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Pete Seeger: música y militancia

El patriarca del folk norteamericano y referente moral de la izquierda murió a los 94 años

/ 2 de febrero de 2014 / 04:00

Un gigante y un cabezón. Pete Seeger, que murió el martes a los 94 años, fue una presencia colosal a lo largo de buena parte del siglo XX. Paradigma de los hijos de las clases favorecidas que rompieron las convenciones sociales para implicarse en las luchas políticas.

Educado en una familia musical, durante los años 30 Seeger seguía las instrucciones de la Comintern, que decretó que los compositores comprometidos debían confeccionar el repertorio que el pueblo cantaría en huelgas, manifestaciones, barricadas y, eventualmente, la revolución. Hasta que John Dos Passos y otros intelectuales viajeros conocieron a Molly Jackson, alias Tía Molly, la esposa de un minero que interpretaba su propio cancionero de testimonio y resistencia. La lección resultó contundente: urgía cambiar el sentido del flujo; las canciones debían fluir desde la base —el pueblo— a lo alto de la pirámide, donde estaban los profesionales comprometidos, capaces de reproducir el modelo popular.

Seeger parecía estar en el lugar adecuado en el momento exacto. Su entusiasmo contagió al folklorista Alan Lomax, redirigió las energías del prolífico Woody Guthrie hacia la agitación y la propaganda. Probó con los Almanac Singers y acertó con The Weavers. Pero en la era dorada de la radio, con la televisión expandiéndose, la América conservadora no iba a permitir que un rojo tipo Seeger tuviera tan poderosas plataformas. Para un fanático como J.

Edgar Hoover, fundador del FBI, era intolerable que alguien perteneciente a la burguesía sirviera de altavoz para los comunistas. Y empleó todo su catálogo de trucos sucios: informantes, agentes provocadores, reventadores de conciertos, listas negras.

Es bien conocida la odisea de Seeger ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Sabía lo que le esperaba: se mantuvo firme y fue declarado “testigo hostil”. Entre 1955 y 1962 vivió en su carne los rigores de la Guerra Fría.

Para entonces, sin embargo, el viento soplaba a su favor. El folk ponía la banda sonora del combate por los derechos civiles de los negros pero también había sido aceptado por la industria del entretenimiento.

Para entonces, el Partido Comunista, sus organizaciones encubiertas y sus contrincantes trotskistas estaban en la clandestinidad, penetrados hasta el tuétano por espías gubernamentales. De alguna manera, la música folk se había convertido en la voz de la izquierda, su banderín de enganche a escala masiva. Pete puso su granito de arena en la lucha contra la guerra del Vietnam, pero su puesto en la vanguardia fue ocupado por otros cantautores, por estridentes grupos de rock.

Además de enseñar a tocar el banjo a millones de aficionados a través de su célebre curso, fue pionero en EEUU del combate por la causa ecológica. Residente en las orillas del Hudson, combatió la contaminación. Había aprendido que las luchas dignas de ser luchadas comenzaban, literalmente, en la parte trasera de tu casa.

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Pete Seeger: música y militancia

El patriarca del folk norteamericano y referente moral de la izquierda murió a los 94 años

/ 2 de febrero de 2014 / 04:00

Un gigante y un cabezón. Pete Seeger, que murió el martes a los 94 años, fue una presencia colosal a lo largo de buena parte del siglo XX. Paradigma de los hijos de las clases favorecidas que rompieron las convenciones sociales para implicarse en las luchas políticas.

Educado en una familia musical, durante los años 30 Seeger seguía las instrucciones de la Comintern, que decretó que los compositores comprometidos debían confeccionar el repertorio que el pueblo cantaría en huelgas, manifestaciones, barricadas y, eventualmente, la revolución. Hasta que John Dos Passos y otros intelectuales viajeros conocieron a Molly Jackson, alias Tía Molly, la esposa de un minero que interpretaba su propio cancionero de testimonio y resistencia. La lección resultó contundente: urgía cambiar el sentido del flujo; las canciones debían fluir desde la base —el pueblo— a lo alto de la pirámide, donde estaban los profesionales comprometidos, capaces de reproducir el modelo popular.

Seeger parecía estar en el lugar adecuado en el momento exacto. Su entusiasmo contagió al folklorista Alan Lomax, redirigió las energías del prolífico Woody Guthrie hacia la agitación y la propaganda. Probó con los Almanac Singers y acertó con The Weavers. Pero en la era dorada de la radio, con la televisión expandiéndose, la América conservadora no iba a permitir que un rojo tipo Seeger tuviera tan poderosas plataformas. Para un fanático como J.

Edgar Hoover, fundador del FBI, era intolerable que alguien perteneciente a la burguesía sirviera de altavoz para los comunistas. Y empleó todo su catálogo de trucos sucios: informantes, agentes provocadores, reventadores de conciertos, listas negras.

Es bien conocida la odisea de Seeger ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Sabía lo que le esperaba: se mantuvo firme y fue declarado “testigo hostil”. Entre 1955 y 1962 vivió en su carne los rigores de la Guerra Fría.

Para entonces, sin embargo, el viento soplaba a su favor. El folk ponía la banda sonora del combate por los derechos civiles de los negros pero también había sido aceptado por la industria del entretenimiento.

Para entonces, el Partido Comunista, sus organizaciones encubiertas y sus contrincantes trotskistas estaban en la clandestinidad, penetrados hasta el tuétano por espías gubernamentales. De alguna manera, la música folk se había convertido en la voz de la izquierda, su banderín de enganche a escala masiva. Pete puso su granito de arena en la lucha contra la guerra del Vietnam, pero su puesto en la vanguardia fue ocupado por otros cantautores, por estridentes grupos de rock.

Además de enseñar a tocar el banjo a millones de aficionados a través de su célebre curso, fue pionero en EEUU del combate por la causa ecológica. Residente en las orillas del Hudson, combatió la contaminación. Había aprendido que las luchas dignas de ser luchadas comenzaban, literalmente, en la parte trasera de tu casa.

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‘La montonera’ La canción que Serrat prohibió

Los misterios de ‘La montonera’, una bellísima canción que el cantante español Joan Manuel Serrat ha preferido olvidar

/ 19 de enero de 2014 / 04:00

Es un buen día cuando aparece un nuevo número de Viernes peronistas. Y también, un día perdido: imposible resistirse a la tentación de sumergirse en sus páginas (aunque técnicamente sea un fanzine, tiene dimensiones de libro). Esta publicación, concebida en Madrid, estudia el peronismo clásico como si fuera un fenómeno pop, con sus héroes, sus villanos, sus mass media, sus epifenómenos, su estética.

Y siempre, siempre hay sorpresas. En el número 3, encuentras un apartado dedicado a la discografía justicialista. Y allí descubro que sí hubo una edición digamos oficial de La montonera, la canción maldita de Joan Manuel Serrat. Edición oficial pero clandestina: en 1978, el Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero, residente en México pero a punto de instalarse en Cuba por urgencias de seguridad, fabricó un flexidisco asombroso, para su escucha en Argentina.  

La cara A ofrecía un análisis triunfalista de lo ocurrido tras el golpe militar, seguido de instrucciones para visibilizarse durante el próximo Mundial de Fútbol; en vísperas del aniquilamiento de la resistencia armada, la voz de (se supone) Juan Gelman parece venir de un universo paralelo. Se incluyen direcciones y teléfonos de la organización en el extranjero y, más alucinante aún, se detalla el organigrama de la cúpula del movimiento guerrillero, con todos sus responsables.

El puntazo fue que el flexi también incluía una canción exclusiva de Joan Manuel Serrat, no se sabe si con el permiso expreso de su autor. “La montonera” es la hermosa loa de una militante: “Con esas manos de quererte tanto/ pintabas en las paredes ‘luche y vuelve’/ manchando de esperanzas y de cantos/ las veredas de aquel 69”. Lo extraordinario, para tratarse de un disco editado por Montoneros, reside en que Serrat manifestaba escepticismo ante la mitificación del Juan Domingo Perón, entonces exiliado en Madrid, con el beneplácito de Franco: “Cayéndose y volviéndose a levantar, la montonera/ que buen vasallo sería/ si buen señor tuviera”.

Volvamos a La montonera. Durante años, se creyó que la protagonista era Marie Anne Erize Tisseau. Nacida en Argentina de padres franceses, alcanzó cierta popularidad como modelo: desfiló, ocupó portadas de revistas, hizo publicidad y conoció la dolce vita de la farándula porteña. Tras abandonar los estudios de antropología, se convirtió en militante de base en Montoneros, haciendo trabajo social entre los más desfavorecidos (y, supongo, misiones menos visibles).

A principios de los 70, Marie Anne viajó a Europa, donde conoció a Serrat y Moustaki. También tuvo una relación breve con Paco de Lucía. Estuvieron juntos en Nueva York, cuando el guitarrista se presentó en el Carnegie Hall. Según su hermana Marie-Noëlle, sí ayudó a trasladar discretamente un cuadro de un país a otro, aunque esa anécdota no la convierte precisamente en una contrabandista de arte. Eso se cuenta en un libro del periodista francés Philippe Broussard, La desaparecida de San Juan (Planeta). Efectivamente, Marie Anne fue “chupada” en plena calle y a la luz del día. El militar a cargo de su secuestro, Jorge Olivera, supuestamente alardeó de haberla violado antes de que fuera asesinada. El miserable fue condenado a cadena perpetua pero escapó el pasado julio.

Serrat habla poco al respecto: hace unos años, cuando le pregunté por la canción, cambió de tema. A Broussard le niega que Marie Anne fuera su inspiración; ha dicho que la musa para La montonera fue una tal Alice o Alicia. Lo que resulta intrigante es que Joan Manuel haya impedido la difusión del tema, que nunca ha registrado de forma profesional. Sí se rescata, vestida con galas, en el documental Cazadores de utopías (1995), de David Blaustein. El autor de la música fue el mago Litto Nebbia, que ha aceptado compartir sus recuerdos.

Litto trabajó sobre una casete de Serrat en directo: “además de oírse mal, ‘lloraba’ la afinación de su guitarra. Hice un arreglo de piano, teclados, guitarra, bajo y percusión. De esta manera la canción quedó con el mismo color que el resto del score”. Sin embargo, cuando ya estaba fabricado el CD con la banda sonora, Serrat prohibió la edición de su canción con una promesa que luego no cumplió: no quería “quemar” la canción ya que pretendía grabarla en un futuro disco. La palabra de Serrat era ley: toda la tirada fue destruida.

Urge hacerse una idea de la inmensa popularidad de Joan Manuel en aquel país. Era una estrella pop, desde luego, pero también una referencia ideológica. En los tomos de La voluntad, la inmensa crónica panorámica de la insurgencia argentina entre 1966 y 1978, se reitera el nombre de Serrat. En un momento, antes del golpe, aparece donando “una buena suma” a familiares de presos políticos. Más adelante, en la infernal Escuela de Mecánica de la Armada, se usa su música para tapar los gritos de una torturada, Graciela Daleo.

No logran “quebrarla”: Graciela cierra la historia de Eduardo Anguita y Martín Caparrós con un soberbio gesto de desafío, potencialmente suicida. Como parte de su proceso de “rehabilitación”, sus carceleros la sacan a cenar (Argentina ha ganado el Mundial y hay que celebrarlo). Ella pide permiso para ir al lavabo y allí, con su lápiz de labios, pinta las paredes: “Milicos asesinos. Massera asesino. Viva Perón. Vivan los Montoneros”.

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Cómo ganar el Premio Nobel

Como ocurre cada año, el cantante Bob Dylan  será postulado al Nobel de Literatura

/ 2 de junio de 2013 / 04:00

Regularmente, sale a la palestra el fantasma de Bob Dylan y el Premio Nobel de Literatura. “¿Será finalmente el año de Dylan?”
Sabemos que sería un disparate. Técnicamente, Dylan sólo ha publicado dos libros. Me responden que sus letras fungirían como corpus literario y que han alcanzado un fenomenal impacto cultural. En su contra, el hecho de que tiende a —¿cómo decirlo finamente?— la apropiación de hallazgos ajenos, escudándose en la tradición del reciclaje del folk process.

En esas discusiones banales, nos falta información fiable sobre los intríngulis de los Nobel: las deliberaciones de los académicos son secretas, aunque se han colado anécdotas intrigantes. Pero ahora tenemos un retrato revelador de lo ocurrido en 1954, cuando se premió a Ernest Hemingway.
Jeffrey Meyers, experto en Hemingway, ha entrado en los archivos de la Academia Sueca. Y ha publicado en The Times Literary Supplement un texto sobre sus hallazgos, The swedish thing, que nos deja boquiabiertos.

Se sabe que Alfred Nobel especificó que los autores galardonados deberían tener “una tendencia idealista” (sí, podría encajar el primer Dylan). Pero pesan más los factores extraliterarios. Las circunstancias personales: edad y salud, ideología y, si procede, sufrimiento en cárceles o exilio. Y los elementos geopolíticos: los favores debidos, la presión de países poderosos enfrentada al noble deseo de reconocer a literaturas previamente ignoradas. Sin olvidar las rencillas históricas: en 1954, el Secretario Permanente de la Academia vetó al principal rival de Hemingway, el islandés Halldór Laxness, por haberse burlado de Olaf II El Santo, rey de Noruega. Que conste que el gran Laxness fue nobelizado al año siguiente.

Asombra saber que el comité del Nobel no mostró un entusiasmo unánime por Hemingway; hubo un intento de rebelión, miembros que plantearon declarar desierto el premio. Eran otros tiempos: la literatura se difundía lentamente y los académicos no asumían los elementos biográficos de sus libros. Le salvó la popularidad de El viejo y el mar; los informes de sus paladines no mencionaban obras más indiscutibles como Fiesta o Por quien doblan las campanas. Así que ayuda tener un best-seller reciente y, caramba, hace décadas que Dylan renunció a los temas de éxito.

Para Hemingway, fue el final de una agonía. Quería que se acabara el suspense. No hizo campaña: despreciaba a anteriores ganadores estadounidenses, de Pearl S. Buck a William Faulkner (“mientras yo viva, tendrá que beber para justificarse por tener el Nobel”). Su ambigüedad se manifestó en la negativa a acudir a Estocolmo. Alegó que estaba en Cuba, recuperándose de dos accidentes aéreos que había sufrido en África. Ahí si que puedo imaginar a un Bob Dylan escabulléndose del ritual. Ojalá nunca llegue el momento en que deba enfrentarse a esa decisión. El arte de Dylan es otra cosa, diferente de la literatura y tan digna en sus propios términos.

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Como ocurre cada año, el cantante Bob Dylan  será postulado al Nobel de Literatura

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Sabemos que sería un disparate. Técnicamente, Dylan sólo ha publicado dos libros. Me responden que sus letras fungirían como corpus literario y que han alcanzado un fenomenal impacto cultural. En su contra, el hecho de que tiende a —¿cómo decirlo finamente?— la apropiación de hallazgos ajenos, escudándose en la tradición del reciclaje del folk process.

En esas discusiones banales, nos falta información fiable sobre los intríngulis de los Nobel: las deliberaciones de los académicos son secretas, aunque se han colado anécdotas intrigantes. Pero ahora tenemos un retrato revelador de lo ocurrido en 1954, cuando se premió a Ernest Hemingway.
Jeffrey Meyers, experto en Hemingway, ha entrado en los archivos de la Academia Sueca. Y ha publicado en The Times Literary Supplement un texto sobre sus hallazgos, The swedish thing, que nos deja boquiabiertos.

Se sabe que Alfred Nobel especificó que los autores galardonados deberían tener “una tendencia idealista” (sí, podría encajar el primer Dylan). Pero pesan más los factores extraliterarios. Las circunstancias personales: edad y salud, ideología y, si procede, sufrimiento en cárceles o exilio. Y los elementos geopolíticos: los favores debidos, la presión de países poderosos enfrentada al noble deseo de reconocer a literaturas previamente ignoradas. Sin olvidar las rencillas históricas: en 1954, el Secretario Permanente de la Academia vetó al principal rival de Hemingway, el islandés Halldór Laxness, por haberse burlado de Olaf II El Santo, rey de Noruega. Que conste que el gran Laxness fue nobelizado al año siguiente.

Asombra saber que el comité del Nobel no mostró un entusiasmo unánime por Hemingway; hubo un intento de rebelión, miembros que plantearon declarar desierto el premio. Eran otros tiempos: la literatura se difundía lentamente y los académicos no asumían los elementos biográficos de sus libros. Le salvó la popularidad de El viejo y el mar; los informes de sus paladines no mencionaban obras más indiscutibles como Fiesta o Por quien doblan las campanas. Así que ayuda tener un best-seller reciente y, caramba, hace décadas que Dylan renunció a los temas de éxito.

Para Hemingway, fue el final de una agonía. Quería que se acabara el suspense. No hizo campaña: despreciaba a anteriores ganadores estadounidenses, de Pearl S. Buck a William Faulkner (“mientras yo viva, tendrá que beber para justificarse por tener el Nobel”). Su ambigüedad se manifestó en la negativa a acudir a Estocolmo. Alegó que estaba en Cuba, recuperándose de dos accidentes aéreos que había sufrido en África. Ahí si que puedo imaginar a un Bob Dylan escabulléndose del ritual. Ojalá nunca llegue el momento en que deba enfrentarse a esa decisión. El arte de Dylan es otra cosa, diferente de la literatura y tan digna en sus propios términos.

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Shankar: el diálogo intercultural

El músico indio, quien murió a sus 92 años, sostuvo un intenso diálogo con la música occidental

/ 16 de diciembre de 2012 / 04:00

Ravi Shankar, que murió el martes en San Diego (California), disfrutó de una vida plena. Sus 92 años fueron lo bastante intensos para justificar dos autobiografías (My music, my life y Raga mala), donde explicaba cómo amplió los límites de la tradición musical que encarnaba, aplicando sus poderes al cine, el teatro y el ballet, aparte de abrirse a experimentos internacionalistas.

Ningún otro músico clásico tuvo tanta influencia en la evolución del pop. Se recuerda su humor punzante en el Madison Square Garden neoyorquino, en agosto de 1971. Se celebraba el benéfico Concert for Bangla Desh, que partía de una idea suya. Iba a tocar un jugalbandi, un dueto con el prodigioso tablista Ali Abkar Khan. Según la costumbre, afinaron sobre el escenario. Les respondió un aplauso general. Ravi advirtió al público: “Si apreciáis tanto la afinación, espero que disfrutéis aún más con la música”.

No funcionaba como gurú contracultural. De hecho, Ravi conservaba prejuicios de su casta y deploraba el uso de drogas y la promiscuidad de los hippies. Aunque él mismo se benefició de la tolerancia ambiental de los 60, como se supo al triunfar Norah Jones y revelarse que era hija de Shankar y de una promotora estadounidense.

A mediados de los 60 ya había conocido al músico pop que le convertiría en un ícono global similar a Ghandi o Tagore. El publicista fue George Harrison, el más insatisfecho de The Beatles. En 1966, Shankar le dio clases, advirtiéndole que no eran más que rudimentos, que el verdadero dominio del sitar requería años de estudio. El discípulo no estaba tan comprometido pero sí aceptó los consejos de Ravi para internarse en las creencias hinduistas. El poder de irradiación de The Beatles hizo el resto: se materializó incluso un híbrido llamado raga rock.

No menor fue su ascendiente sobre la vanguardia del jazz, entonces interesada por las religiones orientales. En 1965, John Coltrane bautizaría Ravi a su hijo, hoy también saxofonista. Fascinó igualmente a muchos minimalistas; con Philip Glass grabaría Pasajes, en 1990. Siempre estaba abierto a colaboraciones insólitas, como Inside the Kremlin (1988), con una orquesta y un coro rusos.

Harrison se mantuvo como principal difusor de las virtudes de Shankar, pero el sitarista se sentía más cómodo al lado de colegas de formación clásica. Con el violinista Yehudi Menuhin realizó los populares elepés West meets East (1966-7). André Previn dirigió a la sinfónica de Londres en su Concerto for sitar and orchestra (1970), el primero de varios. Jean-Pierre Rampal, Bud Shank o Zubin Mehta también se beneficiaron de su apasionado discurso instrumental.

Aunque sufría problemas cardiacos desde los años 70, apenas disminuyó su carga de trabajo. Recibió una oleada de honores y premios, sin renunciar a los conciertos. Guió los pasos de su hija menor, Anoushka Shankar, una sitarista igualmente atraída por el diálogo intercultural.

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