Empresas públicas
La nueva ley no debe verse como la competencia desleal del Estado a la iniciativa privada.
Sorpresivamente, tres días después de Navidad, el presidente Evo Morales promulgó la Ley de la Empresa Pública. Las fechas de su promulgación y la falta de socialización previa de su contenido han suscitado algunas suspicacias. Por una parte, Mario Yaffar, presidente de los industriales, expresó su temor de que el Estado, con sus inversiones, genere una competencia asimétrica para las empresas privadas. Por otra, Jorge Zogbi, exsuperintendente Tributario, advirtió que la ley podría evitar que las empresas públicas rindan cuentas sobre los recursos que utilizan. A estas voces críticas se suma el temor generalizado de que el Estado, durante nuestra historia, no ha demostrado tener habilidades gerenciales para generar excedentes.
Otras opiniones se alzan denunciando una peligrosa estatización de la economía. En ese sentido, es bueno recordar que en la nueva Constitución, aprobada por referéndum, se plantea la intervención activa del Estado en la economía, por tanto, no es de extrañar que la gestión gubernamental vaya ampliando paulatinamente su participación en las actividades productivas. Lo que tal vez inquieta es la visión cepalina de sustituir las importaciones de productos que de ninguna manera son estratégicos ni generan excedentes y, por tanto, podrían derivar en la necesidad de subvención estatal.
Lo interesante de la ley es el potencial que implica el reconocimiento de empresas estatales mixtas constituidas por aportes del Estado y privados, así como empresas intergubernamentales que implica la asociación del nivel central con gobernaciones y municipios para la creación de empresas estratégicas en los niveles locales. Eso sí, y la redacción de la ley no deja margen de duda, el Estado mantendrá siempre una participación superior al 51%, con lo que asegura el control y dirección de las empresas. Esto deja poco espacio para que la iniciativa privada despliegue lo que tal vez más requiere el Estado: una buena gerencia evaluada por desempeño. A esto se tiene que agregar que la ley reconoce el interés estatal no sólo definido por su carácter estratégico, sino también social. Y en esta definición incluye tres funciones centrales: generación de empleo, cobertura de demanda insatisfecha e intervención en el mercado para evitar distorsiones.
En un mercado interno tan pequeño como el boliviano, este tercer rol puede tener ciertamente un interés valioso si se trata de equilibrar la discrecionalidad de monopolios u oligopolios que dominan la oferta de bienes vitales, por ejemplo alimentos, y que por ello pueden fijar precios desmedidos. Solo para ilustrar hablemos de la leche, el aceite y el azúcar, controlados en Bolivia por un puñado de empresas.
El mayor reto en estos casos no es pensar solamente en la multiplicación de iniciativas como Lácteosbol o San Buenaventura, sino fortalecer las iniciativas privadas nacionales. Éstas, teniendo pequeñas tajadas del mercado nacional, con una inyección de capital, podrían crecer y mostrar resultados interesantes, no solo equilibrando el poder de los oligopolios sino fundamentalmente generando empleo y excedentes económicos para el Estado.
En todo caso, la nueva Ley de Empresas Públicas no debe verse como la competencia desleal del Estado a la iniciativa privada, sino como un campo de oportunidades para que empresarios nacionales participen de buenos negocios y presionen a los funcionarios públicos a invertir los excedentes estatales en el sector productivo y así, finalmente, encaminarnos hacia un patrón de acumulación más diversificado.