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El cuadro del siglo XX

El museo Reina Sofía de Madrid celebra el 80 aniversario del ‘Guernica’ de Picasso con unas originales tesis sobre las motivaciones psicológicas del pintor.

/ 16 de abril de 2017 / 04:00

El Guernica de Pablo Picasso pudo empezarse a concebir mucho antes de su encargo, cuando, siendo un niño, el artista se escabullía debajo de la mesa del comedor para admirar las “piernas monstruosamente hinchadas que surgían de las faldas de una de sus tías”. Esa temprana fascinación por la deformidad subyace en el extraordinario hechizo de la pintura, intacto 80 años después de que el artista la realizara por encargo del Gobierno de la II República española para el pabellón español en la Exposición Internacional de París de 1937. La teoría que une el horror infantil y la eficaz monstruosidad del gigantesco mural-ícono es de T. J. Clark, un reputado historiador del arte —profesor emérito de la Universidad de Berkeley comprometido con una lectura marxista de las vanguardias— y comisario de la muestra con la que el museo Reina Sofía de Madrid celebra el aniversario del cuadro.

Piedad y Terror en Picasso. El camino a Guernica reúne hasta el 4 de septiembre 180 obras que proponen un viaje por la mente del pintor en busca de las motivaciones de “la obra del siglo XX que más interpretaciones ha suscitado”, según explicó Manuel Borja-Villel, director del museo. La que propone Clark sostiene que la toma de conciencia de los horrores de su tiempo aterriza en la obra del artista sin previo aviso en 1925, con el cuadro Las tres bailarinas.

Cristalizó en el misterio del Guernica y determinó una de las porciones más interesantes y enigmáticas de su trayectoria: la que va desde mediados de los años 20 hasta el final de la II Guerra Mundial. “El año 1914 [el comienzo de la I Guerra] puso un violento final a una era de paz burguesa. Los poetas bélicos reaccionaron inmediatamente. A Picasso le costó algo más”.

Las tres bailarinas presenta tres figuras imperfectas, con la carne descompuesta y alejadas del imaginario estético habitualmente asociado a la danza femenina. Cedido por la Tate de Londres, el cuadro es una de las estrellas de una exposición con notables préstamos de instituciones como el Museo Picasso de París (con 20 piezas), el MoMA y el Metropolitan de Nueva York o el Pompidou. Clark se felicitaba ayer por la “generosidad de esos museos y colecciones particulares”, así como por la implicación de los herederos, subrayada con la presencia de Bernard-Ruiz Picasso en la inauguración. Unos y otros han hecho posible apuntalar su novedosa tesis. Una construcción que se aleja de los tópicos sobre el cuadro y prefiere no abundar en la relación entre el mural y el hecho que lo originó: el bombardeo de la villa de Guernica por el Ejército alemán el 26 de abril de 1937, al que tan apresuradamente reaccionó Picasso (el cuadro se entregó el 4 de junio). Tampoco hay concesiones a las lecturas excesivamente biográficas de la obra.

La estructura de la exposición se asemeja al de una clásica construida con saltos en el tiempo. Una maqueta del pabellón español y la burlona contundencia de La dama oferente, escultura del malagueño que también se expuso en París, dan una batería documental sobre las circunstancias de aquella aventura diplomático-artística en plena Guerra Civil. En la siguiente sala domina la gigantesca naturaleza muerta Mandolina y guitarra. Cedida por el Guggenheim, sirvió a Clark para ilustrar la portada de un libro fundamental, Picasso & Truth (Picasso y la verdad), en el que las tesis de esta muestra tomaron forma por primera vez.

En esa sala, Clark reúne una asombrosa cantidad de piezas que certifican que Picasso decidió a mediados de los 20 introducir el “terror, el miedo, el pánico, la deformidad y la muerte” en el sacrosanto interior burgués, ese cuarto que para Walter Benjamin configura el mundo en el siglo XIX. En los años siguientes, Picasso saca al exterior esos monstruos domésticos, tan bellos y aterradores como las criaturas informes de Desnudo de pie junto al mar (1929) o Figuras al borde del mar (1931). O como los retratos que prefiguran con su deformidad los elementos del Guernica.

El proceso de creación del mural se cuenta en una sección en la que se ofrece una lectura feminista a partir de la representación de las mujeres, que aparecen “militarizadas”. Entre bocetos preparatorios, alguno tan embrionario como el célebre Sueño y mentira de Franco, de enero de 1937, aparecen sorpresas como La muerte de Marat o la obsesión de Picasso por un truculento asesinato de la época, el de las hermanas Papin, que inspiraría a Jean Genet su obra Las criadas.

El Guernica aguarda más adelante con su solemne majestuosidad, como la bisagra que conecta el mundo de Picasso con lo que venía: la II Guerra Mundial y la ocupación de Francia, cuyos horrores el artista plasmó en una serie de pinturas organizadas en torno a Naturaleza muerta con cráneo, puerro y jamón (1945), pintada bajo el alivio de la próxima liberación. El recorrido se cierra como empezó, con espacios consagrados a la documentación —que será recogida en una web— sobre el viaje que de inmediato emprendió el cuadro para convertirse en ícono antibelicista, para que el mundo tomara conciencia de los horrores de las guerras.

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La muestra que transforma

La Bienal de Venecia ofrece una cara más esperanzadora y menos política que en anteriores ediciones.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

En este mundo nuestro, tan lleno de conflictos, el arte sirve de testigo de aquello que nos hace humanos. Es el lugar definitivo para la reflexión, la expresión individual, la libertad y la formulación de las preguntas fundamentales”. ¿Suena un tanto naíf? Es el texto que recibe a los visitantes de Viva Arte Viva, la exposición general de la 57ª Bienal de Venecia, que se reparte entre el pabellón central de I Giardini y el antiguo Arsenal de la ciudad. Lo ha escrito su comisaria, la francesa Christine Macel. Conservadora del Centro Pompidou de París, ha escogido a 120 artistas de, literalmente, todas partes del mundo y los ha dividido en nueve pabellones transnacionales. De esta forma se distinguen de los espacios que gestionan los países como verdaderas embajadas artísticas en dura competencia por ofrecer la mejor imagen posible y, de paso, llevarse alguno de los premios.

Viva Arte Viva se divide así en el pabellón de los libros y los artistas, en el de los chamanes, el del tiempo y el infinito, los dolores y los gozos, el de los colores, el de las tradiciones y hasta el de la tierra. Macel ha pretendido una celebración del papel de los creadores en la sociedad y le ha salido una defensa sin complejos de lo que algunos llamarían buenismo y otros, pensamiento positivo, que buena falta nos hace.

Hay en su propuesta mucho de sentido comunitario, de elevación del tricotado a una de las bellas artes y de defensa de las manualidades, de lo provisional y lo nómada. Y poco, aparentemente, de la dictadura del curador como figura central del arte de las últimas décadas. Aunque luego no sea tan así.

Macel ha intervenido en la selección con mano dura y sin demasiadas concesiones: la mayor parte de los convocados son autores jóvenes, de fuera del circuito establecido. Hay polacos, sirios, chilenos, noruegos, argentinos, españoles, japoneses, eslovenos e incluso inuit. Hay vivos y muertos, mucho trabajo en equipo y abundantes descubrimientos. Y también alguna que otra estrella, como Philippe Parreno, Franz West u Olafur Eliasson, que esta semana supervisaba a un grupo de “solicitantes de asilo, refugiados y miembros del público” en el proyecto Green Light, en que los participantes fabrican lámparas de luz verde mientras reciben consejo legal o clases de idiomas.

Si es cierto que el trabajo de un curador en la bienal debe consistir en ofrecer una foto fija del arte en el tiempo preciso (los años impares) en que se celebra, entonces Macel lee un presente mucho más esperanzado y menos político que su predecesor, Okwui Enwezor, quien echó mano en 2015 de la dialéctica marxista con resultados algo sombríos.

Y tal vez tenga la curadora razones para el optimismo. La bienal abrió esta semana sus puertas por adelantado a un madrugador grupo de periodistas, críticos, directores de museos, artistas y galeristas antes de permitir el sábado la entrada el público (hasta el 26 de noviembre). Se pudo comprobar que en algunos temas coinciden la exposición general y un programa de los pabellones nacionales en el que, como es lógico, hay de todo. Y eso incluye la propuesta del austriaco, en el que Erwin Wurm ha puesto un camión de ocho ruedas de pie y pide al público que haga de estatua un minuto; la del estadounidense, al que se llega tras franquear una entrada rodeada por la basura a la obra de Mark Bradford, pintor negro que dibuja una América fea y asfixiante; o la del japonés, donde uno puede asomar la cabeza en mitad de un “bosque invertido”.

Se da en esta edición una curiosa casualidad. Una sucesión de pabellones reflexionan con brillantez sobre la misma idea del pabellón nacional, al fondo a la derecha de I Giardini, donde están los espacios fijos de los 30 países que se apuntaron a la Biennale en los años 30 y 40 (los demás se reparten como pueden por el resto de la ciudad). En ellos, se pone en cuestión tanto el sentido mismo del sistema de representación nacional como sus implicaciones en un plano bastante más explícito.

El de Canadá, por ejemplo, es una ruina a la que —mientras espera ser remodelada antes de 2018— le ha salido una fuga de agua con forma de géiser con la firma del artista Geoffrey Farmer. En el de Alemania, la joven Anne Imhof eleva el suelo del edificio, igual que sucede en el de Brasil, para albergar sus performances. Y si el suizo fantasea con la eterna renuncia de Giacometti a representar a su país en estas olimpiadas del arte, Francia ha convertido el suyo en un estudio de grabación obra de Xabier Veilhan por el que desfilará una impresionante lista de músicos experimentales escogidos por el artista Christian Marclay (León de Oro en la bienal de 2013 por su obra The Clock). “Todo el material que se genere será para que dispongan de él como deseen los intérpretes”, explicaba Marclay ayer con aire de paseante despistado.

Por lo demás, Venecia luce estos días como acostumbra en tales ocasiones: sigue tomada por su ración de famosos y los turistas, con yates multimillonarios atracados frente a las exposiciones. Pero en la inabarcable cantidad de actos paralelos a la bienal que se celebran en palazzos y fundaciones tal vez se encuentre la oportunidad de encontrar algo de todo eso que Macel espera del arte.

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La muestra que transforma

La Bienal de Venecia ofrece una cara más esperanzadora y menos política que en anteriores ediciones.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

En este mundo nuestro, tan lleno de conflictos, el arte sirve de testigo de aquello que nos hace humanos. Es el lugar definitivo para la reflexión, la expresión individual, la libertad y la formulación de las preguntas fundamentales”. ¿Suena un tanto naíf? Es el texto que recibe a los visitantes de Viva Arte Viva, la exposición general de la 57ª Bienal de Venecia, que se reparte entre el pabellón central de I Giardini y el antiguo Arsenal de la ciudad. Lo ha escrito su comisaria, la francesa Christine Macel. Conservadora del Centro Pompidou de París, ha escogido a 120 artistas de, literalmente, todas partes del mundo y los ha dividido en nueve pabellones transnacionales. De esta forma se distinguen de los espacios que gestionan los países como verdaderas embajadas artísticas en dura competencia por ofrecer la mejor imagen posible y, de paso, llevarse alguno de los premios.

Viva Arte Viva se divide así en el pabellón de los libros y los artistas, en el de los chamanes, el del tiempo y el infinito, los dolores y los gozos, el de los colores, el de las tradiciones y hasta el de la tierra. Macel ha pretendido una celebración del papel de los creadores en la sociedad y le ha salido una defensa sin complejos de lo que algunos llamarían buenismo y otros, pensamiento positivo, que buena falta nos hace.

Hay en su propuesta mucho de sentido comunitario, de elevación del tricotado a una de las bellas artes y de defensa de las manualidades, de lo provisional y lo nómada. Y poco, aparentemente, de la dictadura del curador como figura central del arte de las últimas décadas. Aunque luego no sea tan así.

Macel ha intervenido en la selección con mano dura y sin demasiadas concesiones: la mayor parte de los convocados son autores jóvenes, de fuera del circuito establecido. Hay polacos, sirios, chilenos, noruegos, argentinos, españoles, japoneses, eslovenos e incluso inuit. Hay vivos y muertos, mucho trabajo en equipo y abundantes descubrimientos. Y también alguna que otra estrella, como Philippe Parreno, Franz West u Olafur Eliasson, que esta semana supervisaba a un grupo de “solicitantes de asilo, refugiados y miembros del público” en el proyecto Green Light, en que los participantes fabrican lámparas de luz verde mientras reciben consejo legal o clases de idiomas.

Si es cierto que el trabajo de un curador en la bienal debe consistir en ofrecer una foto fija del arte en el tiempo preciso (los años impares) en que se celebra, entonces Macel lee un presente mucho más esperanzado y menos político que su predecesor, Okwui Enwezor, quien echó mano en 2015 de la dialéctica marxista con resultados algo sombríos.

Y tal vez tenga la curadora razones para el optimismo. La bienal abrió esta semana sus puertas por adelantado a un madrugador grupo de periodistas, críticos, directores de museos, artistas y galeristas antes de permitir el sábado la entrada el público (hasta el 26 de noviembre). Se pudo comprobar que en algunos temas coinciden la exposición general y un programa de los pabellones nacionales en el que, como es lógico, hay de todo. Y eso incluye la propuesta del austriaco, en el que Erwin Wurm ha puesto un camión de ocho ruedas de pie y pide al público que haga de estatua un minuto; la del estadounidense, al que se llega tras franquear una entrada rodeada por la basura a la obra de Mark Bradford, pintor negro que dibuja una América fea y asfixiante; o la del japonés, donde uno puede asomar la cabeza en mitad de un “bosque invertido”.

Se da en esta edición una curiosa casualidad. Una sucesión de pabellones reflexionan con brillantez sobre la misma idea del pabellón nacional, al fondo a la derecha de I Giardini, donde están los espacios fijos de los 30 países que se apuntaron a la Biennale en los años 30 y 40 (los demás se reparten como pueden por el resto de la ciudad). En ellos, se pone en cuestión tanto el sentido mismo del sistema de representación nacional como sus implicaciones en un plano bastante más explícito.

El de Canadá, por ejemplo, es una ruina a la que —mientras espera ser remodelada antes de 2018— le ha salido una fuga de agua con forma de géiser con la firma del artista Geoffrey Farmer. En el de Alemania, la joven Anne Imhof eleva el suelo del edificio, igual que sucede en el de Brasil, para albergar sus performances. Y si el suizo fantasea con la eterna renuncia de Giacometti a representar a su país en estas olimpiadas del arte, Francia ha convertido el suyo en un estudio de grabación obra de Xabier Veilhan por el que desfilará una impresionante lista de músicos experimentales escogidos por el artista Christian Marclay (León de Oro en la bienal de 2013 por su obra The Clock). “Todo el material que se genere será para que dispongan de él como deseen los intérpretes”, explicaba Marclay ayer con aire de paseante despistado.

Por lo demás, Venecia luce estos días como acostumbra en tales ocasiones: sigue tomada por su ración de famosos y los turistas, con yates multimillonarios atracados frente a las exposiciones. Pero en la inabarcable cantidad de actos paralelos a la bienal que se celebran en palazzos y fundaciones tal vez se encuentre la oportunidad de encontrar algo de todo eso que Macel espera del arte.

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El Reina Sofía acaba con el Siglo XX

El museo ofrece una particular reordenación de los fondos de sus salas permanentes referidas a las convulsas décadas de los 80 y 90

/ 27 de octubre de 2013 / 04:00

Un oso panda y una rata de peluche del tamaño de un artista suizo duermen a pierna suelta en una de las salas en las que el Reina Sofía propone una nueva lectura de su colección permanente. Viejos conocidos del aficionado al arte contemporáneo, los despeluchados animalillos son seguramente la aportación a la cultura pop más exitosa del dúo que formaron Fischli / Weiss hasta la muerte en 2012 del segundo. La pieza, completada por un video sobre la visita de la pareja a una galería, se llama La mínima resistencia. Y el título ha servido a Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, para bautizar su personal acercamiento al arte de los años ochenta y noventa a partir de los fondos del museo.

El recorrido propuesto es un viaje, promete el subtítulo de la muestra, entre el tardomodernismo y la globalización a lo largo de dos décadas tan turbulentas como amorfas. Años en los que se proclamó la muerte y resurrección de la historia y el tiempo y la realidad se ensancharon en todas direcciones. Esa época en la que el mercado se alzó definitivamente con el poder y el todo-vale se convirtió en nada-importa-gran-cosa-en-realidad.

Para construir su relato, Borja-Villel ha escogido unos cuantos nombres y, obviamente, ha dejado a otros fuera. Dado que la reescritura de la historia resulta uno de los temas centrales del arte contemporáneo, la licencia parece justificada. Ahora bien, ¿es posible contar todo esto sin recurrir a la obra de artistas de la corriente dominante como José María Sicilia, Miquel Barceló o Jaume Plensa, en España, o Anselm Kiefer, Julian Schnabel y Gerhard Richter, en otros países? ¿Y sin un guiño a la triquiñuela mercadotécnica de Damien Hirst, Tracey Emin y el resto de los Young British Artists, que con tanta soltura dominaron los medios en los noventa?

El equipo comisarial encargado del proyecto opina que es posible. “Cada lectura es siempre una opción”, se justifica el director. “En nuestros planes está revisar con una cadencia anual la parte de lo contemporáneo, pero para contar esta historia en concreto, de teatralidad, resistencia y cambio, hemos optado por esta selección”. Hay ausencias deliberadas y otras impuestas por el espacio (cuando lo haya, prometen incluir referencias a la producción en los ochenta de Tàpies, Guerrero o Vicente). También, por las circunstancias del mercado: pese a que en la muestra se exponen algunas adquisiciones recientes, legados y cesiones (posibles gracias a alianzas en red como La Internacional de Museos o la Fundación Reina Sofía), la obra de muchos artistas nace, dada la obscenidad de sus precios, vetada para los centros de presupuesto menguante. Aunque en el fondo de la elección de Borja-Villel subyace la fidelidad a un relato del siglo XX más como una constelación de conceptos que como una sucesión lineal de nombres propios. Ese es el verdadero credo que gobierna esta selección, que hace las veces de preludio a la cuarta reordenación de la colección permanente, tarea comenzada hace cuatro años y que la crisis está demorando más de lo previsto.

La nueva propuesta es un “ensayo”, afirma Borja-Villel, en dos de las acepciones del término: como prueba para localizar y subsanar los errores y como construcción teórica que adquiere la forma de un discurso. Éste comienza con aquella “vuelta al orden” de los tiempos Reagan y Thatcher, que son los de la pieza de Fischli / Weiss. Las factografías de Alan Sekula y Marc Partaut y un video de Joaquim Jordá dan la bienvenida al visitante a los estertores de la lucha de clases, en plena demolición interesada por un poder neoliberal al fin desprovisto de máscaras.

Lo que sigue es un repaso a los “intentos de los artistas de aquellos años de encontrar espacios de resistencia en un mundo globalizado”, según el director del Reina Sofía. Esa rebelión se busca en las primeras salas en la actualización de la pintura de género, llevada a cabo por Campano, Polke, Baselitz o los retratos de Marlene Dumas; mediante el replanteamiento crítico de la utilidad de las imágenes en medio de su sobredosis (Cindy Sherman, Louise Lawler y el resto de la Pictures generation); así como en las nuevas prácticas en torno al video en la era de la MTV y la omnipresencia del pop.

Vitrinas con documentación acerca de las primeras ediciones de Arco o de la llegada del Guernica a Madrid colocan al visitante en la perspectiva de aquella España, adormilada por los consensos de la Transición y dispuesta a cualquier pelotazo, también al de la institucionalización del sistema arte. Como reverso de esas historias de éxito de metacrilato se yergue el fogonazo creativo que iluminó Sevilla desde la galería La Máquina Española, las visiones apocalípticas del colectivo Estrujenbank y sus miembros (Gadea, Ugalde, Cañas y Lozano) o las llamadas de atención de Pedro G. Romero y Rogelio López Cuenca en medio de la desbocada euforia de 1992.

Las disputas de género y los activismos feministas y homosexuales alzan la voz un poco más adelante, bien desde los carteles que reivindican con enfado la ocupación de las calles, bien por la vía de lo grotesco (como en Freak Orlando, de Ulrike Ottinger) o en las poéticas visiones de Itziar Okariz y Eulàlia Valldosera.

Y si un aire ciertamente trágico sopla en las salas dedicadas a la plaga del sida y la dignidad poética de sus víctimas, David Wojnarovich o Pepe Espaliú, más sosegados resultan los espacios que indagan en el modo en que la modernidad dejó de ser un proyecto de futuro para convertirse en punto de partida de la obra de Juan Muñoz, Peio Irazu, Txomin Badiola, Jeff Wall o Ángel Bados, así como en las nuevas vías abiertas en aquellos años en los campos de la escultura (y su súbito culto al pedestal) y la arquitectura, aunque sea ficticia, como en una memorable pieza de Isidoro Valcárcel Medina. Un bombardeo de imágenes propuesto por Harun Farocki despide con acierto el recorrido justo cuando el visitante se halla a bordo de dos aviones de pasajeros a punto de derribar las Torres Gemelas y con ellas el siglo XX.

De aquellos cascotes y estas imágenes surgió, después de todo, la contemporaneidad.

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El barrio del Gangnam. El baile del caballo atrae turistas

/ 1 de septiembre de 2013 / 04:00

En un cubículo de la cuarta planta de una mole de hormigón de aspecto achacoso entre los relucientes rascacielos de cristal, Kim Kwang-soo, uno de los 60.000 funcionarios que trabajan en oficinas densamente pobladas de Seúl (Corea del Sur), lidia a diario desde hace un año con las imprevisibles exigencias del último fenómeno pop planetario. Tiene el recientemente creado puesto de encargado de la División de Promoción Turística de Gangnam-gu, un barrio que ha recibido más de 1.734 millones de visitas virtuales desde julio de 2012, gracias al extraordinario éxito del video de la canción Gangnam Style, del artista surcoreano PSY.

El funcionario Kim nunca creyó, como nadie en su sano juicio, que el baile del caballo tendría tanto éxito. Pero el caso es que la absurda coreografía efectuada en varios escenarios del distrito de cuya promoción se encarga este hombrecillo tranquilo ha sido vista e imitada con desigual fortuna por centenares de millones de personas. Y eso incluye a Obama, al primer ministro británico, David Cameron, a la superestrella del arte contemporáneo Ai Wewei y a Ban Ki-moon, que solía ser el surcoreano más famoso del planeta.

El distrito recibirá unos 800.000 turistas, en su mayoría asiáticos, durante 2013, el doble que el año pasado, según cálculos oficiales. Para atenderles se ha inaugurado este verano (boreal) una oficina de turismo de dos plantas en la que se da puntual información sobre las especialidades locales: del pop coreano (el barrio alberga unas mil agencias de la variante nacional conocida como k-pop, y el segundo piso del flamante centro cuenta con una suerte de museo sobre el asunto) al turismo médico: las operaciones para doblar los párpados y las elevaciones de nariz son las más buscadas por viajeras de todo el continente. De la tecnología puntera (Teheran-ro es conocido como el Silicon Valley de Corea) al consumismo en todas sus acepciones.

Tras la apertura de la oficina, Gangnam-gu, situado al sureste de una ciudad de 10,5 millones de habitantes, densamente poblada hasta en su subsuelo, se ha convertido en el primero de los 25 distritos de Seúl en contar con un espacio de promoción.

En enero ya se colocó, cerca de una de las 11 salidas del metro Gangnam, un tenderete de contrachapado que aspira a monumento de la ciudad y se llama “El escenario del baile del caballo”. El ingenio tiene cierta aspiración didáctica: las huellas color amarillo del suelo sirven de marcas coreográficas a los émulos de PSY, de nombre real Park Jae-sang.

No es la única photo opportunity de las inmediaciones, ni mucho menos. A lo largo de la avenida U, a la que afluyen empinadas callejuelas cegadas por los neones de los restaurantes, las tiendas de ropa de marca, las pseudobohemias franquicias de café y las clínicas de bótox, los postes de luz doblan su cometido como centros multimedia en los que, entre otras cosas, uno puede autorretratarse, colocarse sobre un fondo de fantasía y mandar a su novia por correo electrónico un souvenir del barrio del que todos desearían ser vecinos por el elevado nivel de vida y sus buenos colegios. Todos los que, claro, puedan hacer frente a los 10.000 dólares que de media cuesta el metro cuadrado de vivienda en la zona.

Así es el style, eficaz, acelerado y tendente a la gratificación inmediata, que se gasta el medio millón de habitantes del lugar al que alude la canción, cuya letra describe en coreano y con tintes impresionistas las tensiones de la vida en el distrito, que son las mismas de Corea del Sur: una sociedad eminentemente conservadora en pugna con las contradicciones de haber tomado la decisión de deslizarse sin agarraderas por el vertiginoso tobogán de la vida moderna. El tema habla de “la novia perfecta, que sabe cuándo mostrarse refinada y cuándo desatar su salvajismo” en un conjunto un tanto críptico que podría ser irónico si no fuera porque los coreanos se toman muy en serio hasta el hecho de estar de broma.

En todo caso, no hubo manera de debatir estos extremos con su autor; hizo falta algo más de un mes de perseguir una entrevista telefónica con PSY para averiguar, mientras el cantante se hallaba de promoción en Reino Unido y el periodista ya de vuelta en Madrid, que sólo las concede en persona.

Fruto de sus días en Londres fue el anuncio de que nuestro hombre grabará con el guitarrista Brian May, en un gesto de enorme simbolismo: es lo más cerca que PSY nunca estará de su gran ídolo, Freddie Mercury, el hombre que le inspiró su conversión a la música, antes de pasar un mes de 2001 en la cárcel por posesión de marihuana. De aquel viaje promocional a Reino Unido también quedó una entrevista en The Sunday Times en la que el cantante sacaba a relucir su faceta de pobre estrella del pop, cuyo “mejor amigo” es el vodka coreano. “Cuando me siento feliz, bebo. Cuando estoy triste, bebo.

Llueva o salga el sol, bebo. Haga frío o calor, bebo”, confesó. También, que la canción le ha hecho ganar mucho dinero en un año, pero aún está “esperando” a que alguien, como exigía Jerry Maguire, le enseñe la plata.

No cuesta imaginar la sacudida experimentada por la vida de este hombre de 35 años, de aspecto demasiado gordito, maduro e irónico para los estándares del planeta del entretenimiento coreano, poblado por chicas y chicos tan jóvenes, tan perfectos y tan inofensivos. Pese a ello, PSY, y por extensión el barrio en el que nació como hijo de un hombre de negocios y una empresaria de hostelería, se han convertido en símbolos definitivos de la fenomenal capacidad del país para exportar productos de consumo de masas: de telenovelas de ambientación imperial a grupos de pop; de películas de terror a los centenares de posibilidades de preparar el kimchi, orgullo nacional con forma de col china.

“Aún no hemos sido capaces de analizar las razones y las consecuencias de un éxito tan fenomenal, pero el de PSY es un caso que merece un estudio detenido. ¡Ha logrado hacer famoso un barrio, no ya una ciudad, en un solo parpadeo!”, explica Park Sung-hyun, investigador de la Fundación Coreana para el Intercambio Cultural Internacional, agencia gubernamental dedicada a calibrar la penetración de la música o el cine coreanos en el imaginario global.

Antes de que el país tomase conciencia de su capacidad para eso, Gangnam-gu, que significa literalmente “al sur del río” Han, que atraviesa Seúl con caudaloso brío y sirvió de fondo a la fantasía de monstruos mutantes de The Host, la película coreana más taquillera de todos los tiempos, era ya desde los 70 sinónimo del amanecer del país bajo la dictadura de Park Chung-hee, figura controvertida y padre de la actual presidenta, la conservadora Park Geun-hye. Es difícil dar con un seulés que no trate de contemporizar al describir aquellos años del plomo en una actitud por otra parte tan típicamente coreana: si bien el tipo ejerció, te aseguran, una execrable represión sobre su pueblo hasta su asesinato en 1979 a manos del jefe de su servicio secreto, también propició que el país saliera de la devastación económica en la que quedó sumido tras la guerra con el Norte.

Del armisticio que puso fin a aquel conflicto se cumplieron 60 años el 27 de julio. La tensión fraternal aún sin resolver y las periódicas escaladas de hostilidad todavía hacen correr ríos de tinta en los periódicos locales y mantienen intacto su hechizo para turistas de todo el mundo. Una de las actividades ineludibles para los visitantes a la ciudad son las excursiones en el día desde Seúl a la Zona Desmilitarizada del paralelo 38 para conocer uno de los últimos rescoldos de la Guerra Fría.

El milagro económico que alumbró Gangnam-gu logró aupar a Corea del Sur al puesto número 15 de la lista de los países más ricos del mundo. Tal vez porque costó tanto, es uno de los orgullos del barrio haber organizado la reunión del G-20 de noviembre de 2011 en el centro de convenciones COEX, otra atracción gangnam style, pues alberga el “centro comercial subterráneo más grande de Asia”. Próximamente servirá de escenario a un concierto en el que PSY, que no puede dar un paso en Seúl sin sufrir el acoso de decenas de fans, dará su bendición a la nueva oficina de turismo.

Varias de las empresas bandera del país como Hyundai o Samsung, protagonistas de su resurgir, tienen sedes en el distrito. En el centro de recepción de visitantes de la segunda una azafata da la bienvenida en un esforzado español a “un lugar para el placer y la plena alegría”. No hay para tanto, salvo si uno es un fundamentalista de la tecnología. Cerca de allí, un enorme cartel publicitario sirve para anunciar la nueva canción de PSY, Gentleman. El rapero, y sobre todo su agencia (YG Entertainment, una de las tres más grandes de Corea), andan algo preocupados porque, pese a haber superado las 500 millones de visitas en YouTube, parece que el tema no conquistará las glorias de su predecesor.

Y tal vez la diferencia estribe en una mera cuestión geográfica. Se han establecido a menudo símiles entre el fenómeno de Gangnam Style y el de la Macarena. Entonces, 1995, cuando el tema dio la vuelta al mundo (hasta Bill Clinton se movió con su pegadizo baile), no existía el poderoso agente de contagio de las redes sociales. Aunque quizá la diferencia estribe en que la letra de Los del Río cantaba a una chica —ya saben, cuyo cuerpo era “pa’darle, alegría y cosa buena”—, y no al barrio sevillano del mismo nombre.

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