Dulces y calaveras
Varias son las maneras de arrinconarse ante la vida, de enfrentarse con la muerte y los muertos.
En agosto escribí sobre Julio (Cortázar), en octubre sobre noviembre por el Día de Difuntos, esa celebración que transcurre entre el primer y segundo día del undécimo mes, cuando recibimos a nuestros difuntos con mesas preparadas para que disfruten lo que en vida disfrutaban. Se trata, pues, de la muerte y de los muertos. Nuestros muertos, como mi padre Rolito, de quien aprendí a ser honesto y aurorista, a gustar de libros y música de Les Luthiers, y que cuando más enfermo estuvo adquirió mayor temple optimista, como dejando otra lección. Cada año, desde hace 20, escribo unas notas para invitar a la lectura de epitafios sobre “vivos y vivillos” y las dedico a Juan Rulfo, Adrián Patiño, Sergei Eisenstein y King Crimson. Este año incluyo a Chavela Vargas. Las razones no las explico, cada lector(a) armará su galería por analogía y con sus propios muertos.
Existen muchas maneras de enfrentar la muerte. En los tiempos del terror de la Revolución Francesa, cuando Robespierre mandaba a punta de guillotina, un intelectual fue sentenciado para ser ejecutado un día de tantos. Ese día, la víctima se dirigió al cadalso a paso lento y la mirada fija en la página del libro que estaba leyendo desde hacía varias noches. Se detuvo frente a su verdugo, quien con un gesto pareció decirle que dejara de leer y que a otra cosa. El condenado humedeció la punta de su dedo índice y dobló la última página que habían recorrido sus ojos. Depositó el libro a un lado de la guillotina con aire de desaliento. Escuchó un redoble de tambor cuando apoyó la cabeza en la madera y !zas! la cuchilla hizo el resto. No sabemos cuándo volvió a abrir su libro en la página doblada para retomar su hábito de lectura interrumpido por un hecho intrascendente.
Existen muchas maneras de celebrar la muerte. Los mexicanos son la vanguardia y así se expresa en la narrativa de Juan Rulfo y en los grabados de José Guadalupe Posadas y, también, en las calaveritas de dulce que chupan los niños en el Día de Difuntos, celebrando su celebración mientras consumen la golosina que lleva su nombre grabado en la frente. Existen muchas maneras de jugar con ella. Así, José Santos Vargas, el Tambor Vargas, escribió en su memorable Diario de un comandante de la independencia americana 1814-1825: “moriremos si somos zonzos”.
Existen muchas maneras de irse de la vida y quedarse sin la muerte. Poco antes de fallecer, Luis Buñuel —y vuelve a mi memoria su memorable El ángel exterminador— redactó su testamento dejando toda “su fortuna”… a Rockefeller y se confesó a un cura por todos los pecados y herejías que había cometido contra … la Iglesia. Más cerca nuestro, Jaime Saenz nos recordaba siempre aquella frase de Cristóbal Colón: “vivir no es necesario, navegar es necesario”, antes de sumergirnos en los laberintos de su narrativa, que trasunta el más allá y el más acá.
Varias son las maneras de arrinconarse ante la vida, de enfrentarse con la muerte y con los muertos. Si no, pregúntenle a Bergman (seguro que no se hará al sueco), a la niña de Guatemala (la que se murió de amor), a Jesús Urzagasti (que sigue mirando desde una ventana que da al parque), al fantasma de Canterville (en la versión de Charly García) o a Mercedes Sosa (“cantando: tantas veces me mataron/ tantas veces me morí/sin embargo estoy aquí resucitando/gracias doy a la desgracia/ y a la mano con puñal/ porque me mató tan mal/y seguí cantando”). Y aunque aparentemente sufro de la pesadumbre mínima necesaria para producir una prosa melancólica y fatal, prefiero derivar mi difusa congoja y mi amorfo sentido trágico de la existencia hacia un silencio dubitativo y más bien escuchar, simplemente escuchar, el Terremoto de Sipe Sipe, aquel bolero de caballería que nuestros padres nos han hecho creer que sirve para acompañar entierros y no para celebrar la vida de los muertos.