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Un mundo nuevo y el Israel de siempre

Israel está cayendo en una especie de triple escapismo: defensivo, geopolítico y económico

/ 24 de noviembre de 2012 / 05:21

Benjamin Netanyahu está intentando demostrar que nada ha cambiado. Israel defenderá a sus ciudadanos igual que hacía antes de la primavera árabe. El lenguaje de los políticos israelíes, la brutal eficacia de su campaña de bombardeos y las cifras asimétricas de muertos recuerdan a otras campañas anteriores. Pero la dinámica política que rodea a este ataque no puede ser más distinta.

El Presidente de EEUU no está en el gabinete de crisis de la Casa Blanca, sino que se dedica a volar por Asia mientras prepara su gira hacia el Lejano Oriente. El presidente egipcio, Mohammed Morsi, no cerró la frontera, sino que envió a su primer ministro a Gaza en señal de solidaridad. Y los líderes regionales, de Catar a Túnez y Turquía, se han situado en medio de la escaramuza. Pero los israelíes no están reaccionando a este entorno nuevo con una estrategia diplomática creativa, sino que parecen insistir más que nunca en técnicas ya probadas.

En mi última visita a Israel, vi que los funcionarios hablaban de que su gobierno, en los últimos años, ha pasado de trabajar para la paz a “gestionar el conflicto”. Han construido un muro para mantener encerrados a posibles terroristas y lanzan ataques periódicos para trastocar las operaciones militares de Hamás y Hezbolá. (Un funcionario dijo que estos intentos repetidos de neutralizar a Hamás eran como “cortar la hierba”). Todos los países tienen derecho a defenderse. Pero la violencia, mientras no forme parte de una estrategia política, no suele generar auténtica seguridad. El problema de todas estas operaciones militares es que crean una reserva cada vez mayor de resentimiento en la zona y erosionan el prestigio internacional del país.

Con Netanyahu, Israel está cayendo en una especie de triple escapismo (defensivo, geopolítico y económico) que aleja cada vez más a la nación del diálogo directo con los palestinos. Los muros de hormigón de casi diez metros de altura que recorren la barrera de seguridad de Israel no sólo protegen a los israelíes de atentados terroristas; también les ocultan la realidad de su ocupación y han hecho que el Gobierno israelí evite todo tipo de negociaciones de las que se necesitan para lograr una paz duradera. Hoy, muchos israelíes se niegan a celebrar negociaciones serias con los palestinos mientras éstos no reconozcan el derecho de Israel a ser “un Estado judío”. Un alto oficial de los servicios de inteligencia del Ejército dice: “Antes pensábamos que ésta era una disputa territorial, pero ahora hemos comprendido que en realidad es conceptual, sobre la legitimidad de la existencia de Israel como Estado judío”.
Isaac Rabin solía expresar que trabajaría en el proceso de paz como si no hubiera terrorismo y combatiría el terrorismo como si no hubiera proceso de paz, pero a Netanyahu sólo le ha interesado siempre la segunda parte de esa ecuación.

El segundo escapismo de Israel es geopolítico. La clase dirigente está preocupada por las repercusiones de las revueltas árabes, pero tiende a ver las expresiones de solidaridad de los nuevos dirigentes hacia los palestinos como gestos huecos. Sin embargo, Daniel Levy, un exasesor del primer ministro israelí Ehud Barak, que hoy es investigador en el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, dice: “Es peligroso y equivocado suponer que los Estados árabes han retirado las sanciones económicas y las respuestas militares de la mesa para siempre”.

Un motivo por el que los israelíes no se toman en serio el riesgo de que sus vecinos emprendan acciones sustanciales es que muchos saben que su disputa con los palestinos queda empequeñecida al lado de conflictos más apremiantes como los que enfrentan a chiíes y suníes o a regímenes reformistas y contrarrevolucionarios. Los israelíes hablan de su temor al programa nuclear de Irán, pero también confían en que el sentimiento antiiraní transforme la política regional.

Los Estados artificiales creados por Occidente tras la Primera Guerra Mundial podrían venirse abajo, y ser sustituidos por nuevas entidades formadas en función de tribus y sectas. “No es imposible imaginar que, con la región en pleno caos”, dice un miembro de la Knesset, “Irak, Siria y Jordania pudieran desaparecer y los palestinos se afiliaran a nuevas entidades”. A varios analistas de inteligencia especializados en Oriente Próximo les parece absurdo obsesionarse con una solución de dos Estados basada en las fronteras de 1967 precisamente cuando las fronteras y las formas de gobierno de todos los Estados de la región están a disposición de quien las quiera.  Pero no se trata de eso. Sean cuales sean las fronteras de otros Estados, los palestinos siempre exigirán sus derechos como ciudadanos.

El escapismo económico constituye hoy el centro para el mundillo político de Israel. La clase dirigente del país ha creado un nuevo mito fundacional apropiado para una época de consumismo: el de la nación start-up de empresarios que llegaron al desierto a crear empresas de alta tecnología. Este país de siete millones de habitantes, en estado de guerra desde su fundación, sin recursos naturales, posee más compañías nuevas incluidas en el Nasdaq que Japón, China, India, Corea y Reino Unido, según Daniel Senor y Saul Singer. No obstante, los partidos de izquierda aseguran que las reformas económicas que han impulsado ese crecimiento han hecho que esta nación furiosamente igualitaria se haya llenado de desigualdades, y que el aumento de los precios y los recortes en los servicios estén afectando cada vez más a la clase media. Por eso, el año pasado hubo una protesta —denominada tentifada— contra el coste de la vida. Si la primera generación de Israel se dedicó a fundar el Estado y la segunda, a defenderlo con heroísmo de las agresiones externas, los israelíes actuales están preocupados por los precios de la vivienda y de alimentos básicos como el requesón.

La paradoja es que Israel se ha retirado del mundo en un momento en el que sus perspectivas de supervivencia a largo plazo se han vuelto más inseguras que nunca. La operación actual se denomina Pilar Defensivo. Es irónico que se produzca cuando los cuatro auténticos pilares de la seguridad del país están erosionándose: el recuerdo del Holocausto, su condición de única democracia en Oriente Próximo, su superioridad nuclear y militar de tipo convencional y la protección de EEUU. La peor perspectiva para los israelíes sería que los palestinos les superaran como víctimas, los árabes como democracias y los iraníes en cuestión de armas; y, además, dejaran de ser centro de atención para EEUU por su giro hacia el Pacífico.

Si Israel intenta protegerse retrocediendo a un mundo en el que imagina que se puede “gestionar” el conflicto y en el que la demografía y los asentamientos hacen que sea imposible negociar una solución de dos Estados, los pilares de su seguridad tendrán aún más probabilidades de derrumbarse. Por consiguiente, pese a todas las complejidades por las dos partes, que hacen que sea tan difícil lograr esa solución, no puede permitirse esperar hasta que surja un interlocutor más conveniente o una situación más estable. Necesita un acuerdo. Cuanto antes, mejor. Esa es la única manera de defender la seguridad de sus ciudadanos.

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Esta guerra fría es diferente

Las tensiones entre el mundo unipolar, que lucha por persistir, y el multipolar, que va naciendo a empujones.

/ 10 de septiembre de 2023 / 06:44

Dibujo Libre

El presidente estadounidense Joe Biden llevó recientemente a los líderes de sus aliados Japón y Corea del Sur a Camp David para discutir cómo contener a China y contrarrestar la influencia de Rusia, por ejemplo, en la región africana del Sahel, que recientemente ha experimentado una serie de golpes de Estado. Mientras tanto, los líderes de los países BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica– se reunieron en Johannesburgo para criticar el dominio de Occidente sobre las instituciones internacionales establecidas después de la Segunda Guerra Mundial. Fue suficiente para provocar un déjà vu a los historiadores de la Guerra Fría.

El principal adversario de Occidente hoy es China, no la Unión Soviética, y los BRICS no son el Pacto de Varsovia. Pero ahora que el mundo está entrando en un período de incertidumbre tras la desaparición del orden posterior a la Guerra Fría, los paralelos son suficientes para convencer a muchos de recurrir a modelos conceptuales anteriores a 1989 para comprender lo que podría venir después. Esto incluye a Estados Unidos y China, aunque cada uno apuesta por un modelo diferente.

Entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, las dos fuerzas principales que definieron el orden internacional fueron el conflicto ideológico, que dividió al mundo en dos bandos, y la búsqueda de la independencia, que condujo a la proliferación de Estados, de 50 a 200. 1945 a más de 150 en 1989-1991. Si bien las dos fuerzas interactuaron, el conflicto ideológico fue dominante: las luchas por la independencia a menudo se transformaron en guerras por poderes, y los países se vieron obligados a unirse a un bloque o definirse a sí mismos por su “no alineación”.

Estados Unidos parece pensar que esta vez dominará una dinámica similar. Frente a su primer competidor desde la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos ha tratado de reunir a sus aliados detrás de una estrategia de “desacoplamiento” y “eliminación de riesgos”, esencialmente una versión económica de la política de contención de la Guerra Fría.

Mientras que Estados Unidos puede estar esperando una Segunda Guerra Fría, marcada principalmente por la polarización ideológica, China parece estar apostando a la fragmentación global. Sí, ha tratado de ofrecer a los países no occidentales una alternativa a las instituciones dominadas por Occidente, como el G7 o el Fondo Monetario Internacional. Pero, en opinión de China, la búsqueda de soberanía e independencia es fundamentalmente incompatible con la formación de bloques al estilo de la Guerra Fría.

En cambio, China espera un mundo multipolar. Si bien China no puede ganar una batalla contra un bloque liderado por Estados Unidos, el presidente Xi Jinping parece convencido de que puede ocupar su lugar como gran potencia en un orden global fragmentado.

Incluso los aliados más cercanos de Estados Unidos no son inmunes a la tendencia hacia la fragmentación, a pesar de los mejores esfuerzos de los líderes estadounidenses. Consideremos la reciente cumbre de Camp David. Aunque algunos medios se apresuraron a anunciar una “nueva guerra fría”, los intereses de los participantes divergieron en varios sentidos.

El principal foco de atención de Corea del Sur sigue siendo Corea del Norte, y los acuerdos de intercambio de inteligencia y las consultas nucleares anunciados después de la cumbre tenían tanto como objetivo señalar su determinación de hacer retroceder al régimen del dictador norcoreano Kim Jong-un como

contrarrestar a China. Japón, por su parte, está deseoso de evitar una escalada estratégica en relación con Taiwán, algo que amenazaría su modelo económico, que depende en gran medida del comercio con China (incluida la tecnología relacionada con los semiconductores). Y tanto Corea del Sur como Japón están descontentos con el celo con el que Estados Unidos está aplicando su estrategia de reducción de riesgos.

En cuanto a la situación en el Sahel, tiene todas las características de un clásico enfrentamiento por poderes de la Guerra Fría. Desde que Burkina Faso, Guinea y Mali sucumbieron a golpes militares, Estados Unidos y Francia han llegado a depender del gobierno de Níger como último bastión del apoyo occidental en la región.

Bajo el difunto Yevgeny Prigozhin, el ejército mercenario ruso Grupo Wagner ganó una influencia sustancial sobre el gobierno de Mali y prácticamente gobernó la República Centroafricana. Lo último que quieren Estados Unidos y Francia es que Wagner consiga otro punto de apoyo en la región.

Pero ahora que el gobierno de Níger también ha sido derrocado por los militares, las respuestas estadounidense y francesa han divergido marcadamente, permitiendo a los nuevos gobernantes del país quedarse con el pastel y comérselo. La junta militar ha solicitado la ayuda de Wagner para evitar la amenaza de intervención, pero parece dispuesta, al menos por ahora, a permitir que Estados Unidos siga operando bases de drones en el país.

Quizás la mayor sorpresa la semana pasada fue el anuncio de los BRICS de que seis países –Argentina, Egipto, Etiopía, Irán, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos– se convertirían en miembros de pleno derecho a principios del próximo año. A pesar de los editoriales previos a la cumbre, China no se hace ilusiones de que países como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos se unan a ella en un auténtico bloque antioccidental; Los objetivos de China son más sutiles.

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Unirse a los BRICS aumenta la libertad de acción de los países, por ejemplo, aumentando el acceso a fuentes alternativas de financiación o, eventualmente, proporcionando una alternativa genuina al dólar estadounidense para el comercio, la inversión y las reservas. Un mundo en el que los países no dependen de Occidente, pero son libres de explorar otras opciones, sirve a los intereses de China mucho mejor que una alianza pro China más estrecha y leal.

El panorama que surge es el de un mundo en el que las superpotencias carecen de suficiente influencia económica, militar o ideológica para obligar al resto del mundo –en particular, a las cada vez más confiadas “potencias medias”– a elegir un bando. Desde Corea del Sur hasta Níger y los nuevos miembros del BRICS, los países pueden permitirse el lujo de promover sus propios objetivos e intereses, en lugar de jurar lealtad a las superpotencias.

Al contrario de lo que pueda parecerles a muchos, sobre todo en Estados Unidos, la nueva guerra fría parece basarse no en la vieja lógica de la polarización, sino en una nueva lógica de fragmentación. A juzgar por el crecimiento de los BRICS, no faltan países que encuentran atractiva esa nueva lógica.

(*)Mark Leonard es politólogo

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La NSA y la debilidad del poder de EEUU

El escándalo del espionaje estadounidense va a tener un gran impacto en los vínculos transatlánticos. La desconfianza amenaza la colaboración entre servicios de Inteligencia e incluso las relaciones comerciales entre Estados Unidos y Europa.

/ 17 de noviembre de 2013 / 04:00

Los observadores oficiales dicen que el escándalo de las escuchas telefónicas de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional estadounidense, por sus siglas en inglés) en Europa pasará pronto a la historia. Nos aseguran que, aunque los dirigentes aliados como Angela Merkel están molestos, se les pasará (no tendrán más remedio). No se crean ni una palabra. La indignación pública que ha despertado la NSA puede ser más dañina para la relación transatlántica de lo que fue la guerra de Irak hace una década.

Si sólo dependiera de los líderes políticos, quizá tendrían razón. Pero los gobiernos —y sus servicios de Inteligencia— están cada vez más limitados por la opinión pública. Y lo que más les duele a los ciudadanos europeos no es el espionaje ni son las mentiras. Es la sensación de que los servicios estadounidenses ignoren de tal forma los derechos de sus aliados cuando son tan escrupulosos a la hora de defender los de sus propios ciudadanos.

Visto desde Europa, el caso de la NSA no es más que otro episodio en la larga historia de la asimetría de poder entre los dos lados del Atlántico. Hace diez años, el objeto de la disputa era Irak. En un influyente ensayo, el autor Robert Kagan escribió que Europa y Estados Unidos eran arquetipos del poder y la debilidad. “Los estadounidenses son de Marte y los europeos de Venus”, dijo. Sin embargo, la invasión de Irak ordenada por el presidente Bush no causó “conmoción y espanto” ni sometió al resto del mundo.

Kagan tuvo la honradez de reconocer, tras la guerra de Irak, que los europeos, al dudar de la legitimidad de la conducta norteamericana, habían ayudado a moderarla. “Si Estados Unidos está sufriendo una crisis de legitimidad”, escribió, “es en parte porque Europa quiere recuperar cierto control sobre el comportamiento de Washington”.

La respuesta de Francia y Alemania a la hegemonía de la NSA contiene ecos de su reacción ante la “guerra global contra el terrorismo”. A los europeos no les ha sorprendido que la NSA espíe, pero sí el poder y el alcance de los espías estadounidenses.

El experto español en política exterior José Ignacio Torreblanca compara la estrategia de la NSA en materia de datos con la estrategia de la Biblioteca del Congreso estadounidense en materia de libros. Me contó que en una ocasión había preguntado a uno de los bibliotecarios de la institución qué política de adquisiciones tenían, y el funcionario le contestó que no tenían ninguna. “Lo compramos todo”, le respondió. Torreblanca lo equipara a la estrategia de la NSA de examinar los correos de todos los ciudadanos europeos y buscar la justificación a posteriori.

Una de las pocas leyes no escritas de la política internacional es que, cuando un país alcanza un nivel incontrolado de poder, otros países se unen para hacer de contrapeso. En estos momentos, dos instituciones europeas —una Comisión Europea que nadie ha elegido y un Parlamento Europeo que nadie aprecia— tienen poderes y motivos para intentar contener al aliado más próximo de la región.

La posibilidad más clara en este sentido es la cooperación en la lucha antiterrorista. La semana pasada, el Parlamento Europeo aprobó dejar en suspenso el acuerdo SWIFT, que rige la transferencia de algunos datos bancarios de la UE a las autoridades antiterroristas de Estados Unidos. Aunque los norteamericanos no siempre se tomen en serio a Europa como potencia militar, sí les interesa el intercambio de datos y las normas por las que se rige, incluidos los datos bancarios.

Como muestran las últimas revelaciones, los servicios de Inteligencia europeos han colaborado muchas veces de buen grado con sus homólogos del otro lado del Atlántico, pero ahora sufrirán muchas más presiones públicas para no hacerlo.

La conducta de la NSA podría tener consecuencias comerciales. La Comisión Europea es el órgano regulador más poderoso del mundo, y tiene capacidad para imponer su voluntad a los gigantes empresariales estadounidenses. En 2004, los reguladores de la UE multaron a Microsoft con 613 millones de dólares (455 millones de euros), una cifra sin precedentes, por violar las leyes antimonopolio de la Unión Europea.

El economista alemán Sebastian Dullien cree que es posible que algunas voces pidan a la Comisión que recurra a tácticas de este tipo contra empresas tecnológicas norteamericanas. “Si de verdad quieren hacer daño a Estados Unidos, podrían aprobar una ley que establezca que cualquier empresa que proporcione información personal sobre ciudadanos europeos a servicios de Inteligencia extranjeros tenga que pagar una multa de un millón de dólares, por ejemplo”, dice Dullien. “Si ocurriera eso, muchos gigantes tecnológicos tendrían tal vez que echar el cierre a sus actividades en Europa”.

La Comisión Europea y la Agencia Espacial Europea consiguieron financiar el proyecto Galileo, de 5.000 millones de dólares, para desarrollar una respuesta europea al GPS. Después del escándalo de la NSA, se oyen peticiones de que la UE haga lo mismo en el desarrollo de servidores en nube que sean seguros para Europa. Si lo consigue, eso podría significar la balcanización —o al menos la desamericanización— de internet.

Y además de lo anterior, también sufrirá las consecuencias el cacareado Partenariado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, en sus siglas en inglés), que algunos han presentado como el umbral de “un nuevo siglo atlántico”. Las dos partes han mostrado su deseo de lograr un acuerdo “amplio” y “profundo” para crear puestos de trabajo y construir “un mundo libre, abierto y gobernado por reglas”. Ahora bien, cualquier pacto al que lleguen los negociadores europeos y estadounidenses tendrá que ser ratificado por el Congreso y el Parlamento Europeo. Y, aunque no parece probable que el escándalo de la NSA vaya a frustrar por completo el acuerdo, sí impedirá que sea verdaderamente amplio.

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El gran divorcio chino-americano

Los gigantes en disputa

/ 16 de septiembre de 2012 / 04:00

Todas las rupturas son duras. Pero los divorcios que hemos aprendido a temer más suelen ser prolongados, tendentes al conflicto y en última instancia no resueltos. Todo parece indicar que China y Estados Unidos se encuentran en medio de uno de esos turbios divorcios entre parejas agresivas que al mismo tiempo se odian y se necesitan mutuamente. Mientras Washington y Pekín se preparan para nuevos liderazgos políticos, no pueden dejar de abordar una importante renegociación de los términos de su relación.

Desde el inicio de la crisis financiera global en 2008 hemos estado atravesando el lento y doloroso final de Chimerica, la etapa en la que las economías china y americana actuaban al unísono, y durante cuyo transcurso encabezaron uno de los más largos periodos de crecimiento global y prosperidad de la historia. Esa relación perfectamente simbiótica, popularizada por el historiador Niall Ferguson, se basaba en el ahorro por parte de China de la mitad de su PIB (Producto Interno Bruto) en tanto que Estados Unidos le tomaba prestado el dinero con el que financiar un gasto excesivo que no podía permitirse. El romance finalizó en septiembre de 2008 con la ruina de Lehman Brothers. Ahora los términos de la separación corren el riesgo de provocar un incómodo malestar al resto del mundo.

En una reciente visita a Pekín me llamó la atención la casi general asunción de que la demanda estadounidense no volvería a los niveles anteriores a 2008. Ello ha conducido a un animado debate sobre cómo reorientar la economía de China de cara a una era post-Chimerica. Por un lado, China está buscando mercados no occidentales y cubriéndose frente al dólar invirtiendo en compañías y en activos fuera de Estados Unidos. Por otro, Pekín se está preparando para un crecimiento más lento mientras busca sustitutos para su exportación y su inversión fija.

En China se discute ahora sobre cómo estimular el crecimiento de las pequeñas y medianas empresas, cómo estimular el consumo doméstico y cómo invertir en bienestar social en vez de en infraestructuras. El debate económico estadounidense es menos estratégico, pero hay una comprensión de que el nivel de deuda en el que se incurrió en los años del auge es insostenible y que algunas de las medidas de estímulo, como la flexibilización cuantitativa, harán que cada vez sea menos atractivo para el Gobierno chino almacenar letras del tesoro.

Como si fuera una anticipación del “Gran Desacoplamiento”, la atmósfera política entre Washington y Pekín se ha agriado con mutuas recriminaciones sobre el Mar del Sur de China, el comercio y los derechos humanos. En una película documental estrenada en Estados Unidos hace unas semanas con el título de Death by China —en la que el narrador es el presidente de ficción favorito del país, Martin Sheen— se dice que “China es la única gran potencia que se está preparando sistemáticamente para matar norteamericanos”. Un cartel publicitario muestra un mapa de Estados Unidos empapado en sangre y traspasado por un gran cuchillo en el que puede leerse la marca “made in China”. Pero el alarmismo de la película resulta moderado si se le compara con los ataques diarios a los “pérfidos” líderes americanos en Sina Weibo (la réplica china de Twitter) o en best-sellers como China is unhappy (China no es feliz, un panfleto ultranacionalista que vendió más de un millón de copias no pirateadas en 2009).

Las tensiones se han recrudecido porque el mundo postamericano se ha convertido en una realidad, haciendo que tanto un debilitado Washington como un fortalecido Pekín sean más asertivos. El agresivo intelectual chino Yan Xuetong afirma que el orden mundial está cambiando “de un sistema unipolar con Estados Unidos en su centro a un sistema bipolar con China ocupando el polo opuesto”. Pero el conflicto militar no es el único peligro. Casi tan perjudicial para el mundo podrían serlo también tanto una prolongada competición entre las dos potencias como un pacífico condominio de ambas.

La competición ya está en marcha. Los intranquilos vecinos de China han dado la bienvenida al renovado interés de Washington por la región. En conjunto, las potencias democráticas de Asia —en alianza con Estados Unidos— son más fuertes económica y militarmente que China (aunque sus economías dependen totalmente de Pekín).

El profesor Yan Xuetong cree que China debería responder al papel de “pivote” de Asia, reivindicado por Obama, retomando su estrategia de “no alineamiento” y forjando una alianza formal con Rusia, y también ofreciendo garantías de seguridad a otros estados asiáticos. Andrew Small, un perspicaz observador de China, advierte que “podemos apreciar un retorno de muchas de las dimensiones negativas de la Guerra Fría, donde los intentos de resolver los problemas globales, solucionar los conflictos regionales o construir instituciones internacionales están instrumentalizados por la lucha por cambiar el equilibrio de poder entre los dos polos”.

Fred Bergsten ha sostenido desde hace tiempo que —en lugar de competir— los dos países con la mayor actividad comercial, en los extremos opuestos del mayor desequilibrio comercial y financiero del mundo, deberían formar un condominio legal para regir la economía global. Zbigniew Brzezinski extendía ese planteamiento al ámbito político con la sugerencia de un “informal G-2” que pudiera hallar soluciones a la crisis financiera global, al cambio climático, a la proliferación nuclear y a los conflictos regionales.

Eso ha sido refutado por observadores como Shi Yinhong, un académico chino, que sostiene que China y Estados Unidos hacen que salga a relucir lo peor de cada uno. “Les prestamos demasiado dinero, y el Gobierno y el pueblo americanos utilizan ese dinero para llevar un modo de vida malsano”, dijo el profesor Shi. Pudo ir más lejos y señalar el modo que hace a menudo a los capitalistas norteamericanos más codiciosos, a los sindicatos más proteccionistas, a los militares más agresivos y a los políticos más populistas. El fantasma del poder estadounidense y la atracción por sus mercados tienen en Pekín un efecto espejo, fomentando los aspectos más regresivos del modelo económico chino y su política exterior. Así que no es difícil imaginar a los dos países del mundo que más contaminan, China y Estados Unidos, confabulándose para impedir una solución al calentamiento global o para socavar las instituciones multilaterales. La competición conlleva el riesgo de convertir a dos grandes potencias con una historia de universalismo revolucionario en dos naciones obsesionadas con su propio excepcionalismo. Y, lo que es más importante, la idea misma de un condominio internacional dictando el orden mundial va en contra del espíritu de una época en la que los ciudadanos y las naciones quieren decidir sus propios futuros.

Mientras Chimerica se disuelve, las variantes que ofrece la nueva relación chino-americana son poco atractivas. La guerra sería catastrófica, la competición estratégica podría paralizar la gobernanza global y el formato G-2 podría sacar a relucir lo peor de las dos mayores potencias. El único modo de evitar esos futuros escenarios es el de alentar un orden multilateral formado por regiones más unidas, dejando que China y Estados Unidos tengan una relación normal.

Sin embargo, otras potencias como la Unión Europea o Japón no serán tomadas en serio ni por China ni por Estados Unidos mientras no solucionen sus tribulaciones domésticas ni intensifiquen la capacidad de su política exterior; pero a día de hoy no ofrecen señales de estar dando esos pasos. Y mientras no los den pueden verse atrapados entre las dos partes del divorcio, enzarzadas en una horrible lucha por quedarse con su custodia.

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