Juicio a la dictadura: un buen pedazo de justicia
Testimonios del golpe de García Meza
Juan del Granado
El derrocamiento de la dictadura y la recuperación democrática en 1982 aparejaban el enorme desafío de construir un mejor país, pero de inicio supuso también el desafío de no permitir la impunidad de los principales responsables de esos 14 meses de terrorismo de Estado. No existió nunca un sentimiento de revancha en quienes —instituciones y personas—impulsamos el juicio de responsabilidades a la dictadura. Cuando dijimos que la venganza era propia de los violentos y que el olvido era de los cobardes, puntualizamos que nuestra búsqueda era la justicia y, por ello, nos embarcamos en un largo y difícil trámite, primero en el Congreso Nacional y luego en la Corte Suprema de Justicia.
Yo había cumplido 31 años y tenía casi diez de abogado. Mi experiencia como asesor de la Central Obrera Boliviana (COB) era pobre en derecho penal, pero tenía una deuda que saldar con ocho de mis compañeros asesinados por Luis García Meza en la calle Harrington, el 15 de enero de 1981, y especialmente con Artemio Camargo, que cuando vivíamos en Siglo XX, entre 1975 y 1976, me levantaba a las cinco de la mañana con la sirena de la “primera punta”, ese ulular madrugador de los mineros, para que estudiara y venciera mi examen de grado en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).
Artemio no podía no tener un abogado, hubiera sido una paradoja imperdonable que mis compañeros no tuvieran un impulsor del juicio a sus verdugos. Ése fue el razonamiento básico que me impulsó, junto a Miguel Ángel Virrueta, a redactar el pliego acusatorio en contra de la dictadura que en febrero de 1984 fue leído por Antonio Araníbar, a nombre del MIR (Movimiento de la Izquierda Revolucionaria), en el Congreso iniciando así el juicio de responsabilidades.
Dos años demoró el “sumario”, como primera etapa del juicio ante el Congreso, y no los 15 días que preveían las vetustas leyes de 1884 y 1944 para juicios de responsabilidades, porque la recuperación democrática prematuramente cambió de rumbo. UDP (Unidad Democrática y Popular) y Hernán Siles Zuazo, precisamente en 1984, estaban arrinconados por la crisis y la rearticulación conservadora empresarial que lograría al año siguiente el acortamiento de mandato y nuevas elecciones. Aún así, en un ambiente político poco favorable, pero ante la vigilancia de las organizaciones democráticas, el Congreso decretó la acusación formal contra García Meza, Luis Arce Gómez y 54 de sus colaboradores por 45 figuras delictivas ordenadas en ocho grupos de delitos, sobre los cuales, después de algunas dilaciones, recaería meses después el “plenario” de la causa en la ciudad de Sucre ante el Tribunal Supremo.
Estrategia de la chicana, amnesia y terror. García Meza comandó de manera personal durante los primeros años su “defensa” y la de sus principales allegados, en la certeza de que el juicio no tendría otro destino que la rutina, la chicana, la apatía, la impunidad y el olvido, en medio de una radical reorientación conservadora del país a la cabeza de Víctor Paz Estenssoro y Hugo Banzer, cuyas cuotas de responsabilidad en la dictadura pretendía cobrarles en el juicio. Por ello, la “estrategia” estuvo centrada en la negación de los hechos, la dilación y en el terror; lo primero para desnaturalizar el juicio y eternizar los procedimientos y lo segundo para atemorizar a las instituciones impulsoras, los familiares de las víctimas y los abogados.
Todavía está fresco el recuerdo de la “amnesia” que padecieron los acusados que no sólo negaron los hechos delictivos, sino que intentaron trasladar la responsabilidad a las víctimas. Durante los dos años que García Meza estuvo en Sucre, impune ante el inofensivo arraigo que decretó una Corte Suprema incapaz de detenerlo, tuvo carta blanca para amenazar y amedrentar cada día a los acusadores.
Como la chicana y la amnesia aparecieron tempranamente inútiles, se pensó, con ese reflejo primario que parece persistir en quienes ejercen el poder dictatorial y autoritario, que una enfermiza y permanente agresividad iba a desanimar nuestra voluntad de acusación.
No es que no tuvimos temor, sino razones suficientes para superar el miedo, para convivir con él y hasta en algún momento casi no sentirlo. Tampoco estuvimos solos; la causa fue impulsada por la COB, la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), las universidades, los familiares, las viudas, los periodistas y, de manera no siempre silenciosa, por la gente que nos siguió meses y años en un esfuerzo que lo consideró valioso y lo hizo suyo.
Cuando se agotaron las chicanas, cuando la amnesia apareció insultante y cuando el terror no nos dispersó; en fin, cuando se iniciaron “los debates” y la fase probatoria, el exdictador huyó de Sucre protegido por los militares eludiendo un mandamiento de detención que el Congreso emitió con motivo de un segundo juicio por la venta de los diarios del Che. Durante los siguientes tres años nos dedicamos a la ardua tarea de la prueba, a la reconstrucción casi diaria de 14 meses en los que no sólo se asesinó a insustituibles dirigentes; no sólo se apresó, torturó y exilió a miles, sino que se robó en pequeño y en grande; desde el cheque por $us 280 mil de una indemnización internacional para YPFB, que se endosó y embolsilló García Meza, hasta las piedras semipreciosas de La Gaiba sobre las que el exdictador y sus compinches establecieron un contrato privado de explotación por “un año forzoso y otro voluntario”.
No hubiera sido posible la sentencia que se dictó la tarde memorable del miércoles 21 de abril de 1993 sin ese riguroso trabajo probatorio.
Miguel Ángel Virrueta, Freddy Padilla, Julio César Sandóval, José Luis Gutiérrez y yo fuimos los abogados que desplegamos ese plan jurídico que alcanzó una dimensión mucho mayor a nuestros esfuerzos. Detrás de cada testimonio, como el de Gladys Solón, Gloria Ardaya, Lidia Gueiler, Wálter Vásquez, Juan Lechín, Genaro Flores, Julio Tumiri, Eduardo Pérez, del general Emilio Lanza, de las viudas de la calle Harrington y de otros 30 más, estaba el dolor y el valor, esa combinación que siempre le permitió avanzar al país incluso en sus noches más oscuras.
Se logró reconstruir los hechos dolorosos de la historia y con ello resurgió con enorme fuerza el valor democrático de los bolivianos. Es que junto a los abogados estuvieron hombres y mujeres de talla mayor. Estuvo Cristina Quiroga, Olga Flores, Iván Paz, Loyola Guzmán, Waldo Albarracín, Aldo Michel, Iván Iporre, nuestro “Comité Impulsor”, nuestra “parte civil”.
Un pedazo de justicia para la democracia. Cuatro horas duró la lectura de esa sentencia histórica, esa tarde tranquila de abril de 1993 en Sucre.
Junto a García Meza y Arce Gómez, 43 acusados fueron declarados culpables de los delitos cometidos; los más graves, los asesinatos infames, se sancionaron con 30 años de presidio sin indulto; con 20 años el paramilitarismo y las masacres sangrientas, y con menos rigor los delitos económicos.
A las siete de la noche, saliendo del salón de debates, nos unimos a una enorme multitud que se había congregado en torno a la Corte Suprema y nos confundimos en esa marea de gente que repletó luego la plaza 25 de Mayo, a unos pasos de donde naciera la República. Para ella y para su democracia habíamos arrancado un buen pedazo de justicia. Como lo he dicho varias veces, sólo un sentimiento de paz me inundó el espíritu esa noche de abril en Sucre. Habían pasado y no en vano nueve años.
Golpe ‘narco- fascista’
Remberto Cárdenas Morales
Del riesgo del golpe de Estado en 1980, cuyos cabecillas fueron Luis García Meza y Luis Arce Gómez, se hablaba todos los días en el mundo político y sindical boliviano. Entonces ejercía la presidencia interina del país Lydia Gueiler Tejada, prima del principal golpista, cuyo gobierno interino se debilitó mucho debido a las medidas económicas que tomó y que afectaron al pueblo, al que la presidenta denominó “maravilloso”, sobre todo por el heroísmo demostrado en la resistencia y en la derrota del golpe de Estado fallido de Todos los Santos de 1979. Éste fue derrotado por ”la fuerza de la masa”, como escribe René Zavaleta.
Al líder social y diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz, en la puerta del Palacio Legislativo, le escuchamos decir, una de esas tardes nubladas paceñas previas al golpe, que parecía “entre pisquera y golpista”, lo que fue un anuncio de cuanto se hablaba con insistencia, porque esos días sí que había lo que de manera tal vez imprecisa se denominaba “clima golpista” (como no advertimos los días del último motín policial y menos a la llegada de la IX marcha indígena a La Paz).
Los que integrábamos grupos modestos que en ese tiempo nos ocupábamos de la política a tiempo completo confiábamos en que “la fuerza de la masa”, o de la “plebe”, derrotaría cualquier intento golpista de jefes militares, de quienes se conocía sus inclinaciones autoritarias y sus vínculos con actividades ilegales: con el contrabando y con el narcotráfico.
‘Arcesino’. En marzo de 1980 fue secuestrado, torturado “salvajemente” y ultimado el cura mártir Luis Espinal Camps, como cuentan cronistas de esa muerte dolorosa. En su entierro, acompañado por mucha gente (del pueblo y capas medias, en especial), compatriotas portaban pancartas que denunciaban a uno de los probables autores intelectuales de ese crimen espantoso con la palabra “Arcesino”.
El clima golpista, además, era configurado con acciones terroristas, de factura inequívoca, es decir, estallidos de bombas destinados a intimidar (como el dinamitazo en la oficina del semanario Aquí) y a desarticular al pueblo. Rumores de las más diversas procedencias y a cual más truculentos sobre el accionar golpista.
Entre las ideas de los militares, de las poquísimas que difundían, Luis García Meza amenazó con una “democracia inédita” para Bolivia. Entre las capas medias incluso se esperaba que alguien ponga orden ante la “anarquía y el caos” imperantes aquí.
El líder de los golpistas (se dijo por ellos narco-fascistas) hizo lo que se vio como una demostración de fuerza y ensayo golpista: dio la orden y encabezó algo así como un desfile militar informal y fuera de fechas cívicas: tanques y tropa en carros castrenses recorrieron La Paz desde una de las unidades militares de El Alto hasta el Estado Mayor de Miraflores. García Meza, ese momento, era jefe del Ejército y Arce Gómez, jefe de la Sección Segunda del Ejército (Inteligencia).
Quizá sepa a marginal, pero es pertinente rememorar que el jefe militar de la Casa Presidencial, alcoholizado, se introdujo en la recámara de la Presidenta, lo que fue un escándalo, con un mensaje po lítico que luego se leyó más críticamente: como parte de la organización golpista se buscaba restar autoridad a la primera mandataria.
Los militantes de izquierda, y los que decían defender la democracia (limitada en rigor), creíamos que no avanzábamos más allá de la denuncia del golpe que sabíamos efectivamente que se tramaba. Esa labor de simple denuncia (que no dejó de ser positiva, pero insuficiente) fue la del Consejo Nacional de Defensa de la Democracia (Conare), en el que se agruparon los partidos “populares y de izquierda”, así como el MNR “como frontera hacia la derecha”, se dijo de manera comedida esos días en los que crecía la tensión o la “estrategia de tensión”.
Vivíamos los días preparatorios de los festejos de la revolución paceña. Pocos reparamos que los golpistas habían elegido el 17 de este mes (1980) para perpetrar el golpe.
En mi caso, pregunté qué había del bullado golpe de Estado. El principal dirigente del Partido Comunista Boliviano (PCB), en el que militaba en ese periodo, me respondió que no había evidencias de que el golpe llegue esos días de las glorias independentistas paceñas. Por tanto, viajé a Santa Cruz a visitar a mi madre y a mi familia.
Había empezado el golpe de Estado bajo la jefatura de García Meza y Arce Gómez, y con el alzamiento de la guarnición militar de Trinidad, acción que fue secundada en Santa Cruz. En la capital cruceña, la ocupación por carros de asalto y efectivos militares de las principales calles del centro citadino fue rápida. Allí no hubo nada que se parezca siquiera a la resistencia heroica que libraron los trabajadores mineros.
A media mañana de ese luctuoso 17 de julio de 1980, encerrado “en casa” con mi madre y una hermana menor, nos enteramos por radio del apresamiento de la primera mujer que había llegado al más alto cargo político, la Presidencia de la República, previa renuncia impuesta, la que no fue tal, como se supo después. Los golpistas hablaron de que doña Lydia, así la nombrábamos, había firmado una carta en la que “resignó” el cargo.
Supimos de las muertes, por disparos de los que tomaron por asalto la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, en El Prado de La Paz, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, máximo dirigente del PS-1; de Carlos Flores Bedregal, secretario General del POR-Posadas y de Gualberto Vega, dirigente sindical minero.
También por radio nos enteramos del apresamiento de otros de los miembros del Conare y en particular de nuestros camaradas y amigos Carlos Soria Galvarro Terán, periodista; de Luis Pozzo Íñiguez, entonces miembro de la Confederación Universitaria Boliviana (CUB); de delegados del PCB.
Resistencia. El dolor que nos ocasionaban los caídos y la derrota de esa democracia aunque mezquina, necesaria, al menos se mitigaba ante la resistencia al golpe que sostuvieron los trabajadores del subsuelo en todos los centros de la minería nacionalizada, especialmente en Caracoles (La Paz).
A pocos días del golpe nos informaron detalles del ametrallamiento aéreo, ordenado por los militares, a la “población civil” y a los campamentos mineros en Caracoles que, luego se supo, soportaron la más cruel de las ofensivas debido a que allí la resistencia fue combativa y costó vidas de trabajadores mineros y de sus familiares.
La COB decretó una huelga general política, la que fue acatada (como no es ahora), pero resultó ineficaz por lo que no se pudo impedir que los golpistas se instalen en el Palacio Quemado, en el que García Meza dijo que se quedaría 20 años. Y, ante un débil bloqueo internacional a su régimen de terror, agregó que en Bolivia se iba a sobrevivir con “chuño y charque”. El dictador, que ahora purga sus culpas en el penal de máxima seguridad boliviano, duró menos de 20 meses en el poder.