El cambiante sistema partidario boliviano
No hay por qué desahuciar las voces críticas de sucesos que están en la actualidad noticiosa y ponen en serio cuestionamiento lo que parecía una hegemonía indiscutida, al menos en el plano ideológico, del MAS.
Hay modificaciones en el sistema de partidos hoy? Para responder esta interrogante veamos sucintamente la evolución de aquello en las dos últimas décadas. Los 90 del siglo anterior pueden verse como el momento del sistema multipartidista moderado asentado en tres partidos principales: el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Acción Democrática Nacionalista (ADN) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Como los acontecimientos políticos en nuestro país se desarrollan vertiginosamente, este sistema ya empieza a mostrar sus dificultades a finales de aquella década. Para inicios de 2000 ya no hay duda de su crisis. Ésta es inocultable en 2003 y es por ello que el Movimiento Al Socialismo (MAS) copa el espectro electoral en 2005, volviéndose el actor protagónico, casi único. Hasta inicios de su segundo mandato en 2010 parece un monólogo.
Es verdad que ese primer periodo (al MAS) le tocó enfrentar a una oposición virulenta, con anclaje regional. Eso ayudó a aumentar su electorado para aquel referendo que terminó siendo ratificatorio, abonando también el posterior desempeño electoral que le dio los dos tercios en las cámaras legislativas.
Ahora bien, eso ha cambiado en términos de percepción en importantes sectores de la ciudadanía, como es sabido, sin que le impida ser el partido con mayor adhesión. Aunque sigue habiendo un núcleo duro de sectores de extracción popular que apoya incondicionalmente al presidente Evo Morales y su partido, hay otros que no. Por ahora seguramente son minoría, como lo fue el MAS en sus primeras incursiones electorales con Morales al frente como diputado uninominal.
A diferencia de Convergencia Nacional (CN), que se armó improvisadamente para enfrentar al MAS en 2009, hoy hay un trío de fuerzas que, con sus dificultades, están considerando alianzas para conseguir una disputa en mejores condiciones, así la mesa de la lid esté inclinada a favor del “carro del corregidor” (el caso del árbitro poco confiable, el Tribunas Supremo Electoral, y la abierta campaña oficialista, por ejemplo).
Como es conocido, recientemente el Movimiento Sin Miedo y los Demócratas —con sus visibles jefes Juan del Granado y Rubén Costas— han difundido un importante documento en el que identifican diez coincidencias programáticas. Solo una lectura muy mezquina podría sostener que no son relevantes o lo son poco. Más aún cuando consideramos las trayectorias políticas de cada agrupación y principalmente de sus cabezas, que tienen en común importantes gestiones gubernamentales en ámbitos subnacionales.
Se ha dicho recientemente que sería paradójico que justamente el Frente Amplio —y allí dentro Unidad Nacional y su visible precandidato Samuel Doria Medina— quede fuera de un esquema de unidad, cuando precisamente desde allí se pregonó esa necesidad. Ambas opciones hasta ahora han ido transitando por caminos novedosos.
El acercamiento, que no alianza todavía, entre el MSM y los Demócratas ha preferido priorizar una agenda programática, casi para desesperación de cierta audiencia política que preferiría el viejo estilo de “ya nos unimos, ahora a ver qué proponemos”. Son temas relevantes que tienen que ver con la vitalidad de la democracia contemporánea en los aspectos específicamente políticos (Estado de Derecho, autonomías de verdad, etc.) hasta de la vida cotidiana de la ciudadanía (seguridad, trabajo digno y erradicación de la pobreza).
Los otros, los del Frente Amplio, optan por esa iniciativa inédita a escala nacional de seleccionar candidato por la vía de una “encuesta vinculante”, que tuvo éxito en Beni hace poco. No es una novedad menor en un país de tradición caudillista como el nuestro. De algunos de los candidatos que conozco, sé que son gente con cabeza y personalidad propia para no estar formando parte de ninguna puesta en escena, como se ha insinuado maliciosamente desde el oficialismo.
Si —así sea por razones de sobrevivencia no solo de ellos sino de la misma democracia— la tentación caudillista es refrenada, es posible incluso pensar en una articulación mayor. De hecho, acabamos de conocer una disidencia democrática en esa dirección desde José Antonio Quiroga y Loyola Guzmán.
En suma, no hay por qué desahuciar las voces críticas de muchas cosas que están en la actualidad noticiosa de los últimos meses, que ponen en serio cuestionamiento lo que parecía una hegemonía indiscutida, al menos en el plano ideológico, del MAS. No hay que olvidar que cualquier discurso político debe necesariamente interpelar en términos también de valores morales, que para ser efectivos necesitan de cierta credibilidad que esté en consonancia con las acciones. A este respecto, los actuales jerarcas del oficialismo —como lo ha destacado con absoluta pertinencia la Conferencia Episcopal de Bolivia (CEB), como vocera autorizada de la Iglesia Católica— están dando mucho para el desaliento, cuando menos, de esa coherencia acciones-juicio moral.
Las iglesias, no ahora, sino en las últimas décadas, han sido una voz, en registro moral, de asuntos como son los bienes políticos intangibles, que consistentemente han sido audibles para una muy importante parte de la ciudadanía que comparte esa educación moral. Incluso una sociedad de las características de la boliviana, laxa en varios aspectos de carácter, requiere de esos componentes a la hora de establecer legitimidad.
Por eso las destempladas descalificaciones a la voz de la CEB o de las críticas de exmasistas —varios de ellos de conocida trayectoria política— van mostrando por contraste que no es imbatible la imagen construida del actual Presidente y menos la del Vicepresidente (como apuntaba recientemente un exmandatario). Así, quienes hoy son críticos del proyecto masista pueden representar una opción legítima de reconfiguración democrática sin desandar lo conseguido en este reciente tramo. No hay régimen monopartidario en el mundo que pueda ser considerado democrático, aunque pueda ser muy eficiente satisfaciendo demandas corporativas, de sector o de sus jerarcas. Ésa es una posibilidad remota en nuestro país, y de los ciudadanos activos depende que así de lejana siga siendo.