El legado de Mandela
20 años después, 48,5 millones de sudafricanos siguen en busca del sueño de libertad de Mandela
Dos semanas en Johannesburgo me han permitido conocer la realidad Sudafricana más allá de la visión romántica inspirada por Mandela y su lucha contra el apartheid. Con 95 años de vida, este ícono del siglo XX continúa desafiando la historia cuando sostiene que “ser libre no es solamente librarse de las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete y mejore la libertad de los demás”.
Y es que 20 años después, 48,5 millones de sudafricanos siguen en busca del sueño de libertad de Mandela. Una vez derrotado el sistema político que legalizaba la exclusión, una nueva segregación económica marca la vida de esta joven democracia. Como reconoce la escritora y luchadora social Nadine Gordimer “estábamos totalmente concentrados en devolver la dignidad a los negros, en los derechos humanos, en acabar con las leyes del apartheid y en evitar una guerra civil. Sabíamos lo que hacíamos, pero no vimos qué iba a ocurrir en el futuro”.
Lo que ha pasado en estos 20 años es que a pesar de la democratización y del “triunfo de la pequeña clase media negra”, Sudáfrica vive “una impresentable brecha social”. Desde su punto de vista, el actual presidente Jacob Zuma es “un antiguo héroe ahora misteriosamente hambriento de poder y un absoluto corrupto”, que ilustra muy bien los “desastres de la gestión de los líderes negros cuando el oprimido imita al opresor”.
Esta mirada pesimista es contrastada por los ciudadanos urbanos de Johannesburgo que viven orgullosos el crecimiento económico de su país. Con una envidiable infraestructura caminera, y una sólida economía basada en la minería, el ingreso a la modernidad de una creciente clase media negra educada se da por la puerta grande del consumo en imponentes centros comerciales y globalizados supermercados. Y esta imagen, reforzada por la historia personal de Mandela que siendo pobre llega a graduarse de abogado, consolida a la educación como la esperanza de miles de sudafricanos para salir de la pobreza. Y es que la celebración de una sociedad igualitaria aún continúa en las familias que tienen entre sus hijos a la primera generación nacida en libertad conviviendo con abuelos y padres que saben del sufrimiento y la humillación de un sistema de segregación racial como el apartheid. Para ellos, la dignidad no tiene precio.
Son estos los retos ante los que sitúa la sociedad sudafricana, acompañados por el desempleo que azota casi exclusivamente a la población negra, por la inseguridad ciudadana, por la epidemia del sida que durante los primeros años de democracia fue banalizada por el Gobierno o por la dicotomía modernidad y tradición tribal que mantiene a una desafiante democracia multicultural con 11 lenguas habladas cotidianamente y reconocidas constitucionalmente.
Además de la desigualdad y la violencia, otro gran problema es la corrupción. El clientelismo y el mal uso de recursos públicos caracterizan al gobierno del Congreso Nacional Africano, que, con la falta de oposición solvente, se ha convertido en un partido hegemónico. Y es que en casi 20 años en el poder es fácil acabar confundiendo los intereses de Estado con los intereses particulares de los líderes.
Dos décadas ciertamente son un periodo muy corto para desarmar estructuras políticas y mentales en una sociedad. Pero la realidad del país dista mucho del ideal soñado con la llegada de la democracia y pone en duda la apuesta de Mandela: cambiar las estructurales legales y políticas de un país sin tocar las estructuras del orden económico no necesariamente avanzan hacia la igualdad. En la Sudáfrica de hoy, pese a la libertad y la igualdad política, la brecha entre las clases más ricas y las poblaciones más vulnerables es una de las más elevadas del mundo.