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Nueve temas críticos

Propuesta para construir una agenda ambiental nacional para los próximos diez años, 2020-2030

/ 16 de diciembre de 2020 / 17:46

¿Importa la naturaleza? Cuando pensamos en las posibles respuestas a esta pregunta, seguro que el lector tiene una posición en torno a su respuesta y sus percepciones. Lo cierto, sin embargo, es que al parecer la agenda de decisiones en la política nacional está orientada a otras temáticas. El problema de esto es que sin la Naturaleza no podemos sostener ningún tipo de desarrollo integral, sostenible y, en todo caso, ponemos en riesgo nuestro patrimonio natural y nos volvemos más vulnerables ante los efectos de las crisis mundiales y del cambio climático.

Por esta razón, cuatro redes de instituciones de la sociedad civil impulsaron nueve diálogos políticos por los bosques y el ambiente, durante el periodo preelectoral de 2020, con el fin de orientar y llamar la atención de los candidatos para que incluyan el tema ambiental en sus propuestas programáticas. Resultado de ese proceso, se fue construyendo una serie de propuestas temáticas, a la que se adhirieron alrededor de ciento cuarenta instituciones de la sociedad civil boliviana y unas 11.000 personas, especialmente jóvenes articulados en la campaña La naturaleza te necesita, de la WWF.

Las respuestas, respecto a si la Naturaleza importa, dejaron un saldo preocupante para el patrimonio natural boliviano en nueve temas esenciales.

Uno. El actual modo de desarrollo boliviano mantiene una visión de corto plazo que no considera los límites de la Naturaleza y se sustenta en la extracción a gran escala de recursos, especialmente de materias primas no renovables, con el propósito de generar divisas vía exportación. Esta orientación política está poniendo en serio riesgo la estabilidad ambiental del país.

Dos. Los bosques bolivianos han tenido un retroceso en su gestión, conservación y uso. Antes, el país tenía una mayor cobertura boscosa, que superaba más de la mitad del territorio y garantizaba bienes y servicios ambientales esenciales para la vida, y ahora, de ser un país líder mundial en certificación de bosques, pasamos a ocupar el quinto lugar entre los países con mayor deforestación del planeta.

Tres. Vinculado a los bosques, el tema de incendios forma parte de las preocupaciones de la Agenda Ambiental: entre 2019 y 2020 se afectaron 5,3 millones de hectáreas de bosques, a causa de políticas y decisiones gubernamentales a favor de procesos de desmontes y cambio de uso del suelo, poniendo en riesgo ecosistemas únicos, vida silvestre y la salud de la población

Cuatro. Nuestra biodiversidad. Si bien aún formamos parte de los 15 países con mayor riqueza de diversidad biológica, durante la última década, la presión por el cambio de uso de suelo, la expansión agropecuaria sobre bosques, la incorporación de paquetes tecnológicos que privilegian el uso de transgénicos asociados a agroquímicos, generó la pérdida y degradación de hábitats, entre otros, poniendo en riesgo ecosistemas que solo Bolivia tiene en el mundo.

Cinco. De las 22 áreas protegidas bolivianas, 20 están bajo presiones serias por construcción de infraestructura, deforestación, hidroeléctricas, incendios exploración hidrocarburífera y operaciones mineras, poniendo en riesgo ecosistemas frágiles y únicos, avasallando territorios indígenas que, en conjunto, nos brindan servicios esenciales, como la regulación del clima o de las lluvias, para todos los bolivianos.

Seis. Sobre los recursos hídricos, el país tiene una diversidad única de recursos acuáticos, superficiales y subterráneos, que se originan en la Cordillera de los Andes, formando tres cuencas, la del Amazonas, la del río de la Plata y la cuenca endorreica del Altiplano. Sin embargo, en la actualidad, se advierte una competencia por el uso múltiple del agua, proveniente de las demandas poblacionales, energéticas, agrícolas, industriales y mineras, que provocan conflictos por el acceso al agua, a lo que se suman problemas críticos de contaminación del recurso y los eventos extremos asociados al cambio climático, que provocan inundaciones o sequías, como la que sufren este 2020 muchas regiones del país.

Siete. Bolivia es un país minero desde antes de la colonia y la minería es importante por la generación de divisas, su contribución al PIB nacional es de +-6%,  y por la cantidad de mano de obra que demanda (alrededor de 150.000 empleos directos y medio millón de indirectos). No obstante, la minería continúa siendo una problemática ambiental ligada al modo de desarrollo económico primario exportador y asociado a un enfoque esencialmente extractivista.

Ocho. Respecto a las ciudades, en Bolivia se observa la irreversible expansión de la población urbana; se estima que, en 2025, 75% de los bolivianos habitarán en las ciudades, planteando nuevos desafíos para la planificación y gestión urbana. 

Nueve. Finalmente, si bien la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) por usos industriales en el país es ínfimo, comparado con los países desarrollados e incluso con aquellos emergentes, la emisión de GEI por efecto de desmontes y cambio del uso del suelo, derivados de la expansión de la frontera agropecuaria, es significativa, ubicándonos como el primer país del mundo en deforestación per cápita. Se suma a ello el hecho de que nuestro país está considerado entre los más vulnerables de América frente a los efectos del cambio climático, debido a los altos niveles de extrema pobreza, ecosistemas frágiles, deforestación, clima inestable, retroceso de glaciares y débil acceso a sistemas de salud y de provisión de servicios esenciales.

Ante esta crítica realidad, a la fecha, se continúan desarrollando encuentros para profundizar el trabajo realizado en el periodo preelectoral, ahora involucrando a la nueva Asamblea Legislativa Plurinacional, a la que, en los próximos días se le entregará una Agenda Ambiental con una mirada a diez años, nutrida de propuestas de normativas para temas de agua, biodiversidad, áreas protegidas, cambio climático, suelos, bosques y minería, que permitan compensar este saldo negativo, cuando el país está poniendo en riesgo su patrimonio natural, todo por una mirada de corto plazo en la economía y un gran desconocimiento sobre la importancia de los procesos ecológicos. En su contenido, se propone un tiempo de cambios y nuevas formas de pensar, donde la Naturaleza sí importe, para el bienestar de todo el Estado Plurinacional.

(*) Jenny Gruenberger P. Es asesora estratégica de LIDEMA

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Trump se impone y regresa a la Casa Blanca

Reymi Ferreira analiza las claves de la victoria de Donald Trump y sus implicancias para Estados Unidos y el mundo.

/ 9 de noviembre de 2024 / 23:41

La reciente victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos marca un punto de inflexión significativo tanto en la política interna estadounidense como en el escenario internacional. Reymi Ferreira Justiniano, abogado, exrector de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno y exministro de Defensa de Bolivia, analiza las implicancias de este triunfo y desentraña las estrategias que condujeron a este desenlace inesperado.

Según Ferreira, la victoria de Trump refleja no solo un descontento con las políticas económicas de la administración demócrata, sino también un renacer del conservadurismo estadounidense, caracterizado por el temor a la inestabilidad económica y la desilusión con la globalización.

La economía, el eje de la victoria de Trump

En el análisis de Reymi Ferreira, la economía fue el pilar central que catapultó a Donald Trump a una contundente victoria en las elecciones estadounidenses. Explica que el impacto de las políticas económicas de la administración demócrata debilitó la situación financiera de los hogares estadounidenses y creó un escenario fértil para el retorno de Trump.

“La caída del poder adquisitivo del ciudadano norteamericano, junto con un aumento en el índice de pobreza, crearon el escenario ideal para Trump”, comenta Ferreira, señalando que el incremento en el costo de vida y el estancamiento de salarios dejaron a muchas familias en situación vulnerable. Ante esta realidad, Trump logró colocar la economía en el centro de su mensaje de campaña.

Ferreira destaca que las políticas de «Bidenomics», diseñadas para ampliar el gasto social mediante un incremento de los impuestos a sectores de altos ingresos, generaron malestar en amplios sectores de la población. Estas medidas, que buscaban aliviar la situación de los sectores más desfavorecidos, tuvieron el efecto contrario al incrementar la presión económica sobre la clase media y reducir el poder adquisitivo de gran parte de los ciudadanos. Este contexto, según Ferreira, “ha generado una reacción negativa en la población”, quien percibió a la administración demócrata como ineficiente para abordar la inflación y el desempleo, lo cual impulsó a muchos votantes a buscar una alternativa en Trump, que prometió una solución más directa y pragmática.

Enfoque

El enfoque de Trump fue simple y contundente: promover políticas de recorte de impuestos y reducción del gasto social. Esta estrategia se presentó como una vía para aliviar a las familias trabajadoras y reactivar la economía mediante incentivos a la producción local. El intelectual cruceño resalta que Trump también aprovechó el contexto de conflicto en Ucrania para fortalecer su argumento económico. La administración de Joe Biden destinó miles de millones de dólares para el apoyo militar a Ucrania, una acción que, aunque bien intencionada, fue percibida por muchos estadounidenses como una prioridad extranjera que desatendía los problemas internos.

“La gente no entiende por qué se gasta tanto en guerras cuando hay problemas en casa”, recalca Ferreira, indicando que Trump supo canalizar este sentimiento de frustración hacia su campaña. Trump, entonces, se presentó no solo como el candidato de la estabilidad económica, sino como la voz que reivindica el derecho de los ciudadanos a que sus impuestos se inviertan en el bienestar nacional antes que en conflictos externos. Esta posición pragmática fue clave en la victoria de Trump, quien explotó hábilmente el descontento social y las fallas económicas de la administración demócrata.

La carga de la guerra

Un factor que Ferreira considera decisivo es el gasto militar de Estados Unidos en Ucrania e Israel. Para los ciudadanos estadounidenses, el compromiso con la guerra en Ucrania representa un gasto innecesario, que parece no tener un impacto directo en sus vidas. “Trump ha sido crítico de este gasto militar, una postura que lo ha diferenciado claramente de su contrincante demócrata”. La percepción de que los fondos públicos se destinan a causas externas mientras la economía interna languidece ha sido una constante en la narrativa republicana.

Además, el aboga y exministro sostiene que los demócratas cometieron un error muy caro al elegir a Biden como su candidato inicial, dado el agotamiento de su salud y la evidencia de que “difícilmente podría completar su mandato”. La falta de una alternativa viable y el cambio de candidato a mitad de campaña, cuando Kamala Harris asumió el protagonismo, solo intensificaron la percepción de un partido desorganizado y sin dirección clara. “Cambiar de candidato en una carrera empezada no da buenos resultados”, remarca Ferreira.

Pragmatismo popular

Trump no solo ganó por sus propias fortalezas, sino también por los errores de los demócratas, quienes apostaron por una campaña basada en el miedo. Los demócratas intentaron presentar a Trump como “enemigo de la democracia” y “fascista”, presentándolo a menudo como un nuevo Hitler. Esta estrategia no logró conectar con las preocupaciones del ciudadano promedio.

La respuesta de Trump fue adoptar una narrativa centrada en el pragmatismo y en cuestiones palpables como la economía y la estabilidad social. En contraste, “el discurso de Harris se centró en temas como el aborto, las libertades de identidad y el miedo frente a la supuesta caída de la democracia”, lo que no logró resonar en la mayoría del electorado.

El perfil de Kamala Harris también fue, desde la perspectiva de Ferreira, un punto en contra. “Demostró ser una mala candidata, con poco carisma, una risa muy falsa”. Trump, en cambio, logró capitalizar el descontento y el miedo hacia el «wokeismo» que muchos ciudadanos perciben como una amenaza a los valores tradicionales. El analista sostiene que “el pragmatismo funcionó mucho mejor” en este contexto, y Trump se impuso como el candidato de los sectores populares, apelando a la emoción y a la tradición.

La ola conservadora

La victoria de Trump no solo representa un cambio en el ámbito político, sino también una reafirmación de la cultura conservadora en Estados Unidos. Ferreira apunta que esta ola conservadora no es exclusiva de Estados Unidos. En Europa, líderes nacionalistas como Marine Le Pen en Francia y Viktor Orbán en Hungría también han ganado terreno en sus respectivos países. “El carácter conservador del triunfo de Trump se verá reflejado en el campo de la cultura, los medios y la acción gubernamental”, asevera Ferreira, indicando que el nuevo gobierno reducirá impuestos y disminuirá el gasto social para incentivar la economía interna.

Este nacionalismo económico también preocupa a Europa y China, que se verán afectados por el proteccionismo estadounidense en sectores clave como la industria automotriz y electrónica. En América Latina, figuras políticas como Nayib Bukele en El Salvador y Javier Milei en Argentina probablemente encontrarán un aliado en Trump, lo que sugiere una potencial alineación ideológica entre estos países y Estados Unidos. “La relación de Estados Unidos con América Latina también podría cambiar”, advierte Ferreira, planteando la posibilidad de que el presidente electo incremente la presión sobre gobiernos de izquierda como el de Venezuela, aunque Cuba podría no recibir la misma atención por ser considerado un tema ya consolidado.

La política exterior de Trump

En cuanto a la política exterior, Ferreira anticipa que Trump adoptará una postura más conciliadora en el conflicto entre Rusia y Ucrania. A diferencia de Biden, que apoyó abiertamente a Ucrania, Trump “buscará concesiones de ambos lados” para evitar una escalada bélica. Esta actitud equidistante también se manifiesta en su enfoque hacia América Latina, donde, según Ferreira, podría surgir una diplomacia pragmática similar a la que Trump empleó en sus reuniones con el líder norcoreano Kim Jong-un.

Sin embargo, en el caso de Israel, Ferreira prevé que la postura de Trump será inequívocamente favorable, un reflejo de su política anterior de trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén. Indica que esta inclinación hacia un apoyo incondicional a Israel podría generar tensiones en Oriente Medio, aunque Trump parece decidido a mantener esta línea.

Trump, religión y guerra cultural

Finalmente, Ferreira destaca el rol de la religión en la campaña de Trump, quien supo aprovechar la espiritualidad como un elemento de conexión con el electorado estadounidense. “El tema religioso ha sido un factor emocional que Trump utilizó de forma efectiva”, sostiene Ferreira, recordando que Estados Unidos tiene profundas raíces cristianas y puritanas. Este discurso religioso contrastó fuertemente con el enfoque de Kamala Harris, quien, según Ferreira, cometió errores en su interacción con la comunidad cristiana. “Si hay un factor emocional que moviliza a las personas, es la religión”, agrega.

El triunfo de Trump simboliza, en palabras de Ferreira, una “batalla cultural” donde la narrativa conservadora prevaleció sobre el «wokeismo». Trump apeló a “la defensa de la América tradicional”, mientras que los demócratas representaron una visión progresista que no logró convencer a los sectores más conservadores y religiosos.

El panorama a futuro

La victoria de Trump y el dominio republicano en ambas cámaras del Congreso suponen un golpe devastador para el Partido Demócrata, que ahora se enfrenta una encrucijada. Para Ferreira, el futuro de los demócratas dependerá de su capacidad para replantear su estrategia y entender las verdaderas preocupaciones del electorado. “El Partido Demócrata ha quedado realmente golpeado como muy pocas veces”, concluye Ferreira, quien cree que esta experiencia servirá como una lección tanto para los demócratas como para cualquier partido en futuras campañas.

El triunfo de Trump representa un regreso a los valores conservadores y una reafirmación del nacionalismo económico en Estados Unidos. Ferreira considera que el impacto de este cambio no se limitará a los próximos cuatro años, sino que influirá en el rumbo político del país en el largo plazo.

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El monopolio de la enunciación legítima

El exvicepresidente presenta su más reciente análisis en relación a la coyuntura, que tiene como telón de fondo las múltiples crisis presentes.

/ 9 de noviembre de 2024 / 23:30

Fue Bourdieu quien comprendió que una de las cualidades definitorias de los estados modernos es su capacidad de monopolizar las fuentes de enunciación de “verdades” sociales con efecto vinculante en un territorio. No se trata de que sus declaraciones sean verdaderas; de hecho, muchas veces son falsas. Pero, regularmente, son aceptadas como “verdaderas” por una sociedad que las asume, tolera y cumple. A esto él le llamó el monopolio estatal del capital simbólico, que permite que sus acciones y enunciados sean portadores, por lo general, de una implícita legitimidad colectiva.

El núcleo de la legitimidad

Ciertamente, el Estado no es el único portador de legitimidad. La sociedad civil es siempre la fuente originaria de los consensos y, en su interior, existen múltiples motores de legitimación, como los medios de comunicación, las iglesias, las universidades, los sindicatos, los intelectuales, los “influencers”, etc. Pero se trata de legitimidades fragmentadas, referidas a los miembros de la cofradía religiosa, a los partícipes de una rama de la “opinión pública”, a los agremiados, etc. En cambio, las legitimaciones universales, generales y comunes a todos tienden a concentrarse en el Estado.

Por ejemplo, el monopolio de las titulaciones que certifican conocimientos escolares; la elaboración de leyes que supuestamente favorecerían por igual a todos los ciudadanos, o el ejercicio de la seguridad pública que disminuye los delitos. No importa si el estudiante obtuvo calificaciones por favores económicos, si tal ley resultó de sobornos a gobernantes para favorecer algún negocio inmobiliario privado o si las infracciones a la propiedad disminuyen a costa del aumento de las agresiones con uso de violencia. Al final, la certificación estatal garantiza la “verdad” del conocimiento adquirido, del beneficio colectivo de la ley o de la reducción del delito. El Estado puede llevar adelante estas arbitrariedades con recursos públicos sin que gran parte de la población se entere o, cuando se entera, lo haga aceptando lo que la información oficial y los portavoces justifican.

Esta legitimidad de las acciones estatales se verifica cuando el orden social funciona con regularidad. Pero la legitimidad se paraliza o fragmenta cuando el régimen económico o político entra en crisis. Las enunciaciones estatales dejan de ser creíbles; sus narrativas no generan adhesiones y el acatamiento a sus disposiciones se pone en duda. Es como si el Estado y sus funcionarios, hasta entonces portadores de una cierta aura de excelencia y superioridad, regresaran a la terrenalidad del descrédito y la impugnación cotidiana.

Pasó en Argentina en 2002 tras el fracaso de la convertibilidad; pasó en Grecia tras la recesión y austeridad impuestas por la “troika” europea y, en general, con el ascenso del ciclo de protestas sociales y la llegada de gobiernos progresistas o “populistas” en Latinoamérica y otras regiones del mundo. Que la emergencia de gobiernos “populistas” ocurra en medio de un malestar económico, la pérdida de ingresos y la sensación colectiva de un agravio por parte de las viejas élites no es un hecho menor. Habla de que el monopolio de la legitimidad siempre requiere una materialidad de verosimilitud, sin la cual, sencillamente, se desploma.

La respuesta de Bourdieu respecto a que el monopolio estatal del poder simbólico se basta a sí mismo para fundar su eficacia no puede explicar por qué, en ocasiones de crisis, la legitimación estatal se erosiona o desploma, lo cual equivale a cuestionar qué es lo que realmente la sostiene.

Y es que el monopolio estatal de la enunciación legítima tiene como condición subyacente el monopolio de los bienes, condiciones y recursos comunes de la sociedad. Como señaló Marx, ese es precisamente el núcleo del Estado, y sobre su gestión reposan los rangos de credibilidad o incredulidad de las enunciaciones estatales.

La condición de posibilidad de la legitimidad estatal radica en la gestión gubernamental relativamente “universal” de esos bienes y condiciones comunes (impuestos, riquezas públicas, derechos, reconocimiento, bienestar social, etc.). La estabilidad económica y los derechos básicos garantizados establecen un marco de recepción tolerante de las emisiones estatales y habilitan una lucha política partidaria en torno a esta centralidad. Pero cuando los bienes materiales y simbólicos de la sociedad se contraen y se reparten de manera agresivamente segmentada, cuando las condiciones generales de la vida social se fracturan, lo común (por monopolios) deja de ser verosímil; esto es, la autoridad estatal se corroe, dando lugar a una crisis de hegemonía.

Un régimen estatal puede convivir con la degradación de las condiciones de vida, el enojo social, la pérdida de derechos e incluso el ejercicio arbitrario de la represión, siempre y cuando se trate de segmentos minoritarios de la población: minorías sociales, ramas sindicales, estudiantes o habitantes de una región. Pero cuando el deterioro de las condiciones de vida abarca a mayorías sociales, cuando el recorte de algún derecho es generalizado y la ofensa o represión es indiscriminada, el sentido de lo común y de lo universal es puesto en jaque y, con ello, la propia plausibilidad del régimen estatal vigente. Son tiempos de descrédito de los gobernantes; el monopolio de las “verdades” estatales se resquebraja por todas partes. El gobierno deja de ser creíble y, haga lo que haga, siempre estará bajo sospecha pública o burla.

Las crisis económicas y los recortes de derechos o reconocimientos siempre anteceden a una parálisis y fragmentación de la legitimidad estatal, pues el horizonte predictivo común imaginado, alrededor del cual las familias y las clases sociales ordenan el curso esperado de sus vidas, se desquicia, se desploma y desmembra el sentido de cohesión y destino compartido. La divergencia de élites políticas y la polarización social, que en ocasiones ha llevado al ascenso de los progresismos (Latinoamérica, España, Gran Bretaña) y de los autoritarismos y populismos (Trump, Orbán, Meloni) en las últimas dos décadas, han estado precedidos de retracciones económicas y visibilidad de agravios, propios de la fase descendente del orden económico neoliberal global.

Legitimidad fragmentada

La corrosión de la legitimidad estatal no necesariamente extravía la fuente de los consensos sociales. Provoca una crisis de hegemonía, una crisis del régimen estatal, es decir, un estupor en la forma de organizar la vida en común y el destino común imaginado de las sociedades. Pero da lugar a la expansión de otras fuentes de legitimidad desde la sociedad civil, bajo la forma de acción colectiva, politización de nuevos sectores anteriormente apáticos, cambios bruscos en los temas de interés de la opinión pública, papel creciente de las redes y protagonismo de nuevos intelectuales, que disputan credibilidad con el discurso oficial. Cuando esas fuentes de nuevos consensos y proyectos de reforma del Estado y la economía se canalizan al interior del viejo sistema de partidos políticos, se producen cismas y reformas profundas en sus ideologías y propuestas económicas; así, la transición hegemónica se lleva a cabo mediante cataclismos regulados. Es el camino, por ahora, de Estados Unidos, Gran Bretaña y Argentina con el kirchnerismo. Cuando el malestar social se canaliza por fuera del esquema de partidos tradicionales, emergen nuevas fuerzas y discursos políticos rupturistas, que reconfiguran el sistema partidario, como en Brasil, Francia, Alemania, España, Uruguay o, recientemente, en Argentina. Que esperpentos políticos como Milei en Argentina puedan imponer arcaísmos monetaristas como solución a los problemas de inflación no es una astucia de manejo de redes, sino el resultado del hastío de una sociedad ante un Estado intervencionista que llevó al país a una inflación del 150%.

Pero cuando las fuentes de legitimidad se estacionan en nodos activos de la sociedad civil movilizada, como sindicatos, gremios, flujos de acción colectiva y sus representantes emergentes, la crisis de legitimidad estatal es radical. Estamos no solo ante el agotamiento temporal de una parte de las “verdades” estatales, sino además ante el surgimiento de otras “verdades” con pretensión de universalidad, de nuevos comunes cohesionadores. Por ello, no bastará un recambio de narrativas y programas de las antiguas élites, como en el primer caso, ni una ampliación de élites, como en el segundo; conducirá a una sustitución de los bloques sociales con capacidad de producir nuevos esquemas universales para toda la sociedad, un nuevo horizonte predictivo y, con ello, una nueva coalición social con capacidad hegemónica.

Es el momento de lo que Gramsci llamó un “empate catastrófico” entre una fuente de legitimidad estatal en declive, raída y devaluada, y fuentes de legitimación social portadoras de grandes reformas sociales.

Que el conglomerado de instituciones monopolizadoras de lo común (el Estado) que es capaz de movilizar recursos comunes se muestre en competencia e, incluso, en desventaja ante nodos de la sociedad civil cuya virtud es, por ahora, solo una promesa de una manera de organizar esos recursos comunes, habla del poderío político de la imaginación colectiva sobre esos recursos comunes al momento de definir la formación de los liderazgos históricos y las hegemonías duraderas.

En todo caso, lo relevante del ocaso de un sistema de legitimación estatal es la disonancia entre los esquemas de emisión estatal y el esquema de recepción social. Es como si hablaran idiomas distintos o como si las palabras tuvieran significados diferentes. El desconcierto y la pavorosa orfandad que todo ello provoca en los gobernantes quedan perfectamente ilustrados en la creencia de la esposa del presidente chileno Piñera, quien calificaba a los sublevados de 2019 como “alienígenas”.

A la vez, la parálisis de las creencias estatales no puede ser indefinida, por lo que, casi paralelamente, sectores crecientes de la población se ven impulsados a abrazar una predisposición o apertura hacia nuevas creencias compartidas, habilitando una audiencia para los renovadores de los viejos partidos, los marginados del sistema de partidos (ahora convertidos en adalides de una renovación intelectual y moral de la política), o para las enunciaciones resultantes de la acción colectiva.

Y es que allí donde la transición de esquemas estatales de legitimación viene acompañada de estallidos sociales, son estos movimientos sociales los que también actúan como intelectuales colectivos capaces de promover rupturas y adhesiones cognitivas en amplios sectores populares. La acción colectiva siempre actúa como una epifanía cognitiva, como una gramática de nuevos cursos de acción posibles para la sociedad sobre los modos de organizar la vida en común, es decir, sobre la disputa de los universales legítimos de una sociedad. Lo que en la literatura se estudia como “doble poder” es una variante radical de este factor disruptivo de lo decible y lo posible que acompaña los momentos de efervescencia social.

En resumen, a estas tres formas de transición de un régimen de legitimación estatal les corresponden distintas formas institucionales y discursivas de formación de un nuevo régimen de legitimidad.

Legitimidad extraviada

Pero también puede suceder que al crepúsculo de un régimen de legitimación estatal no le acompañe un sustituto, ni desde el viejo sistema de partidos, ni desde los “outsiders” ni desde una movilización social ausente. En este caso, la sociedad entra en un período temporal de descomposición fragmentada en cámara lenta, como sucede hoy en Bolivia. Sin embargo, está claro que esto tampoco puede ser duradero.

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La falacia del vacío de poder

A cinco años del Golpe de Estado, Julio Peñaloza cuenta la historia y explica por qué fue inconstitucional la presidencia de Jeanine Áñez.

/ 9 de noviembre de 2024 / 23:17

La primera presidenta de Bolivia, Lidia Gueiler Tejada, llegó al cargo por sucesión constitucional. Era presidenta de la Cámara de Diputados. Gracias a la resistencia popular contra el golpista y responsable de la masacre de Todos Santos (noviembre, 1979), Gral. Alberto Natusch Busch, quien había sido ministro de Asuntos Campesinos y Agropecuarios de la dictadura del Gral. Hugo Banzer Suárez (1971-1978), Gueiler asumió el gobierno de Bolivia luego de una dilatada trayectoria: primero en el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), más tarde en el Partido Revolucionario de Izquierda Nacional (PRIN) de Juan Lechín Oquendo, para luego volver a su casa de origen, a la que había representado en el apogeo de la revolución nacional de los 50 como diputada nacional. También fue representante diplomática en Alemania, lo que completa una carrera pública caracterizada por la militancia, la lucha política y la responsabilidad pública.

La segunda presidenta de Bolivia, Jeanine Áñez, hizo carrera política luego de hacerse conocida como presentadora de televisión en su natal Trinidad (Totalvisión). Haber sido asambleísta constituyente representando a Poder Democrático y Social (PODEMOS), liderizado por el delfín del dictador Banzer, Jorge «Tuto» Quiroga, marca el inicio de una vida pública (2006) vinculada a la actividad partidaria opositora al gobernante Movimiento al Socialismo (MAS), que continuó con su candidatura a Senadora por el departamento del Beni en representación de Plan Progreso para Bolivia-Convergencia Nacional (PPB-CN), encabezado por Manfred Reyes Villa (2009-2014).

En las siguientes elecciones, cuando Bolivia ya se había convertido en Estado Plurinacional, Áñez continuó en la actividad parlamentaria como Senadora, esta vez (2015-2020) en representación de Unidad Demócrata (UD), coalición electoral encabezada por el entonces gobernador de Santa Cruz, Rubén Costas (Movimiento Demócrata Social MDS, «demócratas» o «verdes»), y el empresario Samuel Doria Medina (Unidad Nacional UN).

En su condición de Senadora por el Beni, Áñez ejercía la segunda vicepresidencia de la Cámara de Senadores, cargo que le corresponde a la minoría parlamentaria. Su perfil político se fue labrando en función de una rabiosa retórica cargada de adjetivos y odio contra Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS). A diferencia de Lidia Gueiler, que militó en el partido de la revolución del 52, Áñez circuló en reductos desde los que se había edificado un sistema político de pactos, sustentado en un programa neoliberal que tuvo vigencia entre 1985-2005, tiempo político en que los revolucionarios del MNR de los 50-60 terminaron sellando acuerdos y sociedades políticas de distribución del poder con quienes se colaron por la puerta de la democracia a la política luego de haber encabezado dictaduras militares (1964-1982). De esta manera, tenemos como único caso en el continente a un militar como Banzer que pasó de dictador de los 70 a demócrata desde los 80.

A partir de esta cronología se puede comprender que el ala movimientista jefaturizada por Víctor Paz Estenssoro (el MNR se fragmentó en varias facciones a lo largo de su vigencia de por lo menos cuatro décadas) hizo sociedad política con líderes militares con los que gobernó en dictadura (Frente Popular Nacionalista FPN, conformado por el propio MNR, Falange Socialista Boliviana FSB y las Fuerzas Armadas) y también en democracia, participando en el golpe de Natusch Busch del 79, que generó dos centenares de muertos y 125 desaparecidos (James Dunkerley, «Rebelión en las venas», 1987) y la renuncia del mismo a los quince días de haber asaltado la presidencia de la República y utilizado efectivos militares y tanquetas en la plaza San Francisco de La Paz para acabar con las vidas de trabajadores que salieron a combatir el golpe asestado contra el Presidente Wálter Guevara Arce.

El MNR de Paz Estenssoro y Acción Democrática Nacionalista (ADN) de Banzer, fundada precisamente en 1979, sellaron en 1985 el Pacto por la Democracia, que consolidaría la dictación del Decreto Supremo 21060 con el que se regiría la política económica de Bolivia en las siguientes dos décadas. Fue el primer y único acuerdo entre partidos de la nueva era política boliviana que no supuso cuoteo de cargos o repartición de la administración del aparato público. Paz Estenssoro había respaldado al Banzer dictador (1971-1974) y el Banzer demócrata, en reciprocidad, devolvía gentilezas para apuntalar un programa diseñado desde afuera, desde el Consenso de Washington, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) tutelando la economía nacional. Diez años después, cuando Banzer ingresaba a la presidencia en democracia, consta en archivos de prensa que el representante del FMI en Bolivia, Eliahu Kreis, participaba de las reuniones de ministros en el gobierno «democrático» del ex dictador (1997-2001).

En síntesis, la política boliviana con el tutelaje e injerencia de los Estados Unidos y los organismos crediticios multilaterales estuvo marcada por la influencia ejercida por Paz Estenssoro-Banzer desde la Revolución de 1952 hasta 2001, cuando el exdictador reciclado a demócrata falleció por cáncer y generó la sucesión constitucional de Jorge «Tuto» Quiroga, quien luego de militar en ADN terminó fundando su propia agrupación, Poder Democrático y Social (PODEMOS), de la que formaría parte Jeanine Áñez, quien en 2006 como asambleísta constituyente trabajó incesantemente por evitar la consolidación de un proyecto que conducía a la puesta en vigencia de una nueva Constitución Política del Estado promovida por el MAS y las organizaciones sociales que en primer lugar fundaron el Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (IPSP), finalmente aprobada a través del voto popular a principios del año 2009 y que dio lugar a que Bolivia adoptara la nueva cualidad de Estado Plurinacional con la incorporación y reconocimiento de derechos ciudadanos a las naciones y pueblos indígena originario campesinos.

Jeanine Áñez es políticamente el producto de lo que Carlos Montenegro llamaría la antinación («Nacionalismo y coloniaje», 1944), caracterizada por la sumisión y el entreguismo a la geopolítica imperial de los Estados Unidos, y es por ello mismo declarada enemiga ideológica de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo-Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) que hasta 2019 ya llevaba gobernando durante tres lustros consecutivos y había desmontado el aparato de poder de la democracia de pactos partidarios y el neoliberalismo.

De los 90 presidentes que Bolivia ha tenido desde su fundación en 1825, solamente dos han sido presidentas: Lidia Gueiler Tejada (1979-1980) por sucesión constitucional y, 39 años después, Jeanine Áñez (2019-2020) a través de una sucesión inconstitucional que en términos clásicos se llama Golpe de Estado y que tanto ella, como todos quienes fueron parte del derrocamiento del presidente Evo Morales, niegan terminantemente, argumentando que ante un fraude electoral perpetrado en favor de la candidatura oficialista del MAS-IPSP, lo que correspondía era una sucesión transitoria que abriera las puertas hacia un nuevo proceso electoral que debía llamarse en un máximo de noventa días, pero que finalmente se dilató durante once meses y 25 días.

Para que Jeanine Áñez llegara a la Presidencia del Estado Plurinacional de Bolivia se violó el artículo 169 de la Constitución Política del Estado que dice expresamente: «En caso de impedimento o ausencia definitiva de la Presidenta o del Presidente del Estado, será reemplazada o reemplazado en el cargo por la Vicepresidenta o el Vicepresidente y, a falta de ésta o éste, por la Presidenta o el Presidente del Senado, y a falta de ésta o éste por la Presidente o el Presidente de la Cámara de Diputados. En este último caso, se convocarán nuevas elecciones en el plazo máximo de noventa días. II. En caso de ausencia temporal, asumirá la Presidencia del Estado quien ejerza la Vicepresidencia, por un periodo que no podrá exceder los noventa días.»

A partir de esta disposición constitucional, Áñez no tenía posibilidades de acceso legal a la presidencia debido a que era la segunda vicepresidenta de la Cámara de Senadores en representación de la minoría parlamentaria y esto queda terminantemente confirmado con el artículo 35 del Reglamento de la misma Cámara Alta: «Composición y Elección de la Directiva Camaral. Para cada legislatura, la Cámara elegirá de entre sus miembros una Directiva, conformada por un presidente Electivo, dos Vicepresidentes y tres Secretarios. Esta elección se realizará en votación secreta y por mayoría absoluta de los presentes. La directiva así constituida durará en sus funciones un año y se reunirá obligatoriamente por lo menos cada quince días para conocer, coordinar y resolver los asuntos de régimen interno de la Cámara […] Para asegurar la participación y pluralidad política, la Directiva de la Cámara estará conformada, mínimamente, por dos miembros del Bloque de la Minoría Camaral. El Presidente, el Primer Vicepresidente, el Primer y Tercer Secretario corresponderán al Bloque de Mayoría; el Segundo Vicepresidente y el Segundo Secretario al Bloque de la Minoría.»

Correspondía entonces que ante la renuncia de Adriana Salvatierra a la presidencia del Senado se eligiera una nueva directiva, para que de ella surgiera constitucional y reglamentariamente el presidente o presidenta que sustituiría en la presidencia a Evo Morales. Eso nunca sucedió. No se instaló la que debía ser ineludible sesión para tratar las renuncias del propio Morales, del Vicepresidente Álvaro García Linera y de la también renunciante Salvatierra, y se procedió en una irregular sesión que no contaba con el quorum correspondiente a elegir, sin la participación de los senadores de la bancada mayoritaria, la del MAS-IPSP, a Jeanine Áñez como presidenta del Senado y de inmediato a «designarla» presidenta del Estado, cargo que asumió en un salón del Palacio Quemado, recibiendo la banda presidencial de un oficial de las Fuerzas Armadas. Ni siquiera se había intentado cuidar las formas protocolares que exige el Ceremonial del Estado: los presidentes democráticamente elegidos habían jurado desde 1982 (Hernán Siles Zuazo) en el hemiciclo del antiguo edificio del Congreso Nacional.

Un segundo argumento con el que los golpistas a la cabeza de Áñez han querido justificar la toma de facto de la presidencia del Estado es que se producía un vacío de poder debido a que Evo Morales había renunciado, lo mismo que el Vicepresidente Álvaro García Linera y que por instrucciones del mismo Evo, obraron de la misma manera Adriana Salvatierra, presidenta del Senado (también lo hizo Rubén Medinacelli, primer Vicepresidente), y Víctor Borda, presidente de Diputados, quien había sido amenazado y la casa de su hermano en Potosí había sido incendiada por agitadores del Comité Cívico a la cabeza de Marco Pumari, que fueron parte de las movilizaciones empeñadas en la defenestración del Presidente Constitucional. El criterio de Evo estaba basado, precisamente, en la idea de que los golpistas «se quedaran con su golpe».

Debido a ese supuesto vacío de poder, el servicial abogado de «Tuto» Quiroga, Luis Vásquez Villamor, recordado por haber expulsado a Evo Morales de la Cámara de Diputados en su condición de Presidente (2002), inventó la figura de la sucesión ipso facto valiéndose de un comunicado de prensa emitido por el Tribunal Constitucional que, como bien afirmó oportunamente el Magistrado Petronilo Flores, «no tiene valor legal y no es vinculante». El comunicado con el que se «habilitó» la presidencia de Áñez pretendía sustentarse en la jurisprudencia de la Declaración Constitucional 0003/01 del 31 de julio de 2001 con la que Jorge «Tuto» Quiroga sucedió constitucionalmente al fallecido Gral. Hugo Banzer Suárez.

Para quienes no están informados o solamente suelen leer los titulares de las noticias debe quedar claro que no hubo vacío de poder en Bolivia entre el 10 y 12 de noviembre de 2019 debido a que la Presidenta en ejercicio de la Cámara de Diputados, Susana Rivero, que sucedió al renunciante Víctor Borda, decidió permanecer en el cargo como presidenta en ejercicio a pesar de la instrucción terminante de Evo. Rivero consideraba que con su presencia era necesario tener el argumento para rebatir con los hechos la versión-pretexto del vacío de poder con la que se iba a tomar la presidencia por la fuerza, omitiendo la Constitución y el procedimiento camaral para la recomposición de las directivas de la Asamblea Legislativa Plurinacional. Acerca de estos hechos, la Red Compañera Mundo, entre otros medios de comunicación, publicó la siguiente noticia en marzo de 2021:

La Paz, 26 de marzo de 2021 (RC). – El presidente del Estado, Luis Arce, indicó la mañana de este viernes que fue un error el haber reconocido que el gobierno de Jeanine Áñez era constitucional y que desconocía las normas de cómo tendría que haber sucedido y sostuvo que Susana Rivero del MAS debió asumir la presidencia interina […] «A mí particularmente, como a muchos, nos han hecho creer que era un gobierno constitucional […]. No soy todólogo, entonces puedo cometer errores, no tengo ningún problema en reconocer que nos podemos equivocar en dar alguna precisión, que tal vez a insistencia de los propios periodistas, porque yo di mi respuesta muy clara esa noche, está en los videos que lo demuestran así», argumentó Arce.

Arce explicó que junto a juristas, especialistas y constitucionalistas evaluó aspectos que «no había tomado en consideración», como «el reglamento de debates de la Cámara de Diputados que se debería haber optado (utilizado) para la designación de quien debería haber sido el ‘sucesor’ dada la renuncia del presidente (presidenta) del senado».

«Yo no conocía ese reglamento, no conocía esas normativas como muchos de los bolivianos; y nos damos cuenta de que debería haber presidido la hermana Susana Rivero, que estaba en la Cámara de Diputados. Y cosas así que cuestionan profundamente lo que hasta ese momento los medios de comunicación nos habían informado», agregó.

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Entre el miércoles 13 y el jueves 14 de noviembre, cuando Áñez ya se había autoproclamado presidenta y se había instalado en el despacho del antiguo palacio de gobierno, cumpliendo con su anuncio televisivo (Unitel) del domingo 10 hacia el final de la tarde desde Trinidad, un poco después de que Evo Morales hiciera pública su renuncia, la presidenta en ejercicio de la Cámara de Diputados, Susana Rivero (1), conforme al reglamento correspondiente, dirigió y concretó la recomposición de la directiva con Sergio Choque elegido como Presidente y había sucedido lo mismo con la Cámara de Senadores, en la que Eva Copa asumió la presidencia. En los dos casos, luego de vulnerarse la Constitución y los reglamentos parlamentarios para consumar la autoproclamación presidencial de Jeanine Áñez, se cumplía con lo estipulado reglamentariamente: los presidentes de ambas cámaras surgían de las bancadas mayoritarias del MAS-IPSP que se vieron obligadas a lidiar con el gobierno de Áñez durante casi todo el año 2020. En determinado momento corrió la versión de que el gobierno de facto tenía pensado cerrar la Asamblea Legislativa Plurinacional. El vicecanciller, Manuel Suárez Ávila, le dijo categóricamente a este periodista: «Jamás haríamos algo así».

  • Susana Rivero formalizó su renuncia a la directiva de la Cámara de Diputados como Vicepresidenta el 20 de noviembre de 2019 y renunció a su diputación el 06 de enero de 2020, aduciendo que no continuaría en el cargo durante la gestión de un gobierno golpista. A través de la ley Nº 1270 del 20 de enero de 2020 se promulgó la “Ley excepcional de prórroga del mandato constitucional de autoridades electas hasta la posesión de nuevas autoridades para el período 2020 – 2025”. De esta manera, senadores y diputados que debían concluir sus mandatos el 22 de enero de 2020, fueron prorrogados en sus cargos hasta noviembre de 2020 cuando se produjo la posesión de nuevas autoridades democráticamente elegidas, producto de los comicios realizados el 18 de octubre.

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Cuatro años después de una nueva normalidad

La fragilidad de los factores ordenadores en el proyecto político boliviano ha generado una nueva normalidad marcada por la polarización y el agotamiento del ciclo histórico iniciado en 2006.

/ 9 de noviembre de 2024 / 23:02

Octubre de 2020 fue el momento de resolución electoral de la ruptura institucional del año 2019. El clivaje MAS/anti-MAS se dirimiría, finalmente, en la voluntad democrática que cada boliviano expresara en las urnas de votación. De forma inapelable y terminante, Bolivia volvía a encaminarse, en confianza, por el proyecto social popular. La agenda para el mandato presidencial que se iniciaba estaba determinada de antemano: el libreto social señalaba como tareas inmediatas, consecuencia del quebrantamiento constitucional y el hecho de la pandemia, unas acciones de urgente reconstrucción: rehacer la economía colapsada hasta lograr su crecimiento y estabilidad, restablecer las capacidades del sistema sanitario del país para aminorar el impacto de la pandemia y devolver las aulas escolares a niñas y niños que estudiaban precariamente a distancia.

Lo que en noviembre de 2019 parecía un ciclo político concluido volvía a recomponerse con prontitud a partir de la compactación histórico-electoral de la corporatividad social popular. El horizonte enmascaraba una luz que el país imaginó de esperanza. Existía ilusión y necesidad de creer, un hálito de fe que nos encontrara en el trayecto con la necesitada pacificación social.

A partir de entonces, el misterio por desentrañar estaba en imaginar cómo sería un gobierno del MAS sin Evo como presidente, y cuál sería el distintivo que el nuevo mandatario aspiraría a construir para su gestión gubernamental. Los escenarios proyectados fueron diversos y anunciados en cantidad, pero ninguna imagen graficaba a un Evo Morales en los umbrales de una detención judicial, y tampoco a un presidente refiriéndose, en todo espacio posible, al líder indígena como el causante de cuanto mal existiera. El hecho es que, conocidos estos cuatro años, los dos opuestos son refractarios, incompatibles y excluyentes, al extremo que, en el paso de sus acciones, destrozan el proyecto popular y a la vez el mismo país. Lo cierto es que han dado paso a una nueva normalidad en distintos contornos.

Lo normal es lo habitual, lo cotidiano y lo natural, lo que aceptamos de forma acostumbrada. En la construcción de nuevas normalidades, algo deja de ser usual y corriente para ser sustituido por una situación distinta. En momentos de crisis, se instala una nueva época o tiempo. Hoy, el hecho cotidiano es una realidad que ya preconfigura la actual normalidad de los bolivianos: desabastecimientos graduales, paulatinos y en ascenso; resignaciones malhumoradas por la incomodidad de una crisis soportable aún, pero molesta y de preocupaciones ya evidentes. La nueva normalidad va dejando sus primeras consecuencias: salarios disminuidos, ciudadanos empobrecidos y nuevas exclusiones. Pero también un ciclo político acabado.

La nueva normalidad en la estructura partidaria y de la «corporatividad social popular» enseña que el «factor ordenador» de este proyecto político ha dejado de estar únicamente en la palabra y decisión del expresidente, pues tiene hoy, en los espacios estatales y dirigencias matrices, otra decisión de referencia e imposiciones, encarnadas en el ánimo de lo que piensan, separadamente, el presidente y vicepresidente del Estado. Si el «factor ordenador» se debilita o quiebra, la estructura partidaria resiente su unidad, su capacidad movilizadora e, inmediatamente, se agrieta, hiende, fracciona y, en el último extremo, se despedaza.

La nueva normalidad de lo social popular, construida con paciente desafecto, antipatías e irracionalidad, dice también que el tiempo de las victorias concluyentes se va desvaneciendo, que ya nada está asegurado y que hoy, como las palabras escritas en el Manifiesto Comunista, un fantasma recorre el país popular: el fantasma del fin de la historia.

Las consecuencias de esta malquerencia entre los factores ordenadores del movimiento y la estructura popular han intervenido, además, en los espacios socioestatales y, por supuesto, en lo económico. La nueva normalidad de 2024 es la de una Bolivia sofocada por conflictologías interminables y absurdas, agobiada en su profunda desinstitucionalización y debilitada por el parón de las posibilidades económicas públicas y privadas.

Lo cotidiano de hoy es la no respuesta a los problemas inmediatos y la búsqueda constante de transferencia de responsabilidades y eximición de culpas. La crisis deja en evidencia que el pueblo, la sociedad y la ciudadanía no están en el centro de las preocupaciones de los decisores político-estatales. Lo otro que demuestra esta crisis es que las referencias políticas, dueños del facilismo económico y del propietarismo estatal, no construyen nuevos paradigmas de Estado y Sociedad, pues, alejados de la complejidad sociopolítica del país, se muestran indiferentes en la necesidad de actualizar el Pacto Social, ese que articule lo estatal con el mercado, lo público y lo privado, la concentración de riqueza con la redistribución del ingreso, y establezca convivencias sociales necesarias y diálogos institucionalizados.

Esta normalidad, caracterizada por el estado de policrisis, debe ser solo un espacio de transición resolutivo de los impases políticos, económicos y sociales polarizadores; el tiempo precedente a la construcción definitiva de la nueva normalidad positiva, ordenada por el sentido común de la coexistencia pacífica de los opuestos necesariamente complementarios.

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Crisis múltiple: orígenes y posibles salidas

A pesar del oscuro panorama, la defensa de la democracia y el logro de elecciones transparentes emergen como el pilar para abrir una ventana de esperanza en Bolivia.

/ 9 de noviembre de 2024 / 22:51

En crisis, las sensaciones más comunes ante la situación actual del país son la incertidumbre y la confusión. Dada la profusión de eventos y tensiones que vive Bolivia, la situación actual es poco clara, y las posibles salidas son aún menos evidentes. Para intentar hacer sentido con lo que pasa el país, creo que hay tres preguntas fundamentales que deberíamos hacernos de manera colectiva: ¿En qué situación estamos? ¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo salimos de aquí?

Tratemos de caracterizar primero la situación en la que estamos. Se trata de una multi crisis: una situación en la que distintos ámbitos de la vida pública en el país funcionan de manera problemática o directamente no funcionan. De la interrelación de la disfuncionalidad en los distintos subsistemas emerge una crisis sistémica, que potencialmente compromete el funcionamiento mismo de la sociedad boliviana.

La dimensión económica de la crisis no requiere mucha presentación, en tanto es sentida por todos cada día y se refleja en factores como la inflación, desabastecimiento de productos y combustibles, escasez de dólares, deterioro del aparato productivo, o el crecimiento mínimo. Esta crisis tiene que ver con un modelo que no termina de transitar de un estatismo basado en la exportación del gas a un modelo dependiente de estructuras corporativas privadas (legales e ilegales), dedicadas a la exportación de oro, soya, carne (y al narcotráfico).

Dimensiones de la crisis

La crisis tiene una dimensión ambiental, la cual se olvida cada año una vez que se disipa el humo de millones de hectáreas de bosques incendiadas cada año en Bolivia. Pese a que la llegada de las lluvias mejora la calidad del aire, el deterioro ambiental es muy grande y distintos expertos afirman que estamos llegando (o que hemos llegado) a un punto de no retorno, donde la naturaleza ya no tiene la capacidad de sostener los procesos productivos humanos.

En términos sociales, la crisis se manifiesta en niveles muy altos de desconfianza interpersonal (los más altos de América Latina y los más altos en 25 años en Bolivia, según un estudio de Ciudadanía y la KAS con datos del Proyecto LAPOP). Esta desconfianza es alimentada por distintos tipos de violencias y deterioro del tejido social, en un momento de transformación de los valores sociales que no parece apuntar a una mayor apertura hacia el respeto y la garantía de los derechos de los demás.

En términos institucionales, la mayor parte de las instituciones estatales (sistema judicial, Ministerio  Público, Policía, militares, aduana…) están colapsadas, y se muestran incapaces de cumplir de manera efectiva sus funciones. Los indicios de corrupción permanentes alimentan niveles de confianza ciudadana mínimos. La incapacidad no solo tiene que ver con las funciones secundarias o sectoriales (fiscalización, tributación, regulación), sino que el Estado parece haber perdido la capacidad de ejercer su función principal,  el monopolio del ejercicio de la violencia legítima.

La interna del MAS

Así las cosas, la disputa ya violenta entre dos facciones por el control del MAS es solamente una manifestación política de la crisis. Los bloqueos, las denuncias, el uso político del aparato de justicia y todo el penoso repertorio son solo el corolario del colapso del modelo de gobernabilidad basado en el control corporativo de las instituciones estatales por parte de algunas organizaciones sociales. La burocratización y oligarquización (ley de hierro de Michels) de las estructuras del sindicalismo popular han bloqueado el acceso a los beneficios prebendales del Estado a nuevos actores dentro de estos sectores sociales, generando descontento, fraccionamiento y conflicto. La ausencia de liderazgos y propuestas desde la oposición o el Masismo, que sean capaces de seducir y entusiasmar a los ciudadanos, es parte de la dimensión política de la crisis.

Ahora bien, ¿cómo hemos llegado a esta situación? Es claro que no existe un solo factor que lo explique; al final, los momentos históricos resultan de un cúmulo de hechos que se remontan en el tiempo (y hasta en la cara del dado que dicta el azar). Sin embargo, existe un elemento descollante en la explicación de la situación crítica que atraviesa el país: el desmantelamiento institucional.

El proceso de desinstitucionalización que ha sufrido el país explica en buena medida la multicrisis y la imposibilidad actual de superarla. Se trata de un proceso consciente de asedio a la institucionalidad republicana que se ha venido poniendo en práctica durante los últimos 20 años (la forma de gobierno republicana es la que evita el control absoluto del poder de parte de un grupo o una persona distribuyéndolo en instituciones independientes).

La promesa del cambio

Ha sido un proyecto con intenciones declaradas; pero también ha sido un proceso solapado basado en el entusiasmo ciudadano inicial con el “cambio” y la promesa de una institucionalidad más justa, plural y democrática, que resuelva los traumas y desigualdades históricas de los bolivianos. Esta promesa fue finalmente traicionada con una Constitución tan extensa y declarativa como ambigua y compleja. La autodestrucción de las instituciones estatales desde adentro, desde el mismo Estado, implica la pérdida de una oportunidad histórica de construcción de institucionalidad legítima y efectiva, y está terminando con un ciclo político cuyos éxitos y fracasos serán juzgados con mayor claridad en el futuro.

El afán por destruir la república ha acabado destruyendo las condiciones mínimas para el ejercicio de la justicia. Sin un sistema de justicia efectivo y confiable, no solamente quedan desamparados los ciudadanos comunes, sino que la “justicia” se convierte en arma arrojadiza usada arbitrariamente por encima de las leyes y su espíritu para derrotar al otro y mantenerse el poder. Sin un sistema electoral independiente, transparente y confiable las elecciones son dudosas para los ciudadanos, y son injustas e inequitativas para los políticos. Sin un Estado que controle el territorio nacional, algunos grupos lo reemplazan, administrando e imponiendo su “ley” sobre el territorio y sus habitantes. Sin una ciudadanía autónoma, las estructuras organizativas “orgánicas” se transforman en sindicalismos autoritarios con agencia gubernativa y beneficios económicos.

Crisis e institucionalidad

Los riesgos del descalabro institucional, evidentes desde hace tiempo, fueron minimizados en su momento por analistas y opinadores bajo argumentos como el de “así siempre ha sido” o “ya verán los abogados”. Y es cierto que la historia política de Bolivia podría alimentar un manual de trampas y mañas. Pero el ciclo político anterior, a diferencia de lo que sucede ahora, presentaba algunas instituciones ejemplares que surgían de momentos de negociación plural y se convertían en referentes morales (e institucionales) para la sociedad: por ejemplo, la Corte Nacional Electoral que se consolida con los “notables” a inicios de los 1990,  la Defensoría del Pueblo liderizada por Ana María Romero, o los acuerdos que permitieron la reforma constitucional de 1994. Nada remotamente cercano en la actualidad.

En esas condiciones, ¿cómo salimos de la crisis? En primer lugar, es necesario tener en cuenta que la resolución de las manifestaciones políticas inmediatas de la crisis no implica la solución permanente de los problemas de fondo. Ninguno de los distintos escenarios de resolución de la disputa interna del MAS va a solucionar la crisis sistémica de Bolivia (aunque algunos ciertamente podrían complicarla más).

Salidas

Más allá del problema inmediato, es indudable que la única salida a la multicrisis boliviana actual es electoral, con un resultado en las elecciones de 2025 que obligue a los actores políticos con representación parlamentaria a pactar y compartir el peso de una dura reforma económica: eliminación de subsidios a combustibles, tipo de cambio real, privatización de muchas empresas y despido de supernumerarios en el Estado. Esta es una misión tan impopular como necesaria que debe ser asumida en el marco de un pacto de supervivencia nacional (que debe incluir a la facción del MAS que sobreviva a su actual suicidio político). El pacto político necesariamente deberá incluir el debate de una reforma constitucional que permita la reconstrucción institucional sobre bases meritocráticas, así como la aplicación de mecanismos de justicia transicional, y la reconstrucción de la ciudadanía al margen de las estructuras corporativas del sindicalismo.

El contexto internacional será relevante para lo que suceda el 2025. Tres actores son particularmente importantes: Brasil, con un Lula que se desmarca cada vez más de los esperpénticos gobiernos de Maduro y Ortega; China, el principal acreedor del país; y los Estados Unidos de Trump, cuya agenda hacia la política boliviana es todavía una incógnita.

La mínima ventana de esperanza de salida de Bolivia de su crisis actual está amenazada por las condiciones mismas que resultan de la erosión de las instituciones. La realización de elecciones transparentes y legítimas en 2025 está en riesgo. Desde tribunales auto prorrogados que podrían cuestionar el proceso, pasando por un Órgano Electoral débil que no parece poder garantizar comicios refrendados por la confianza ciudadana, hasta actores políticos desleales, las amenazas a las elecciones son amplias. La defensa militante de la democracia es crucial para el futuro.

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