En todo el mundo, los laboratorios se apuran para producir una vacuna para el coronavirus. Sin embargo, los investigadores biomédicos no están colaborando: están compitiendo. ¿Los anima la salud o la competencia por el capital? Para asombro de millones de personas, el presidente Trump sigue superándose a sí mismo cuando se trata de corrupción y estupidez. Lo último en este sentido fue su intento por evitar que los funcionarios de su gobierno hicieran declaraciones públicas sobre la epidemia del coronavirus, por miedo a perjudicar al mercado bursátil.

Es difícil creer que Estados Unidos tenga un Presidente que ponga en riesgo la salud pública solo para evitar una contracción del mercado, lo que, a su vez, él teme perjudicaría su índice de aprobación. Bienvenidos al Partido Republicano moderno.

Tenemos suerte de que los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) estén atendidos por multitud de profesionales entregados que harán todo lo posible por proteger al público si la enfermedad se propaga. La gran pregunta es si Trump les va a permitir que hagan su trabajo y les va a proporcionar los recursos necesarios. (El CDC es una de las agencias que se encuentran en el punto de mira de los recortes presupuestarios de Trump para 2021).

Más allá de la avalancha de sinsentidos que emerge del gobierno de Trump en relación con este asunto, hay otras preguntas fundamentales que habría que formular. Hay muchas empresas compitiendo por desarrollar una vacuna contra la enfermedad. Si lo consiguen, eso podría, en principio, cortar su propagación de raíz, una vez que se pueda producir la vacuna en masa y se envíe por todo el mundo.

Esto es cierto solo en principio, pues incluso si contamos con una vacuna, no tenemos ninguna garantía de que sea asequible. Como atestiguó el secretario del departamento de Salud y Servicios Humanos, Alex Azar, no podemos confirmar que una vacuna recién inventada sea asequible a todos los bolsillos, puesto que la empresa que la desarrolle tendrá el monopolio de la patente y podrá cobrar básicamente lo que quiera.

Esto debería indignarnos por dos motivos. El primero es evidente: lo más probable es que cualquier vacuna que se desarrolle sea relativamente barata de producir y distribuir. Si fuera cara, solo lo sería porque el gobierno detendría a cualquiera que fabrique la vacuna y no fuera el titular de la patente. El monopolio que otorga el gobierno es lo que hace que la vacuna sea cara, nada intrínseco al proceso de fabricación, ni al funcionamiento normal del mercado.

El otro motivo por el que esta historia de la vacuna debería enfadarnos es por el proceso de investigación en sí. Hay gente en todo el mundo que está trabajando lo más rápido que puede para desarrollar una vacuna contra esta peligrosa enfermedad.
Eso está muy bien, salvo por el hecho de que todas esas personas están compitiendo entre sí, no colaborando.

Todo el mundo quiere ser el primero en desarrollar una vacuna patentable que le haga millonario si resulta eficaz. Imaginen lo rápido que avanzaría la investigación si todos estos investigadores estuvieran trabajando juntos y si compartieran sus resultados los unos con los otros y los publicaran en internet para que todos los investigadores del mundo pudieran aprender de ellos.

El coronavirus debería ser una lección más sobre por qué hay mejores alternativas para financiar la investigación biomédica.

(*) Baker es fundador del Centro para la Investigación Económica y Política (CEPR, por sus siglas en inglés); fragmento del artículo tomado de Nueva Sociedad Digital y CTXT Contexto y Acción, https://nuso.org/