Voces

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Pequeñas magias

El censo, uno de los instrumentos del Estado, produce, legitima y cristaliza identidades

/ 29 de agosto de 2013 / 04:38

El censo es un instrumento de gestión política. Las categorías que emplea no son neutras, pues corresponden a una visión de país y, por supuesto, a los imperativos de una estrategia política. Por tanto, hay cierta violencia simbólica en la elaboración y aplicación de las preguntas relativas a la identidad étnica, religiosa o social, que terminan simplificando la gama identitaria y la diferencia. Así, en EEUU predominan criterios censales de tipo racial, que amalgaman en la equívoca categoría “latino”, por ejemplo, a un migrante aymara de Achacachi y a un bonaerense de clase alta, descendiente de italianos; para el Tío Sam, ambos son iguales.

El Estado tiene el poder de nombrar. El censo, uno de sus instrumentos, tiene una pequeña magia, un poder performativo: produce, legitima y cristaliza identidades. Esto sucedió con las fronteras étnicas que se forjaron durante la Colonia y la época republicana con el denominativo “indio”. La paradoja es que con el tiempo los colectivos sociales suelen adoptar esas categorías, sobre todo cuando implican prestigio y acceso a recursos. Así, los gobiernos del MNR legitimaron las categorías campesino y mestizo, que fueron asumidas plenamente por la mayoría de población boliviana, por lo menos durante el ciclo estatal nacionalista.

No obstante, la construcción de categorías identitarias se produce, en la sociedad, ya sea al margen o de manera paralela a la nominación estatal, y revelan una gama mucho más rica y compleja que los censos. Por ejemplo, entre los grupos indígenas originarios campesinos reconocidos por el Estado, los procesos de identificación no tienen como referencia clasificaciones generales y homogéneas, sino referentes específicos, como los lugares de origen. La identidad se enuncia cuando se dice “soy de Achacachi” o “soy de Tiraque”. Es decir, en una misma constelación poblacional indígena, la adscripción identitaria puede desdoblarse en varias figuras, como un juego de muñecas rusas. 

Las identidades no son rígidas e inmutables y varían en función del contexto y los interlocutores. Una persona nacida en Santa Cruz puede adscribirse, respectivamente, como boliviano, camba, javiereño o chiquitano, en función de un interlocutor extranjero, un colla o un guaraní. Los instrumentos censales no pueden capturar esa dinámica, que se torna aún más compleja cuando se cruza con indicadores referentes a la ocupación, los ingresos, la religión o la residencia.

Termino, los censos son instrumentos imperfectos para conocer las dinámicas de pertenencia y diferencia, no sólo por sus imperfecciones técnicas (que es el caso del Censo 2012), sino sobre todo porque el Estado tiende a consagrar categorías homogéneas y generales. Por ende, los datos producidos por el Censo 2012 deben ser interpretados y discutidos desde otras visiones y emplazamientos, desde la irreductible heterogeneidad boliviana.

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Momento de oscuridad

/ 11 de julio de 2019 / 00:28

Un “momento de oscuridad en la sociedad”, así puede definirse el concepto de anomia que Durkheim elaboró en 1893 para explicar los desajustes provocados por el tránsito entre el viejo orden y la sociedad industrial. Pero hay que cuidarse de interpretar esa palabra en un sentido literal, pues no involucra la ausencia absoluta de ley, sino un conflicto cultural y político estructural. Tengo la sensación de que hoy vivimos un momento anómico en el país, expresado en una diversidad de síntomas: la ola de crueles feminicidios (72 en lo que va del año) y violaciones, el incumplimiento de las normas (desde la CPE hasta la Ley 348), el abuso de autoridad, la corrupción estructural, el narcotráfico y la pérdida de sentido de los discursos políticos.

Con el correr del tiempo la noción de anomia se volvió gelatinosa y anticuada, pero aún conserva ciertas bondades analíticas; provoca, en todo caso. La anomia sería el síntoma de un cambio de época que no solo involucra transformaciones políticas de corta duración, sino también un conflicto más o menos permanente de valores, sensaciones, identidades y modos de comportamiento.

En el caso de la violencia de género, las normas, instituciones y creencias de la sociedad patriarcal han sido alteradas por el empoderamiento de las mujeres que conciben su libertad, el trabajo y sus cuerpos desde su propia autonomía; es decir, desde su propia norma. Esta indetenible rebelión de los imaginarios y los símbolos, incomprensible para muchos varones (y por tanto rechazada), ha sido respondida por medio de la violencia más cruel y perversa que pueda imaginarse: los hombres perciben que su control de los cuerpos de las mujeres se les ha escapado, y al no aceptar esa autonomía, matan y violan.

El sistema patriarcal ha sido seriamente fisurado (aunque no está completamente desmontado) y ha dejado de organizar el sistema de significaciones colectivas; es decir, en la medida en que involucra el conjunto de las relaciones sociales constituye un problema estructural. Los movimientos populistas conservadores y la mayor parte de las comunidades religiosas han percibido ese quiebre simbólico como una amenaza a la cohesión social, y pretender mantener o restablecer los valores patriarcales tradicionales es ser reaccionario. En ese contexto, la violencia es un dispositivo del poder masculino para conservar las posiciones de poder y prestigio masculinos, tanto en la esfera privada como pública.

La anomia surge y se despliega en un momento histórico-cultural en el que los roles e identidades asignados durante siglos a los géneros masculino y femenino se han hecho astillas. Y puede ser interpretada positivamente como el síntoma psicológico y sociológico de una sociedad que atraviesa un doloroso proceso de transición de una época a otra; un devenir “Otro”.

* Sociólogo. (11/07/19)

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Programas electorales

/ 27 de junio de 2019 / 00:18

En el pasado, cada vez más distante, los programas de gobierno eran el corazón de las campañas electorales, pues establecían las divergencias entre los partidos, y se esperaba (tal vez de manera ingenua) que tales promesas sean cumplidas. Así, creaban un hilo de continuidad entre el momento electoral y el tiempo de la práctica gubernamental. Esa coherencia parece haberse quebrado irremediablemente, el tiempo de la política se ha acelerado y se ha concentrado en lo inmediato, en lo urgente, en el momento táctico y ha abandonado la prospectiva.

Al parecer, para los estrategas de la campaña electoral venidera el “programa” es prescindible e incluso puede ser un lastre táctico. En todo caso, no encuentro grandes contrastes en las propuestas de los partidos. Este hecho no ocurre solo en Bolivia, es una característica de las democracias contemporáneas y revela significativas mutaciones en el quehacer político; pero en nuestro caso es aún más grave, pues se ha perdido certidumbre en la imparcialidad del organismo electoral.

Esto no implica la ausencia de narrativas antagónicas en el teatro electoral, pero ellas se concentran en los estilos y mensajes de los candidatos, en su carisma, representatividad y talento para crear vínculos afectivos con los electores. La política se ha personalizado de tal manera que las visiones del país, los programas de gobierno, ocupan un lugar residual. Pero las narrativas de los líderes tienen como único propósito instituir una frontera simbólica entre “nosotros” y “ellos”.

En este escenario, los principales partidos políticos se han convertido en meros artefactos electorales y han perdido sus facultades de representación y proposición. La representación no es solamente la delegación de poder en la figura del diputado o el senador; en su sentido de figuración, es la potencia de volver visibles las demandas y expectativas de la gente. Esas demandas están flotando en todos los ámbitos y resquicios de la sociedad, se encuentran en el lenguaje ordinario, y supuestamente deberían ser el zócalo de un programa de gobierno coherente y “progresista”, tanto de la oposición como del oficialismo.

Sin pretender ser exhaustivo, anoto tres demandas sociales que podrían ser las transversales de un programa de cambio radical (sin comillas): ¿qué proponen para enfrentar o al menos mitigar el desastre ambiental fuertemente enlazado con el modelo productivo extractivista? ¿Qué medidas se aplicarán para combatir el feminicidio? ¿Cómo se erradicará la corrupción estructural en el Estado? Me temo que quedaré sin respuestas claras o con planteamientos conservadores y superficiales. Cierto, vivimos un tiempo desdichado, porque el discurso del “cambio” se ha convertido en un flatus vocis.

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¿Piensan los árboles?

/ 12 de junio de 2019 / 23:39

T engo la mala costumbre de comentar libros en mi columna. Soy un worm book (un gusano de biblioteca) impenitente e incorregible, y ya no tengo edad para cambiar de hábitos. Confieso también que tengo aversión contra los libros que se convierten en grandes éxitos comerciales y en modas efímeras; prefiero, por esnobismo, leer textos raros, complejos y extravagantes. Pero La Vida Secreta de los Arboles, de Peter Wohlleben (más de medio millón de ejemplares vendidos y traducido a 20 idiomas) me ha sorprendido y encantado.

Para comprender qué es un árbol tienes que perderte en un bosque. Sucede que siempre es de noche en los grandes bosques: la vida secreta de los arboles acontece en un mundo subterráneo desconocido para los hombres. La mitad de la biomasa de un bosque se encuentra por debajo de la superficie y es invisible para el ojo humano. El árbol solitario que crece en la ciudad es un huérfano que sufre. En cambio, el bosque es una comunidad vegetal solidaria (análoga a la humana). Los árboles se comunican entre sí, cuidan a sus hijos y a sus viejos y enfermos vecinos. Son sensibles y tienen recuerdos de otros siglos.

Para el autor, un guardabosque alemán, filósofo de la naturaleza, el bosque es una “red microrrítica” (una especie de internet vegetal) que conecta las plantas y los hongos y nos aproxima a la idea de solidaridad y “supervivencia poblacional”, la cual ocurre a través del transporte de carbono, agua, nitrógeno y otros nutrientes. A su manera, los árboles también hablan entre sí. Su lenguaje son las sustancias odoríferas. Cuando se aproxima un peligro, dice, la acacia alerta a sus hermanas emitiendo etileno, un gas de alarma.

¿Piensan los árboles? Peter Wohlleben deja abierta esa posibilidad. Las raíces serían su cerebro, cuando ellas encuentran sustancias toxicas, analizan la situación y transmiten información a otras partes del árbol para contornear los obstáculos. En su opinión, los árboles comparten numerosas facultades con los animales, aunque éstos practican la ingesta de organismos vivos y aquellos, la fotosíntesis. Naturalmente, estas afirmaciones han hecho levantar la ceja a eminentes biólogos que critican el “misticismo” y la excesiva “espiritualidad” de Wohlleben.

No estoy en la capacidad de zanjar el debate científico sobre la inteligencia colectiva de los bosques. Pero también me resulta obvio, desde la filosofía de Spinoza y la poética de la naturaleza de Goethe y Bachelard, pasando por los libros de Michael Serres, que los bosques son entidades inteligentes: crean afectos y son afectados. Su vida secreta y su apariencia producen en mí una empatía desconocida. No hay nada que me produzca más emoción que perderme en un bosque, y en esos momentos me parece obvio que las raíces piensan y los follajes susurran.

* Sociólogo.

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La sociedad de la conversación

/ 29 de mayo de 2019 / 23:53

La democracia es una esfera donde los partidos políticos compiten en las urnas por el poder, pero entre dos elecciones abre otro teatro: el espacio público donde se ejercen los derechos de los individuos y los colectivos sociales (en conflicto con los poderes instituidos) y que no tiene como horizonte la captura del poder.

Los partidos políticos se han apropiado de las tecnologías numéricas para desplegar estrategias de campaña. Intentan expandir sus círculos de influencia más allá de sus votantes comprometidos. Las redes sociales concentran mensajes de los candidatos, interpelan a los indecisos, y sobre todo, fortalecen la decisión de los convencidos. No obstante, los públicos no coproducen el programa de los candidatos, éste les llega “desde arriba”. Encuentro en esta evidencia una enorme limitación, porque los instrumentos digitales solo son efectivos si entran en resonancia con la bulla de la sociedad. Internet solo expande y apresura las polémicas y rumores que ya pertenecen al sentido común.

Pero el territorio natural de internet es la sociedad y no el espacio político institucionalizado. La formación de redes entre individuos promueve formas inéditas de opinión. La sociedad elabora mensajes que son reciclados tanto por los medios como por los políticos profesionales. La legitimidad de los dos espacios democráticos es diferente, pero están ligadas la una con la otra. La revolución digital ha desplazado el centro de gravedad de la democracia del espacio mediático tradicional hacia la “sociedad de la conversación”. Las subjetividades se han liberado y han emergido nuevas formas de expresión como la charla, el chisme, el meme, la ironía. Son mensajes efímeros, pero al mismo tiempo, poderosos.

Las redes son un territorio político muy diferente del espacio público moderno que se caracterizó por el intercambio argumentado de ideas a fin de generar consensos a través de la deliberación. Predomina más bien la exposición fragmentada de opiniones que no pretende crear consensos. Su efecto más importante es expandir grupos de afinidad política. En este espacio circulan narrativas que juegan un contrapunto a la democracia delegativa para reelaborar la representación. Las conversaciones privadas se han convertido en un asunto público.  

La democracia delegativa ha sufrido una erosión porque se ha confinado en el mundo de las elites de poder. Los ciudadanos se han vuelto “seres invisibles”: sus problemas no son tomados en cuenta ni discutidos en la esfera pública. Por tanto, la emergente “democracia narrativa” tiene una dimensión cognitiva y expresiva, una cualidad “activa y multiforme”, su puesta en práctica depende de iniciativas individuales orientadas a “narrar la sociedad”, es decir, a representarla desde sus propias historias.

* Sociólogo.

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La estrategia del camaleón

/ 15 de mayo de 2019 / 23:57

El Estado es necesario para el narcotráfico. Los narcos no buscan su aniquilamiento, no son nihilistas, son crueles hombres de negocios. Es más rentable y menos peligroso cooptar segmentos estratégicos del Estado para lograr “ventajas competitivas” que confrontarse con su aparato represivo. Así pueden cobijarse en su legitimidad, camuflarse o volverse invisibles. Adoptan la estrategia del camaleón. Necesitan de la complicidad o la pasividad de funcionarios públicos corruptos para operar sin sobresaltos. Requieren, finalmente, que el Estado garantice cierta estabilidad social, económica y política.

Esta convivencia ha producido en Bolivia y otros países de América Latina (México es el ejemplo paradigmático) un doble orden normativo e institucional donde lo legal e ilegal se confunden. La Policía, las unidades de inteligencia y el sistema judicial tienen la obligación de aplicar la ley, pero la fuerza de los hechos demuestra que participan en las redes del narcotráfico; algunos funcionarios públicos han sido fidelizados a través de cuantiosos y sistemáticos sobornos. Llevan una doble vida, la pública y la privada, ellos también se camuflan para pasar desapercibidos.

Lo peor de todo es lo que Esteban Mizrahi, un experto en el tema, llama “naturalización cínica” de este orden entrecruzado que es aceptado y promovido desde las instituciones policiales. Si el discurso del Estado democrático enfatiza la primacía de lo común, la igualdad y la fuerza de la ley, los agentes de seguridad sacan un beneficio personal de sus relaciones con las redes del narcotráfico. Lo fáctico es el contrapunto de la normativa y del discurso oficial.

La penetración del narcotráfico en la estructura estatal tiene efectos políticos devastadores: erosiona la legitimidad del Estado, socava la representatividad y la eficacia simbólica de la ley, destruye la idea de ciudadanía y sepulta el principio de igualdad ante la ley, y finalmente debilita al propio Estado, porque crea un universo político paralelo. Estos daños son irreparables.

Si el Estado boliviano pierde legitimidad y no puede encarnar el orden normativo, el sistema represivo y judicial está confrontado a una paradoja irresoluble: cada día crece la desconfianza y la cólera ciudadana por su colusión con el crimen organizado, pero al mismo tiempo se amplían las expectativas sociales para que estas instituciones garanticen la aplicación estricta de las leyes. Este círculo vicioso se ha convertido en un modo de vida. Tal vez ha llegado la hora de plantearse seriamente otro camino para combatir la infiltración de los narcos: despenalizar la producción, comercialización y consumo de drogas. Pero el pesimismo inteligente tiene ya una respuesta: un Estado con tantos huecos no llena las condiciones para avanzar en esa ruta.

* Sociólogo.

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