Restauradores: El tiempo parece retroceder en las manos de los Santander
El taller de arte religioso es un sitio donde piezas únicas conforman una colección privada en la que resalta el arte colonial.
Por las manos de la familia Santander han pasado figuras religiosas de todo tipo para ser reparadas de eventuales roturas o víctimas del implacable paso del tiempo. Y es que los Santander, en sus últimas tres generaciones, se han consolidado como una familia de restauradores de objetos sacros y de antigüedades.
La sala donde se alberga la colección de antigüedades y el taller de estos artesanos es un ambiente donde el tiempo parece que se hubiera detenido.
Media docena de relojes antiguos —entre ellos un cucú—, dos vitrolas, cuadros de ángeles, efigies católicas de tiempos coloniales y una pianola son algunos de los elementos que atraen la mirada del visitante apenas ingresa.
Pero el recibimiento más acogedor es el de Moneda, la mascota de la familia, que después de menear la cola se acomoda en su lugar favorito para reposar: una silla francesa Luis XIV. La perra es una guardiana que parece especialmente diseñada para combinar con el lugar.
“Mi padre comenzó con este trabajo, él era Samuel Santander y si bien a mi abuela no le gustaba la idea de este oficio, mi papá se consolidó como un magnífico restaurador. De todas las iglesias lo llamaban y yo lo acompañaba y así fui aprendiendo este oficio”, cuenta Mary Santander.
Ella siguió los pasos de su progenitor y, a la par, desarrolló una profunda cultura religiosa. Mary domina la vida y obra de los santos y detalla los milagros de cada uno. “Este santo es milagroso para conseguir un buen novio y marido trabajador”, afirma mientras señala a un San Antonio colonial, tallado en madera, que abraza a un Niño Jesús rodeado de ángeles. “Y es más —agrega—, muchos devotos le quitan el bebé cuando se demora en concretar la misión de encontrar la pareja”.
Pero si se trata de satisfacer las variadas expectativas de los mortales, el ángel San Rafael es el que se encarga de hacer las diligencias para conseguir un novio especialmente guapo. La belleza física también es importante y no se descarta de los milagros. Mary hace gala de sus conocimientos con un tono desenfadado y grato para quien acude a su galería-taller.
“Soy católica y me gusta mucho el tema religioso al punto que yo quería que un cura sea el padrino de mi hijo, porque el religioso era muy innovador”, asegura.
Salvador Quispe Santander es el único hijo de Mary, tiene 26 años, es licenciado en Turismo y un apasionado coleccionista de antigüedades.
“Si bien mi familia siempre ha restaurado figuras religiosas, desde pequeño me gustó la idea de coleccionar antigüedades y repararlas”, dice Salvador para justificar su afición por esos objetos.
Para muestra basta un botón. La primera colección de Salvador se gestó a sus seis años. Una serie de cubiertos de plata que conserva ordenados con prolijidad de acuerdo al tamaño. “Con el dinero que me daban para mi recreo yo me compraba en El Alto estos cubiertos que vendían amarrados como chatarra y allí encontraba piezas de plata”, revela.
Salvador se tornó el pionero de la familia en acumular, restaurar y organizar piezas que el tiempo había malogrado.
“Fue cuestión de prueba, error y aprendizaje. Así logré recomponer un reloj que estaba hecho astillas y destripado en sus tuercas y todo el mecanismo”, recuerda.
A las seis en punto suenan los seis relojes del taller Santander. Salvador supo reconstruir el mecanismo de cada uno, adaptarlos y dejarlos a la perfección.
Para realizar el trabajo de la mejor manera se usa una serie de materiales, entre ellos escayola, yeso, barnices, tintes naturales y óxidos. Pero al mirar piezas tan valiosas como un pianola, uno se pregunta de dónde rescatan estas maravillas.
Entre la luz y las sombras
Salvador toma asiento en la pianola, sonríe y antes de responder la pregunta pone los pies sobre el pedal, listo para hacer sonar el instrumento.
“Entre las familias que habitaban en La Glorieta y otras que eran parte de las oligarquías del país se importaban estas pianolas para el entretenimiento, porque no todos sabían tocar el piano”, introduce Salvador y luego llega la respuesta esperada. “Las piezas van llegando a mí por diferentes vías. Tengo personas que me buscan para vendérmelas, las busco en ferias e incluso he heredado cosas de amigos”.
Mary interrumpe y señala que hay señoras de edad avanzada que venden las antigüedades que pertenecieron a sus familias. “La mayoría son chuquisaqueñas y pertenecieron a familias poderosas, casi una especie en extinción”.
Ojos que sí ven, corazón que sí siente. El refrán, sin la negativa, cuaja mejor rodeado de historia que se estampa sobre cada antigüedad y pieza religiosa. La habitación, o minimuseo donde los Santander reciben a sus clientes, es como un templo que guarda energías e historias.
“No se puede negar que aquí cada cosa que guardamos tiene una historia, tiene muchos años y atesora las vivencias de quien las tuvo en su momento”, dice Salvador. De pronto, a Mary le viene anécdotas a la memoria porque no todo es celestial en el trabajo de los restauradores.
“Yo me conozco muchas iglesias, hemos realizado trabajos en tantas y es que son décadas en esta labor, pero en nuestros trabajos una ve muchas cosas, nos han llegado figuras de diablos y de la Santa Muerte para reparar”, explica Mary, quien se declara católica practicante.
Entre estas historias, cuenta que en una ocasión una persona devota de la Santa Muerte, imagen originada en México, que se cree data de tiempos precoloniales y cuyo culto se extendió al presente, llegó con una figura que pidió sea reproducida en hueso humano.
Mary se negó y solo se quedó con el recuerdo de la experiencia. Sin embargo, tanto el hijo como la madre recalcan que son respetuosos de las prácticas y rituales de cada persona.
A su memoria también acude la imagen de un Diablo que fue llevado a su taller. “Era una figura que se había quemado y que nos pidieron restaurar. Lo que nos impresionó es que tenía un olor muy penetrante a azufre y tabaco”.
Mary no deja escapar la ocasión para narrar que cuando restauró santos de tamaño natural quedó sorprendida al encontrar dentro cartas de amor, cabellos y rezos para la salud escritos en papeles.
“Es impresionante todo lo que se ve y cómo la gente se da modos de meter dentro de las estatuas este tipo de objetos”, dice mientras acaricia a Moneda, la perra que observa desde su silla que, más que nada, parece su pequeño trono.
Madre e hijo recalcan que la fe mueve montañas y que su trabajo les permite ver esta manifestación en las personas.
“Mucha gente se acerca a nosotros con la intención de que reparemos sus objetos de fe, por eso no dejamos que vea nuestros depósitos por el respeto a las figuras santas que estamos recomponiendo”, advierte Salvador.
Los precios de los arreglos que hacen estos artesanos de la renovación oscilan entre cinco y 1.500 bolivianos, dependiendo del grado de deterioro de la pieza.
“Hay personas muy sencillas que vienen aquí a hacer reparar su niño para Navidad, gente muy adinerada que nos trae santos como las personas del Gran Poder que son las más pudientes”, dice Mary.
Salvador no desaprovecha el tiempo y se pone a reparar un niño cusqueño. Con pinceles, espátulas y materiales especiales lo va retocando. ¡Todo un arte!
El lugar es como un baúl del recuerdo y la comparación se acentúa cuando la vitrola del siglo XIX comienza a tocar.
Un disco de vinilo gira y de él se desprende la melodía de un tango que genera bienestar y desata la imaginación, pero para quienes son más cercanos a esos tiempos evoca recuerdos y melancolías.
“Hay gente que cuando llega a este lugar queda encantada. Recuerdo a un viejito que un día llegó aquí y cuando escuchó estos tangos lloró porque revivió viejos tiempos. También una señora me dijo que al oír la vitrola viajó al pasado y vio a sus padres bailando”, cuenta Mary.
Pero no es la única historia que se teje en torno a este místico lugar.
“Navidad es el tiempo en el que tengo mayor cantidad de pedidos para restaurar. Los Niñitos invaden el taller”.
Los Santander son muy puntuales en la entrega de sus trabajos. Por ello cuentan con una lista y horarios de entrega. “Quedé con una señora para entregarle su niño a las 06.00, pero ella se adelantó más de una hora y nos exigía nerviosa. La senté y me afané en su trabajo, vi que lloraba mientras rezaba al Señor Jesús de los tres rostros que tenemos”, relata la restauradora.
Pero quien es la protagonista principal de las imágenes antiguas y religiosas es una Virgen Dolorosa. “Mi abuela me heredó esta Virgen colonial el 2003, cuando sucedió la riada y todas las imágenes se cayeron y la única que quedó en pie fue ésta; sin desportillarse ni nada”, explica el joven restaurador. Como su madre, Salvador hace gala de sus conocimientos litúrgicos y explica que esta Virgen tiene siete dagas clavadas en el corazón, es decir siete dolores vividos.
“El Niño Jesús que carga en sus brazos es el niño de la pasión y muestra el sufrimiento y martirio y es un pequeño nazareno que ya carga la cruz. Ambos lloran y ella sufre por la muerte de su hijo”.
Salvador enfatiza que el atuendo de luto de la Virgen simboliza su dolor y su corazón oscuro es el símbolo de toda la pena que ella ha cargado desde el día que Jesús, de niño, se pierde pasando luego por la crucifixión y la muerte.
Desde entonces, la Dolorosa es la patrona del hogar de los restauradores y del taller. “Ella nos ha cuidado mucho y es una imagen muy exquisita porque el rostro y las manos fueron traídas desde España y el cuerpo se fabricó en Potosí”, dice. Una de las historias que giran en torno a esta imagen es cuando los restauradores olvidaron cerrar la puerta que da a la calle del salón de antigüedades. “Nos fuimos toda la tarde y no pasó nada, fue un milagro”, cuenta Mary.
Otro suceso insólito se produjo cuando un ladrón se metió al taller y al encontrarse con tantas figuras religiosas huyó despavorido. “Imaginamos que pensó que era una capilla y le dio miedo robar aquí”, agrega mientras deja escapar una sonrisa.
Salvador toma la palabra y especifica que cuando él halla un artículo colonial suele levantar una ficha documental para llevar el registro. “En la ciudad hay coleccionistas de antigüedades, pero no dejan que nadie vea sus piezas. A mí me gusta mucho tener esta sala con todo restaurado para que la gente vea esta colección y haga reparar sus reliquias”, dice el joven sin ocultar el orgullo por su trabajo.