Santa Cruz, la ciudad enorme
La ciudad se volvió enorme y dejó atrás sus ordenanzas puebleras de ochaves
453 años cumplió esta ciudad a la que llegué, por primera vez, con mi mamá argentina y mi papá cruceño. Fue cuando bordeaba los dos años de edad. En 1977, fue el duro éxodo familiar de la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, hacia el norte subtropical del subcontinente, donde “chaco” no es una provincia sino la tierra de cultivo, donde el helado de agua se llamaba “picolé”, donde la salteña no era oriunda de Salta sino la exquisita empanada y la rara costumbre de la media mañana, donde el tamarindo, el achachairú, el guapurú, la manga y la naranja agria eran frutas de cualquier día y no fotos exóticas de lugares recónditos; donde el “centro” se reducía a la plaza principal y la principal avenida era el Primer Anillo, recién comenzando a ser pavimentado; donde todos tenían barrio y si no, no eran de acá, y mi barrio —limitado por una poza donde pescaban anguilas y la lechería de la viuda de Mantovani— fue desde entonces el lugar que habito hoy.
Hasta ese año, habían transcurrido 416 desde la fundación del villorrio muy lejos de aquí, a orillas de otro río y a los pies de otra serranía, que le vino bien a la nostálgica réplica en América del español.
Para haber pasado cuatro siglos de soledad, como hace analogía el Alcalde a la historia de Macondo de García Márquez, en Santa Cruz de la Sierra habían pasado muchas historias en muy pocas cosas; así que me tocó aprender a vivirla en carne propia, como bibosi y motacú.
En casi cuatro décadas, la ciudad se volvió enorme y dejó atrás sus ordenanzas puebleras de ochaves en las esquinas y trasladar sus escasos residuos a los lejanos parajes, entonces, atrás del Matadero Municipal.
Con casi 2 millones de habitantes y mucho más de 36 hectáreas urbanizadas, se ha fundido en las localidades que la circundaban: La Guardia, Cotoca, Warnes e incluso, allende el río Piraí, se “comió” las praderas y los palmares de Porongo, en el Urubó. Tiene más de 3.000 unidades educativas, centenares de miles de vehículos, 15 distritos urbanos con el doble de población cada uno de ellos con relación a la segunda ciudad más habitada de la región y hacia ella llegan, siguen llegando, miles de nuevos habitantes cada día. Su identidad ha cambiado: imposible haberla sostenido en este panorama más próximo a parecer una exageración que una realidad apabullante.
Es hora de sacudirnos de los discursos repetidos que nos alinean tras una locomotora económica y otros clichés que suenan pomposos y estereotipados. Pertenecemos a una tierra de oportunidades y hemos construido un lugar con muchos de los beneficios del mundo urbano y, simultáneamente, hemos adquirido sus peores taras, defectos e injusticias.
Lo cruceño, verde y blanco, con sombrero de saó, taquiraris, carnaval, fiesta, solidaridad, trabajo y emprendimiento, es también violencia, egoísmo, corrupción, consumismo, libertinaje, discriminación y viveza criolla e ignorancia. A quejarse menos y responder más a cambio de todo lo bueno que nos da esta ciudad, tan lejana del mundo y tan próxima al mismo, a la vez.