. De tal suerte que el pacto habría pervivido por varios siglos de manera inmutable, gracias a su recreación a lo largo de un calendario fiscal y ceremonial.

El “pacto de reciprocidad” sufrió varios embates a lo largo del tiempo —por ejemplo cuando se trató de imponer una gran reforma rentística que apuntaba a la apropiación estatal de las tierras comunales (Ley del 5 de octubre de 1874)— complementada con reformas en el cobro del tributo. Este momento histórico, denominado primera reforma agraria, permite visualizar un quiebre de la concepción de reciprocidad entre comunidad y Estado. La primera reforma agraria es presentada de manera detallada gracias al Informe de Narciso de la Riva, juez revisitador de la provincia Chayanta en esa época. En efecto, gracias a ese documento podemos enterarnos de la ideología que sustentaba esa iniciativa estatal y el detalle de las medidas que teóricamente quisieron tomarse; al mismo tiempo, nos permite entender la expansión de la propiedad privada de la tierra sobre los territorios de los ayllus en el norte de Potosí entre 1881 y 1918, además de narrarnos los entretelones de las alianzas que se realizaron con diversos grupos y el desenlace fatal de un arrinconamiento de ayllus norpotosinos en momentos de ruina económica y acorralamiento político.

Esta situación crítica fue la antesala de la segunda reforma agraria de 1953. La misma que prolongaría, a su manera, el pensamiento positivista liberal, principalmente al plantear un modelo que reposaba en una multitud de pequeñas unidades campesinas que trabajarían con tecnificación en el marco de cooperativas. Las contradicciones internas en la redacción de la Ley de Reforma Agraria (2 de agosto de 1953) son señaladas a partir de datos de Chayanta que evidencian la clara desestructuración del sistema de tenencia “vertical” de tierras situadas en diversos pisos ecológicos y del sistema de herencia tradicional en el usufructúo de la tierra. A lo largo del último capítulo, se reviven los debates acerca de la intervención movimientista y el rechazo categórico de los ayllus.

Otro logro de esta edición es el estudio introductorio de la socióloga Silvia Rivera, quien presenta el contexto histórico de producción de la obra desde un enfoque testimonial, con el aditamento de realizar numerosas comparaciones con ayllus de otras regiones en el mismo periodo, lo cual enriquece sobremanera la perspectiva analítica. La obra y el estudio introductorio ofrecen información que plantea interrogantes acerca de los mecanismos que  permitieron la pervivencia del  antiguo “pacto de reciprocidad” como elemento explicativo. Este aspecto merece ser analizado a la luz de nuevas investigaciones a las que invita la reedición de la BBB.

  • Carmen beatriz Loza es historiadora

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