Al igual que hace algunos años cuando la vida no era tan agitada y la familia tenía el privilegio de poder comer en la casa, hoy por la cuarentena la gente está volviendo a la rutina de aprovisionarse de alimentos diversos el día de mercado que le corresponde por semana. Dadas las recomendaciones de los expertos en salud, hoy más que nunca esta elección debería darse en función al grado nutricional de los alimentos y su capacidad de reforzar nuestro sistema inmunológico. Mucho se ha enfatizado en el consumo de hortalizas frescas, tubérculos y frutas; entre más coloridas y diversas, mejor. Pero nos hemos preguntado ¿de dónde provienen estos alimentos?, ¿cuántos productores hay en el país?, o ¿en qué condiciones se producen? Probablemente esto no nos inquieta, pero ahora que estamos en un contexto insalubre y que nos da tiempo a la reflexión, podemos abordar algo del tema.
La producción agropecuaria proviene del
mundo rural, cuya población indígena campesina tiene como principal actividad
la agricultura, ganadería, caza, pesca y recolección. Según el Censo Nacional
Agropecuario del INE de 2013, en el país existen 861.927 unidades productivas
agropecuarias, de las cuales el 94% son pequeñas unidades y están dedicadas a
la agricultura familiar. Son muchas las cualidades de la producción campesina
indígena: prioriza el autoconsumo, pero según el grado de tecnificación de los
predios y la conexión caminera puede destinar al menos el otro 50% de su
producción al mercado. Gracias a su grado de diversificación genera una gama de
productos alimenticios que no son posibles con la producción especializada y de
gran escala. Usa la mano de obra familiar, generando autoempleo; y a veces contrata
el mismo número de miembros en épocas de alta demanda; mantiene un manejo
sistémico del predio y contribuye a la conservación del medio ambiente y los
recursos naturales.
A nivel mundial se reconoce que el aporte
de la agricultura familiar a la alimentación es alto: la FAO estima que el 70%
de alimentos en el mundo son producidos por agricultores familiares. En Bolivia
este aporte representa entre el 40% y el 60% de los alimentos que se consumen,
según diversos estudios. Pese a ello, en los últimos años el fomento a la
producción de agricultura familiar ha sido ínfimo. E incluso muchas políticas
que respaldan al sector agroindustrial podrían eventualmente ir en desmedro de
esta gran masa de agricultores familiares, que en términos de población bordean
los 4 millones de personas en el país.
Un estudio reciente sobre la contribución
de la agricultura familiar campesino indígena en Bolivia, elaborado por el
Instituto de Investigaciones Socio Económicas (Iisec) y Cipca con base en datos
del Censo Nacional Agropecuario 2013 y la Encuesta de Presupuestos Familiares
2015-2016, devela que las unidades de producción de agricultura familiar
producen la mayor variedad de productos frescos de consumo diario entre
hortalizas, tubérculos, frutas y cereales; frente a la agricultura no familiar
(de gran escala), que concentra casi la totalidad de su producción en fibras,
granos y cereales industriales. El 96% de los 39 productos de la canasta
básica, que comprenden hortalizas, tubérculos y frutas, es producido por la
agricultura familiar. Asimismo, el consumo interno es abastecido en un 65% por
la agricultura familiar, el 3% por la agricultura no familiar y el restante 32%,
por importaciones.
Es decir que la gran mayoría de los
alimentos destinados a la canasta básica provienen de la agricultura familiar
campesino indígena, y que éstos involucran a un importante número de habitantes
en el país. Y si bien estos productores satisfacen sus necesidades alimentarias
con su producción y contribuyen a la seguridad alimentaria del país, son uno de
los grupos que más desventajas encuentran en su inserción al mercado, por las
complejas condiciones de producción y comercialización que enfrentan:
incipiente tecnificación de los predios y alta demanda de mano de obra,
factores productivos adversos (parcelas pequeñas, baja calidad de suelo,
escasez de agua, insuficientes insumos agrícolas), baja productividad, acceso
restringido al mercado, relaciones inequitativas con intermediarios y
transportistas, precios bajos por la subvaloración de sus productos, escaso
fomento público y privado a este tipo de producción, entre otros.
Por todas estas condiciones, los ingresos
de las familias campesino-indígenas dedicadas a la agricultura se encuentran
entre los más bajos del país: Bs 32.958 (4.721 dólares) al año en promedio,
según un estudio elaborado en 2017 en 40 municipios. Considerando familias de
cinco miembros en promedio, hablamos de un ingreso per cápita anual de Bs 6.572
(944 dólares). Muy por debajo del salario mínimo o el ingreso per cápita
nacional anual de Bs 24.000. Asimismo, el mayor porcentaje del ingreso (83%) se
genera de las actividades productivas (Salazar y Jiménez, 2018).
Abril es época de cosecha, y los
agricultores familiares temen que las desventajosas condiciones en las que
comercializan sus productos se agraven como nunca antes, debido a la cuarentena
y a las restricciones impuestas. Testimonios de agricultores de seis regiones en
las que trabaja CIPCA muestran un breve panorama. En el Altiplano, valles,
trópico, Amazonía y en el Chaco el precio de lo poco que se está comercializando
es el que les ofrece intermediario, debido a la falta de transporte público o
privado para que los productores lleguen a los mercados.
En muchas áreas alejadas de los centros
urbanos o de los mercados del eje troncal, la producción de cítricos y de otras
frutas de temporada no podrá salir, porque el transporte público no está
funcionando y los rescatistas tampoco podrán llegar. Y conseguir un permiso de
circulación resulta casi imposible. La producción campesino indígena es
dispersa, diversa y se da en volúmenes menores, lo cual complejiza el acopio y la
comercialización incluso para llegar a mercados intermedios. Es más fácil
acceder a los mercados locales, sobre todo en el Altiplano y valles, pero en
muchas áreas del Beni y Pando, donde los indígenas sacan la producción en
lanchas a motor por río, hoy no es posible, dada la escasez de combustible.
De igual manera, en las provincias cruceñas
de Velasco y Guarayos, quienes producen pescado en pozas temen no poder
comercializar su producción planificada para Semana Santa, pues además de la
restricción vehicular no hay frigoríficos accesibles. En algunas comunidades de
la Amazonía sur y norte, al no poder trasladar el cacao en grano, los
agricultores están preparando pastas de chocolate para no perder su producción.
En la Amazonía norte, la almendra está siendo comercializada por pocas empresas
a mitad de precio, o está siendo intercambiada por víveres como en el pasado.
Las hortalizas y tubérculos del Altiplano y los valles se comercializan en los
mercados locales e intermedios, dada las cortas distancias y accesibilidad a
los centros urbanos. Entretanto, algunos gobiernos municipales están facilitando
el acceso de los productos a mercados móviles organizados en las ciudades.
Por otro lado, la población campesino
indígena, sobre todo en las áreas más distantes a las capitales
departamentales, no solo empieza a sentir el desabastecimiento de alimentos que
no se producen en sus predios, sino también carece de información sobre el
COVID-19, la cuarentena y las medidas socioeconómicas emitidas por el Gobierno
central. Si no se toman medidas, este importante sector quedará una vez más desamparado,
afectando sus derechos, su economía y sus medios de vida. Urge que el Estado dé
respuestas a estas poblaciones, con el apoyo de las organizaciones de la
sociedad civil.
Amplificar la información sobre el
coronavirus con lenguaje sencillo, en idiomas nativos y en formatos que
permitan llegar al mundo rural con un mensaje claro es necesario. Para ello hay
que recurrir a vías alternativas no tradicionales de información, de tal modo
que no solo se conozca el problema de la pandemia y la cuarentena, sino que
además se sensibilice a la población en general.
Urge generar información clara para el
sector campesino indígena y condiciones que les permitan acceder a las políticas
gubernamentales en vigencia. La gente del área rural no conoce los requisitos
ni los procedimientos para recibir ayuda. Las autoridades no están tomando en
cuenta la falta de acceso al sistema bancario en muchas regiones rurales, ni
tampoco las dificultades que enfrentan los pobladores ante los tecnicismos
burocráticos. También se debe garantizar precios justos para la producción
campesino indígena, y brindar facilidades para que la producción llegue a los
mercados, sin que esto conlleve pérdidas o sacrificios extremos al sector ni se
ponga en riesgo su salud e integridad.
Urge asimismo coordinar la logística
necesaria con actores públicos y privados de los territorios y redes de
comercialización, para minimizar las pérdidas en esta época de cosecha, cuya transformación
y comercialización se extiende hasta junio. También se debe facilitar la
provisión de alimentos que no produce el predio familiar y que forman parte de
la dieta de las familias campesino-indígenas; y garantizar la llegada de
combustible, sobre todo a las comunidades que se integran al resto del país por
vía pluvial.
Asimismo se deben generar lineamientos para que los gobiernos subnacionales puedan atender la emergencia sanitaria, ya sea bajo la institucionalidad basada en los comités operativos de emergencia (COE) a nivel departamental y municipal u otras estructuras transitorias y menos burocráticas que pueden funcionar en el contexto actual. Por último, se debe sensibilizar al público en general sobre las ventajas y aportes de la producción campesino indígena. Duele ver a las autoridades comprometer alimentos baratos a las ciudades a costa de las pérdidas de los productores nacionales. Se debe actuar de manera más responsable, valorando el aporte de los productores no solo en términos de alimentos, sino también su contribución a la conservación de semillas, a la cultura alimentaria, la preservación de saberes locales asociados a la biodiversidad y sobre todo en la herbolaria, su capacidad de mostrarnos formas de vida más sencillas y armónicas con la naturaleza, en fin, su aporte a la construcción de modelos alternativos de desarrollo que mucha falta le hacen al país.
Pamela Cartagena, directora general del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca).