Thursday 23 May 2024 | Actualizado a 07:44 AM

‘Ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas’

En la Universidad de Alcalá de Henares, España, el miércoles 23, la escritora mexicana Elena Poniatowska recibió el Premio Cervantes, la máxima distinción de las letras en castellano. Este fue su discurso.

/ 27 de abril de 2014 / 04:00

Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son 35). María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.

Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.

La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.

A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y, sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.

Del otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana / es la llama trémula / en la noche de piedra del virreinato”.

Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema Primero sueño. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.

Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-testimonio Hasta no verte Jesús mío, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible.  Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a  muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.

Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el “Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.

Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”

Aprendí el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce, / limón celeste, / dile a María/ que no se acueste. / María, María/ ya se acostó, / vino la muerte/y se la llevó”. O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito / mató a su mujer / con un cuchillito / del tamaño de él. / Le sacó las tripas / y las fue a vender. /— ¡Mercarán tripitas / de mala mujer!”

Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.

Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por descubrir”. En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba: “Descúbranme”. El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.

¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.      (…)

Tina Modotti llegó de Italia, pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla.

Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.

LEONORA. La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.

Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.

“¿Quién anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie”—contesta la sirvienta. “¿Y tú quién eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse, sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla.

Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo, sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.

Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi nueve millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el solo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos. (…)

Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009.
Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.

Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.

Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan. Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.

Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.  

El poder financiero manda no solo en México, sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.

AÑOS. A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó:

—Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?

Paula le dijo su edad y Luna insistió:

—¿Antes o después de Cristo?

Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el Excélsior, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia.

Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”. A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ése es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.

En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.

Comparte y opina:

‘Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados’

Quizás sólo Elena Poniatowska —flamante Premio Cervantes 2013— podía hacer que Julio Cortázar hablara sobre su niñez como la hace en esta entrevista 

/ 15 de diciembre de 2013 / 04:00

—¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?

Julio Cortázar se inclina —siempre se inclina— sobre su interlocutor, un señor calvo.

—No sé nada de él. Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?

En la casa de la editorial Siglo XXI, detrás de las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos con una pila de libros bajo el brazo aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luis Sandrini.
Le pregunto a Julio:

—¿Qué tienes tú que ver con Luis Sandrini?

—Nada. Por lo visto, México está lleno de cronopios —ríe.

—O de piantados.

—Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora sudorosa y efusiva que me persiguió para felicitarme: “¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry El Aceitoso?!”. Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado de escribir un cuento sobre Harry El Aceitoso.

—¿Y en qué otras tentaciones caes?

—En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de enfrente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche como eran los de Diego Rivera.

Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.

—¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Ésas interesan muchísimo a tus enamoradas que en México son legiones!

—Los recuerdos de infancia y adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.

—¿Por qué? ¿La realidad te agobiaba?

—Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica. En un capítulo que se llama “El sentimiento de lo fantástico” conté que uno de mis dolores más grandes fue darle a un amigo mío la historia del hombre invisible que Welles tomó de Julio Verne, y que éste me lo aventara.

—¿Te rechazó?

—Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás.

Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos. Entusiasmado le enseñé mi escrito a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: “No, esto es demasiado fantástico”.

—¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el porqué de las cosas?

—No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves —deja caer las manos—, no fui marino, fui maestro.

—Entonces, ¿tu infancia fue cruel?

—No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros, que no aceptaban mi visión del mundo, sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba yo desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.

—¿No te dio seguridad ser alto?

—No, porque se burlan de los altos.

—Yo creía que ser alto da mucha seguridad.

—Pues estás equivocada —se anima—. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido; este cuento, Los venenos, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.

—Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y sobre todo sufrientes.

—De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños aunque no he tenido hijos. Creo que soy muy infantil en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.

—Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, por su autenticidad.

—Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de La señorita Cora; la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18 o 20 años eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. La señorita Cora es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.

—¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?

—Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.

—De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes?

—Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía: tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: “¿Qué le encuentras a un diccionario?”.

—Tu madre, Julio, ¿tenía imaginación?

—Mi madre tenía una peculiar visión del mundo. No era una gente muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos unos juegos: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes.

(La Revista de la Universidad de México rescató recientemente la versión completa de esta entrevista. Un doble homenaje, a Cortázar y a Elena Poniatowska que acaba de ganar el Premio Cervantes.)

Comparte y opina:

‘Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados’

Quizás sólo Elena Poniatowska —flamante Premio Cervantes 2013— podía hacer que Julio Cortázar hablara sobre su niñez como la hace en esta entrevista 

/ 15 de diciembre de 2013 / 04:00

—¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?

Julio Cortázar se inclina —siempre se inclina— sobre su interlocutor, un señor calvo.

—No sé nada de él. Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?

En la casa de la editorial Siglo XXI, detrás de las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos con una pila de libros bajo el brazo aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luis Sandrini.
Le pregunto a Julio:

—¿Qué tienes tú que ver con Luis Sandrini?

—Nada. Por lo visto, México está lleno de cronopios —ríe.

—O de piantados.

—Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora sudorosa y efusiva que me persiguió para felicitarme: “¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry El Aceitoso?!”. Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado de escribir un cuento sobre Harry El Aceitoso.

—¿Y en qué otras tentaciones caes?

—En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de enfrente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche como eran los de Diego Rivera.

Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.

—¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Ésas interesan muchísimo a tus enamoradas que en México son legiones!

—Los recuerdos de infancia y adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.

—¿Por qué? ¿La realidad te agobiaba?

—Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica. En un capítulo que se llama “El sentimiento de lo fantástico” conté que uno de mis dolores más grandes fue darle a un amigo mío la historia del hombre invisible que Welles tomó de Julio Verne, y que éste me lo aventara.

—¿Te rechazó?

—Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás.

Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos. Entusiasmado le enseñé mi escrito a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: “No, esto es demasiado fantástico”.

—¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el porqué de las cosas?

—No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves —deja caer las manos—, no fui marino, fui maestro.

—Entonces, ¿tu infancia fue cruel?

—No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros, que no aceptaban mi visión del mundo, sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba yo desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los 12 años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.

—¿No te dio seguridad ser alto?

—No, porque se burlan de los altos.

—Yo creía que ser alto da mucha seguridad.

—Pues estás equivocada —se anima—. Hay un cuento que me proyecta mucho: Los venenos. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido; este cuento, Los venenos, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.

—Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y sobre todo sufrientes.

—De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños aunque no he tenido hijos. Creo que soy muy infantil en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.

—Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, por su autenticidad.

—Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de La señorita Cora; la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los 16 años, cuando consideraba que muchachas de 18 o 20 años eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. La señorita Cora es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.

—¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?

—Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.

—De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes?

—Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía: tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: “¿Qué le encuentras a un diccionario?”.

—Tu madre, Julio, ¿tenía imaginación?

—Mi madre tenía una peculiar visión del mundo. No era una gente muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos unos juegos: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes.

(La Revista de la Universidad de México rescató recientemente la versión completa de esta entrevista. Un doble homenaje, a Cortázar y a Elena Poniatowska que acaba de ganar el Premio Cervantes.)

Comparte y opina:

Últimas Noticias