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Fotógrafo pionero boliviano que quiso descansar en paz

Ricardo Sánchez Quiroga es retratado por el documentalista Okie Cárdenas en 'El color del tiempo'

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

Don Ricardo Sánchez ni se imaginaba que aquel pequeño y humilde  maletín de cuero sería la señal de que el destino estaba esperando para inmortalizarlo. Es más, don Ricardo estaba seguro de que, tarde o temprano, alguien se acercaría a él para filmar su vida y así dejarle al país aquel legado. Por eso, cuando el cineasta Okie Cárdenas lo abordó y le propuso hacer un cortometraje sobre su vida, el anciano fotógrafo le contestó con alegría: “Ya era hora”.

Y así comenzó esta historia, con el azar tejiendo sus designios a espaldas de los hombres. El primero, el solitario fotógrafo, con toda una vida cargada en las pupilas; y el segundo, el cineasta Okie Cárdenas con miles de historias por contar; se acercaron ambos con la inocencia de niños.

El encuentro

Y el pequeño maletín iba a ser la clave escogida por el destino. Okie, hijo de un ingeniero de minas, lo vio por primera vez cuando tenía unos seis años. Acompañó a su padre a encargar al fotógrafo que registrara las imágenes del matrimonio de una pareja minera en la que el ingeniero era el padrino.  Don Ricardo, por aquel entonces, era el único fotógrafo en las minas potosinas. Padre e hijo tuvieron que viajar desde Catavi hasta Llallagua para darle encuentro. Tras acordar los términos del contrato, Okie reparó en el maletín negro, casi cuadrado, de unos 20 centímetros por lado, que guardaba el tesoro de don Ricardo, su cámara. Lo hizo  porque en la cara anterior del maletín estaba inscrita con pintura blanca la leyenda de “Fotógrafo”.

La segunda vez que el cineasta vio al retratista fue en Oruro, unos 15 años después. Lo reconoció, precisamente, por aquel pequeño maletín que llevaba en el hombro. Pero entonces no le dio importancia y dejó que la señal pasara por su vida sin mayores aspavientos.

Pero hace poco más de dos años, Okie volvió a ver el maletín, deambulando en bandolera con don Ricardo, en el cruce a Tiquipaya, en Cochabamba. Y entonces comprendió: aquello era un designio que no iba a dejar escapar. Los persiguió hasta un pequeño cuarto, con cortina metálica, en cuyo frontis se podía leer  “Foto Sánchez”, junto a la oferta de cuatro fotos tamaño carnet por seis bolivianos. Cuando se acercó a hablarle, comprobó que el tiempo había hecho estragos con aquel cuerpo que registraba la vida en las minas hace tantos años.

Los dedos de don Ricardo, afectados ya por una artritis senil ocasionada por los fuertes ácidos utilizados para revelar las fotografías, eran el símbolo del paso de los años. Pero parecía, sin embargo, que el tiempo no había pasado por ese estudio. Estáticas en el espacio continuaban las cámaras de don Ricardo: Una Canon, una Zenit y hasta una de fuelle.

La fiesta

Y el encuentro se convirtió en una fiesta de anécdotas e historias. Don Ricardo le mostró al cineasta todos sus tesoros, reunidos y clasificados en dos cajitas de cartón desde donde saltaban, intactos, mineros, diablos, morenos y otros bailarines de comparsas y fraternidades y decenas de niños sonrientes de las minas.

Aquellas joyas relucían en las manos del cineasta, consciente de que estaba presenciando una magistral clase de historia de Bolivia, que el país expulsaba desde sus propios  pulmones.

El presentimiento no había sido una ilusión. El cineasta estaba, efectivamente, frente a un pionero de la fotografía boliviana. Allí se hallaban las imágenes de un país que el Estado boliviano pretende recuperar negándose a hacer honores a hombres humildes, de carne y hueso, que no están en los libros de historia, que no forman parte de aristócratas familias ni se encuentran en los museos citadinos. Allí estaba el esplendor de Huanuni, Catavi, Llallagua y Siglo XX. Allí estaba, en fin, un poquito de cada uno de nosotros.  

“Me quedé maravillado y comencé a filmar —dice Okie— Don Ricardo trabajaba con un equipo de hace cincuenta años, al que le había hecho una serie de adaptaciones para que continuara siendo su fuente de sustento”.

Es que, como muchos pioneros, renegaba de la tecnología. “La fotografía es un arte, no es cualquier cosa”, dice el fotógrafo en el documental y sus ojos adoptan un  gesto severo. Cómo no iba a saberlo él, que había estudiado el arte en Argentina y lo había llevado a las minas bolivianas como el más preciado regalo hacia su tierra. “Compré mi cámara en Buenos Aires y me costó 1 millón 800 mil pesos”, recuerda don Ricardo y agrega que fotografió a todos los caudillos que llegaron a las minas, a Wálter Guevara, a Víctor Paz Estenssoro”. Con la humildad de los grandes, no alardeaba de ser uno de los pocos fotógrafos que logró imágenes de interior mina de aquellos años del auge del estaño.

La sobrevivencia

Pero la vida es ingrata y aunque don Ricardo se esforzaba por sobrevivir, la vida ya se lo había llevado por delante. Se esmeraba en pintar murales que hacían de fondo para sus fotografías, pero, allí, en Cochabamba, era cada vez más difícil ganar el pan. Por eso ofrecía cuatro fotografías por seis bolivianos y rezaba, cada día, que alguien lo escogiera y poder así garantizar el almuerzo por el que diariamente pagaba la misma suma: seis bolivianos.

Y esa misma humildad hacía que evitara, casi por todos los medios, que alguien lo viera cuando comía; que no pidiera favores; que no se quejara nunca de la soledad en la que vivía porque sus padres habían muerto cuando él era muy joven y su esposa había fallecido hace 46 años.

Sólo su vecina, precisamente la que le da el almuerzo, protesta contra aquella ingrata hija que se había ido a Argentina, quién sabe hace cuántos años, y nunca más volvió a acordarse del padre. “Con tantas formas que hay ahora para comunicarse, ella nunca lo buscó. ¿Acaso hay que recurrir al chasqui?”, ironiza  la mujer en el documental.

Pero no guardaba rencores. “Su sueño era volver a Buenos Aires y buscarla”, dice Okie. Don Ricardo nunca dijo el nombre de su hija, quizá por no querer revivir el dolor de la ausencia. Lo único que se sabe  de ella es que apellida Sánchez Rossembudt y vive en Argentina. Recordar a su esposa, en cambio, era otra cosa. El cineasta rememora con exactitud el nombre. Ema, Ema Rossembudt, hija de alemanes que se casó con don Ricardo y le dio una hija, la que ahora vive en Buenos Aires.

A don Ricardo se le entornaban los ojos al recordarla, igual como cuando hablaba del futuro. “Quiero viajar por Sudamérica y después descansar en paz, sin ser deudor, sin hacer sufrir a la familia”, dice en el documental casi premonitoriamente.

Y  la cita con la parca siempre es cruel. Okie acabó entusiasmado su obra, pero cuando fue a mostrársela a don Ricardo se encontró con el estudio cerrado.

Desesperado, comenzó a averiguar sobre el destino del fotógrafo y se enteró que había muerto apenas unas semanas antes. “Don Ricardo no pudo ver el producto final y a mí me invadió la frustración y el dolor. Por un momento, sentí que todo había sido en vano”. Había caído enfermo de un momento a otro. Sin más recursos para ayudarlo, sus vecinos tuvieron que vender las cámaras para pagar el hospital. Las vendieron a precio ínfimo al primer interesado de quién sabe dónde. Abatido, Okie intentó entonces recuperar lo más importante: las imágenes, pero la sensación de naufragio hizo presa de él cuando supo que las pertenencias de don Ricardo, incluidas aquellas dos cajitas de cartón con todas sus fotografías, fueron entregadas a un primo lejano, el único que acudió al entierro, quien se las llevó a su pueblo, Colquechaca, donde la tradición establece que todas las pertenencias del difunto deben ser quemadas para que su alma descanse en paz. La muerte había dado su última palabra. Cumplió el deseo de don Ricardo: descansar en paz sin deberle nada a nadie.

¿Hoy sientes que todo fue vano?, le preguntamos a Okie cuando presentó el cortometraje. “No”, respondió categórico. “Hoy sé que la historia quiso hacer un homenaje a todos los pioneros de la fotografía en Bolivia y nos utilizó a don Ricardo y a mí para hacerlo”.

Curiosas son las formas en que la providencia deja para la posteridad la obra que la ingratitud de los hombres olvida con tanta facilidad.

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Mi mundo paralelo

Tanto ha desnaturalizado nuestra convivencia, que un acalorado abrazo de cumpleaños es casi difícil. Es que son las redes sociales que se han metido en nuestras vidas, que son capaces de hasta darnos muerte civil por un simple rumor. Pero ahí estamos, viviendo en ellas.

/ 17 de noviembre de 2013 / 04:04

Vengo un mundo paralelo en el que pasan cosas inverosímiles. Paquita la del barrio le canta a Micky Mouse “rata de dos patas”, y el ratón le responde: Gorda hija de… desatando una carcajada general. Un pollito maldice a su compañero diciéndole “ojalá te vuelvan sopa” y un perro le habla a un tal Lucho jurándole que no cometió las travesuras que, evidentemente, hizo.

Y este universo alterno no es mi exclusividad. Discurre ante nuestros ojos desde una pantalla de computadora. En este lugar, yo posteo, tú comentas, ella critica, nosotros compartimos, ellos ríen y nadie trabaja. Gracias a él, decenas de personas mandan felicitaciones de cumpleaños con los mejores deseos, aunque cuando las encuentras en la calle ni siquiera te saludan. Cientos de amigos reportan cotidianamente lo que hacen, lo que comen, lo que miran, los lugares que visitan, lo que aman, lo que odian… Y hasta muestran fotos de la fiesta aquella a la que no te invitaron. ¿Nació el bebé? Rápido, traigan la cámara para subir la foto al Facebook. ¿Se le rompió una uña? Tienen que saberlo sus contactos.

Ha cambiado tanto nuestra vida que ha provocado que un bar, ubicado quién sabe en qué lugar del planeta, aclare a sus clientes: “No tenemos wi fi. Hablen entre ustedes”. O hace que un joven cuente que, tras quedarse sin conexión a internet, tuvo que hablar con unos desconocidos que decían ser su familia. “Parecen buena gente”, decía el chico en su muro.

Y ni qué decir de cómo modificó nuestra forma de escribir. El otro día le pregunté algo a mi hijo por esta vía. “No C”, me respondió. “Se escribe ‘no sé’”, le corregí, y él me calló la boca respondiéndome: “Ya C”.

Y nada como la terrible frustración de los amantes de la escritura, como yo, que a veces nos tomamos diez minutos redactando un mensaje amoroso. “He pensado seriamente en nuestra conversación de anoche y creo que tienes razón. Me disculpo por todo lo que te dije. No pensé que iba a molestarte tanto. Te amo. ¿Me perdonas?”. A esto el insensible responde: “Ok”.

Es que las esposas lo aman, porque les permitió aumentar el control sobre sus cónyuges como nunca antes en la historia. Y, ni duda cabe, ahora la verdadera prueba de amor no es la entrega, es la revelación de nuestra contraseña de Facebook. Pobre del novio de una mujer celosa, tendrá que eliminar en el acto a todas sus amigas, especialmente a aquellas comedidas y demasiado cariñosas.

Para los hijos, en cambio, es una pesadilla. Algunos llegan a borrar a sus madres de su lista de contactos, viera usted. Porque además del bochorno de que tu madre escriba en tu muro, no todo es risas, también hay cosas serias en este infierno dantesco.

En la pantalla, atigrados y bolivaristas sostienen acalorados debates. Los oficialistas resaltan los logros del Gobierno y los antimasistas los critican y, de vez en cuando, un bonachón líder opositor aparece de repente con comentarios como “en la EMI, dictando una conferencia sobre libre empresa. Unidad es el camino”.

Incluso el Ministerio de Comunicación interactúa de vez en cuando, atribuyéndole al presidente Evo Morales frases memorables, como aquélla en la que sostenía, imaginamos con el dedo índice en alto, que “Bolpebra es la abreviatura de Bolivia, Perú y Brasil”.

Pareciera que este inframundo está digitado por un personaje parecido al diablito de Eugenio Derbez, aquel que apretaba una tecla frente a un monitor para hacer caer a un bebé, tropezar a una señora o romperse la crisma a un ciclista.

Y como todo demonio, no puede con su carácter maligno. La semana pasada mostró a una joven en una secuencia de dos fotos. La primera llorando amargamente porque su novio había terminado con ella y la segunda, ella misma, ya sin vida, colgando de una cuerda. En realidad, no sé qué fue más perturbador: si el suicidio de la muchacha o las decenas de “me gusta” que incluyeron sus conocidos.

Escabrosas son también las fotografías de perfil de muchachitas adolescentes, mostrando sus calzones de corazoncitos para obtener “likes”. Uno se pregunta dónde están los padres de estas niñas y hasta imagina que ya son víctimas de traficantes de personas. O aquellos videos de chicos de colegio maltratando a un compañero en vivo y directo o golpeando a un animal indefenso. Así de perverso es ese mundo paralelo.

No hace mucho estábamos apenas recogiendo los pancitos con los que habíamos agasajado a nuestras almas el Día de Difuntos, cuando nos estremecimos con el estruendo de un rayo que pareció caer allí, dentro de la pantalla. Pobres ilusos, creímos que aquel sismo no iba a retumbar tan cerca; en nuestras casas, en nuestra mesa, en nuestro lecho. Pero estalló como una granada en nuestras manos, soltando todos los prejuicios, los fantasmas, los miedos y las taras que, agazapados, se esconden en nuestros corazones.

Es que, aunque no lo queramos ver, en este universo alterno también se destruyen relaciones. Una mujer es consumida por las llamas de la hipocresía y junto a ella se convierte en cenizas un matrimonio. Decenas de piedras lapidarias vuelan por los aires con la esperanza de dar el tiro de gracia. Y los susurros se hacen gritos difundiendo el chisme. Y aunque no me lo crea, sólo vi a dos personas, sólo dos, que se negaron a juzgar y condenar. Yo no era una de ellas. Cuánta falta nos hizo y cómo amamos el silencio en ese momento. Cuántas veces pedimos que, por el amor de Dios, alguien pare tanta barbarie.

Es que, en realidad, todos somos plastilina moldeable en las manos de este demonio. Pequeños juguetitos, Legos, brincando de aquí para allá hasta que el ser siniestro sella nuestro destino y destruye nuestro prestigio, nuestra carrera, nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestra vida… con un golpe de puño cerrado sobre la mesa. Entonces no queda nada, ni siquiera el recuerdo de aquellos días felices en los que con tanta alegría compartimos estados, emociones y chistes.

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Nosotros, la información

Tanto ha cambiado el mundo, que ahora los periodistas no son en exclusiva los intermediarios de la noticia. Ahora, los ciudadanos tienen la palabra; no solamente quieren ser escuchados, sino hablar. La Fundación para el Periodismo se ha planteado el ejercicio de esa experiencia, que comienza con diarios ciudadanos.

/ 9 de diciembre de 2012 / 04:02

Hasta hace algunos años, tener un celular de última generación en el bolsillo podría haber sido un signo de estatus social, pero no algo imprescindible. Incluso hoy, para la mayoría de los bolivianos el aparato sirve para dos operaciones básicas: recibir y hacer llamadas telefónicas. Pero la tecnología ha revolucionado de tal manera nuestra vida que, en este momento, tener un celular inteligente y acceder a internet no es sólo un gasto suntuario: es una necesidad.

Y es una necesidad porque gracias a la irrupción de las nuevas tecnologías ha cambiado absolutamente todo: la forma de hacer y de distribuir música, la cinematografía, incluso la forma en que nuestros niños juegan.

Pero es posible que la mayor cantidad de cambios para la vida cotidiana de la gente se presente en el hecho de que las nuevas tecnologías han introducido una posibilidad revolucionaria para todos los ciudadanos: poder generar contenidos y compartirlos.

El ejercicio del derecho a informar y ser informado está más presente que nunca. Atrás va quedando la figura del periodista como intermediario entre el poder y la ciudadanía, del periodista que “interpretaba” la información para hacerla comprensible a la gente.

Y sobre todo, atrás va quedando el monopolio de la agenda informativa que hasta hoy poseían los medios de comunicación, siempre sometidos a múltiples intereses económicos, empresariales, políticos, mercantiles y hasta familiares.

Y esas múltiples presiones actuaban y actúan subrepticiamente en la agenda informativa cotidiana, al punto de que la ciudadanía cuestionó la confiabilidad de los medios. Los bolivianos lo hemos vivido en carne propia el año 2003, cuando los canales de televisión transmitían telenovelas mientras las fuerzas del orden reprimían duramente a los alteños durante la “guerra del gas”.

Los alteños decidieron entonces no dejar ingresar a sus zonas a varios medios. Sólo a algunos, como radio Erbol, Radio Pachamama y RTP les estaba permitido reportear. ¿Qué habría pasado entonces si hubiésemos contado con las nuevas tecnologías que ahora son tan accesibles? Es posible que estuviésemos contando una historia diferente.

Es por eso que la Fundación para el Periodismo decidió explorar lo que se denomina el periodismo ciudadano, un nuevo modelo de información en el que el ciudadano deja de ser un mero consumidor de noticias para constituirse en un generador y productor de contenidos.

Los orígenes del periodismo ciudadano datan de hace unos 15 años, pero comenzaron a mostrar su potencial en 2001 en Estados Unidos, cuando Al Qaeda derrumbó junto a las Torres Gemelas muchos paradigmas, entre ellos el periodístico. Las páginas web de los diarios estadounidenses colapsaron frente a la avalancha de personas que requerían información y los blogs y bitácoras entonces comenzaron a convertirse en fuentes alternativas que eran consultadas por la población.

Lo mismo ocurrió durante el tsunami de Indonesia y, posteriormente, cuando se produjo el terremoto en Chile, el año 2010; el fenómeno se reprodujo con creces en las redes sociales como Facebook y Twitter.

Ha corrido mucha agua bajo el puente y hoy, en Bolivia y en el mundo, todos los medios de comunicación tradicionales han abierto espacios para que la gente participe y comente las noticias presentadas. Aun así, persiste la resistencia a dar la palabra a los ciudadanos. Los teóricos del periodismo ciudadano señalan, con acierto, que los medios siguen creyendo que la gente quiere ser escuchada, cuando, en realidad, la gente quiere hablar.

En Bolivia hubo múltiples experiencias, como Voces Bolivianas, Indymedia o los grupos de blogueros constituidos en El Alto. Su aporte ha sido altamente valioso especialmente para los jóvenes, que son los más predispuestos a probar, utilizar y explorar las nuevas tecnologías. Pero estas experiencias no lograron trascender el esfuerzo individual o grupal del activismo bien intencionado pero poco promovido y menos aún valorizado por los medios de comunicación tradicionales.

Es necesario explorar el nuevo modelo desde la perspectiva informativa a partir de periodistas comprometidos con la democratización de la información. Cambiar la idea de que el periodismo ciudadano es el periodismo de los barrios, la información recopilada en las calles de los vecindarios.

El periodismo ciudadano es aquél que se compromete con esta nueva generación que quiere crear sus propias noticias, que se rebela contra el monopolio mediático de la información, que reivindica la importancia de lo que hace en su vida cotidiana; porque así vive, así estudia, así reproduce su círculo social.

El periodismo ciudadano es el que rescata lo que dice la gente, para profundizarlo, darle sentido y contexto e interpela al poder cuando la situación lo amerita. Es el que exige soluciones a situaciones concretas que afectan a la vida de una comunidad, por pequeña que ésta sea. Es el que toma el estandarte de quienes piden más y mejor internet para Bolivia, el que se suma y milita por mejorar los servicios básicos para la población.  La experiencia iniciada por la Fundación para el Periodismo nos ha demostrado que estamos dando los pasos en el camino correcto.

Desde septiembre pasado, se han desarrollado tres plataformas digitales para las ciudades de Tarija, La Paz y Cochabamba. En Tarija, tras las primeras jornadas de capacitación para los periodistas ciudadanos, se registraron 108 personas, entre las que se encuentran importantes autoridades culturales, historiadores, estudiantes de comunicación y jóvenes bohemios que nos cuentan cómo comparten la noche en la ciudad.

En La Paz, la experiencia empieza ya a mostrar todo su potencial. La primera corresponsal registrada tiene apenas 16 años y es una joven estudiante de la zona de Chasquipampa. El segundo es un hombre de 74 años que informa sobre las diversas actividades que se realizan en la Universidad de la Tercera Edad. A apenas unas horas de anunciado el taller de capacitación, teníamos registrados 47 periodistas ciudadanos, dispuestos a informar. Los cochabambinos esperan el lanzamiento de su plataforma, que se realizará a mediados de diciembre.

El periodismo tiene tres principios básicos: responsabilidad, veracidad y oportunidad. Los ciudadanos interesados en informar nos han demostrado que son los primeros en respetar estas premisas. Ni una sola información de la analizada hasta el momento incluyó una calumnia contra alguna persona o algún comentario discriminatorio o racista. No hay insultos ni vituperios, no hay información alarmista ni falsa. Sería bueno que los medios tradicionales volcaran la vista hacia esa información, para acortar la brecha actualmente existente, que no sólo perjudica a las empresas periodísticas sino, sobre todo, a nuestro derecho a ser informados.

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