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Tuesday 21 May 2024 | Actualizado a 05:40 AM

México bárbaro

En Guerrero, el gobierno estatal contempló este vínculo de la política con el crimen sin inmutarse

/ 6 de diciembre de 2014 / 04:02

La espantosa masacre de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa ha provocado en México una indignación social sin precedentes desde 1968. Es una reacción justificada y natural. Dada la historia remota y reciente de Guerrero, la tragedia tenía fatalmente que ocurrir, lo extraño es que no ocurriera antes y que las diversas instancias del Gobierno no la previeran y evitaran. No todo México es Guerrero, pero así lo parece ahora.

Guerrero es un estado rico en playas y recursos naturales (es nuestro primer productor de oro), pero padece una honda marginación: el 70% de sus habitantes vive en la pobreza. Su tasa de homicidios, cuatro veces superior a la media nacional, es la más alta del país, y acaso lo ha sido siempre. Guerrero fue ingobernable desde tiempos coloniales, acogió muy tarde la presencia de la Iglesia (su primer obispado es de 1819, casi tres siglos después de la conquista) y fue teatro destacado de todas nuestras guerras nacionales.

En el Diccionario geográfico, histórico, biográfico y lingüístico del estado de Guerrero, de Héctor F. López, casi cada página refiere una querella entre montescos y capuletos, resuelta no con espadas sino con machetes.

Su historia política ha sido una secuela de despojos, golpes, traiciones, desafueros, desconocimientos, derrocamientos, divisiones dirimidas a balazos y asesinatos. Desde el 27 de octubre de 1849, fecha en que Guerrero nació como estado, hasta el año de 1942 en que López publicó su libro, solamente un gobernador había terminado su período constitucional. Nada de esto sospechaba yo cuando de niño emprendía con mi familia la travesía anual de vacaciones al edénico puerto de Acapulco. De pronto, en 1960, mientras las celebridades de todo el mundo inauguraban el Festival Internacional de Cine en Acapulco, recuerdo nítidamente la terrible noticia: en Chilpancingo, capital del estado, había ocurrido una matanza de campesinos. Para mí, y para muchos mexicanos, fue el fin de la inocencia: la reaparición del subsuelo violento de México, del México bárbaro.

Aunque el gobernador fue destituido, aquellos hechos impulsaron el activismo de la izquierda, alentado a su vez por el reciente triunfo de la revolución cubana. El foco de ese espíritu revolucionario fue precisamente la Normal Rural de Ayotzinapa. Fundada en los años veinte, siguió los principios de la educación socialista y siempre mantuvo una filiación marxista. De esa escuela surgió Lucio Cabañas, que con amplio apoyo social declaró (igual que Genaro Vázquez Rojas) la guerra al Estado mexicano.

En toda América Latina, el activismo revolucionario de Cuba enfrentó al Ejército, al extremo de que, para 1970, ocho de los diez países sudamericanos estaban gobernados por dictaduras militares. México era una excepción, por el pacto no escrito establecido con Cuba desde 1959: México fue el único país del orbe americano que se negó a romper relaciones con Cuba, a cambio de lo cual Cuba se abstuvo de apoyar a los revolucionarios mexicanos. Eso explica que, en los años setenta, el presidente Echeverría (1970-1976) abriera las puertas del país a los refugiados que huían del terror militar de Chile y Argentina, mientras desataba el terror (sobre todo en el estado de Guerrero) para acabar con los focos guerrilleros. En esos años, Guerrero se volvió el estado más militarizado de México. Tras una década de intensa violencia conocida como la “guerra sucia”, y tras la muerte de los líderes guerrilleros, a partir de los ochenta la zona se sumió en una engañosa calma, punteada por nuevos hechos brutales, como la matanza de Aguas Blancas en 1995.

Con el nuevo siglo, un ominoso protagonista incrementó su presencia: el narcotráfico. Guerrero era el estado ideal; una geografía accidentada (intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la violencia, una sociedad resentida por las secuelas de la guerra sucia y tan pobre —en algunos sitios— como las zonas más depauperadas de África. Pero algo más atrajo irresistiblemente al crimen organizado: la corrupción política. En muchos municipios de Guerrero (y del país) los presidentes municipales y sus aparatos policíacos cobijan a los señores del narco, se asocian con ellos o, en algunos casos (como en Iguala) son ellos.

En Guerrero, el gobierno estatal del PRD, que lleva casi diez años al mando de la entidad, contempló este vínculo de la política con el crimen sin inmutarse (eso en el mejor de los casos). El poder federal fue, cuando menos, omiso e ineficaz. Y el Ejército, que tiene una base importante cerca de Iguala, inexplicablemente dejó que la alianza perversa asentara sus reales.

La alianza prosperó. Hoy Guerrero concentra el 98% de la producción nacional de amapola. El presidente Obama citó recientemente un reporte de la DEA sobre un incremento del 324% en los decomisos de heroína en la frontera, entre 2009 y 2013. Buena parte proviene de Guerrero. No es casual que Iguala haya sido el epicentro de la tragedia; una narcociudad exportadora de droga, gobernada por el crimen.
¿Y los estudiantes? Carecemos aún de información sólida, pero el motivo de su horrendo asesinato —digno de los campos de exterminio— parece haber sido éste: con sus manifestaciones políticas, sus protestas cívicas y su idealismo revolucionario estorbaban al negocio y el poder del presidente municipal y su esposa (ya capturados), aliados con el grupo criminal Guerreros Unidos. ¿Por qué matarlos? Por “revoltosos”, declaró uno de los asesinos.

Hace unos años en Monterrey un grupo de sicarios incendió el Casino Royal y provocó 53 muertos. Esa masacre prendió todas las alarmas. La sociedad, los empresarios, los medios colaboraron directamente en la renovación integral de la Policía, invirtieron en obras sociales y educativas, fueron exigentes con el gobierno estatal y, si no lograron acabar con el problema, lo volvieron manejable. Algo similar ha ocurrido en Tijuana y aun en Ciudad Juárez. Por sus niveles de marginación y bajísimo nivel educativo, difícilmente se podrá replicar el modelo en Guerrero.

México requiere un sistema de seguridad y de justicia que proteja lo más preciado, la vida humana. La incesante marea del crimen no solo debe detenerse, debe replegarse por la acción legítima de la ley. Cada día que pasa, el ciudadano —decepcionado de todos los partidos, los políticos y la política— se hunde más en el desánimo y la desesperación. Por eso, el Gobierno está obligado a tomar todas las medidas posibles para refutar a quienes —de manera injusta— acusan a México de ser un narcoestado. De la solución de fondo a esta alarmante debilidad del estado de derecho depende —sin exagerar— la viabilidad de la democracia mexicana.

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Meditación en Atenas

Debemos  defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.

/ 29 de julio de 2017 / 04:00

La democracia es una estructura no de piedras, sino de palabras”. Sentado en un desgastado escalón del Pnyx, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, recordé esa reflexión de mi amigo, el filósofo y poeta Julio Hubard. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos (templos, columnas, estelas), el Pnyx semeja ahora un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado “Bema”, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas excavadas en la piedra; nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe (mitad mexicanas, mitad griegas), Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.

Por la tarde, en una librería compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth (maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta). Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias (geógrafo griego del siglo II), y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos (…) Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia (…) Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva (…) y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.

La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda: estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares.

Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos) era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.

En una reseña sobre el libro The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen (obra suprema, no traducida, que sepamos, al español), Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “El secreto (de Atenas) es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares (…) y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la Asamblea (reunida no menos de 40 veces al año) deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse; ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis.

En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica (aun la más feroz, contra ella misma), y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa (la conquista) y la mentira interna (la demagogia).

En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia (elevada al rango de diosa el año 404 a. C.) coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía (rezaba la inscripción inferior) quien lo mate no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II (vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea) y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, quien culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay (escribe Hansen) un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.

Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V, Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo (copiosamente) Platón y Aristóteles, en el IV. Estos filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.

En la misma librería compré un grabado de Le Roi (segunda mitad del siglo XVIII) con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia.

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El antisemitismo en el ámbito hispánico

En “las Américas”,  19% de las personas se ajusta al prejuicio. América Latina alcanza 31%. Cifra alta, sin duda, pero inferior a Oriente Próximo y África del Norte (74%), Grecia (69%), Francia (37%) y Europa del Este (34%), aunque superior a Portugal (21%) y Gran Bretaña (9%).

/ 12 de octubre de 2014 / 04:00

La guerra de Gaza volvió a despertar al monstruo dormido del antisemitismo europeo. No ocurre lo mismo en América Latina. Cierto, los gobiernos de Chile y Brasil llamaron a sus embajadores en Israel, Fidel Castro lo acusó de genocidio y los gobernantes fieles a la revolución bolivariana hicieron público su repudio. Pero este rechazo no implica antisemitismo. Otra cosa ocurre en las redes sociales en español, utilizadas sobre todo por los jóvenes y donde el veredicto condenatorio viene acompañado de los consabidos temas antisemitas. La región se ha comportado como parece sugerir el Global Index on Antisemitism (Índice Global sobre Antisemitismo) de la Anti-Defamation League (Liga Antidifamación) (ADL): no es (aún) particularmente antisemita, pero comienza a serlo.

El índice se basa en amplias encuestas hechas en años recientes. En “las Américas”, 19% de las personas se ajusta al prejuicio. Quitando Canadá (14%) y Estados Unidos (9%), América Latina alcanza 31%. Cifra alta, sin duda, pero inferior a Oriente Próximo y África del Norte (74%), Grecia (69%), Francia (37%) y Europa del Este (34%), aunque superior a Portugal (21%), Oceanía (14%), Gran Bretaña (9%) y Suecia (4%). Vale la pena reflexionar por qué. Y tomar providencias para que no se profundice.

DIFERENCIAS. Jorge Luis Borges definió, en una línea escrita en 1938, la diferencia entre el antisemitismo alemán y el argentino: “Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico”. Su reflexión fue válida entonces y lo es aún ahora, no solo para Alemania y Argentina sino para Europa e Iberoamérica. Hasta hace unas décadas, el antisemitismo fue un derivado de dos odios externos: el antiguo antijudaísmo de la tradición católica en España, y el racismo europeo del siglo XX. Pero en tiempos recientes, exacerbado por el conflicto palestino israelí, ha aparecido un nuevo, potente e inesperado antisemitismo: un antisemitismo de izquierda.

Aquella “atolondrada ignorancia” no solo era evidente por la presencia generalizada de innumerables apellidos de “cepa judeo portuguesa” (el elemento étnico al que Borges se refería) sino por la historia, apenas contada, que guardan los archivos de la Inquisición. Iberoamérica es la zona arqueológica de un judaísmo secreto, desprendido de sus raíces. Desde tiempos de la Conquista hasta mediados del siglo XVII, sucesivas olas de inmigrantes judíos provenientes de España y Portugal se avecindaron en la futura América Latina. Según ha demostrado Jonathan Israel, desde sus ciudades y puertos tejieron una impresionante red comercial y financiera que cubría todos los continentes y fue el presagio de la actual globalización. Al truncarse por los autos de fe del siglo XVII y desvanecerse en el espacio y el tiempo, esta presencia dejó apenas algunas huellas culturales más allá de los apellidos. Por eso mismo, no se generó un antisemitismo autóctono.

El contraste actual con España —la casa matriz política y religiosa— puede ser ilustrativo. Hubo judíos en España desde antes de Cristo y oficialmente cesó de haberlos en 1492, pero su presencia había sido tan arraigada que el fantasma del judío recorrió los siglos españoles hasta llegar al presente. El viejo antijudaísmo religioso está vivo en el habla cotidiana, en las leyendas populares y en sectores de la opinión pública, pero su contraparte no es menos cierta: el culto a la huella de Sefarad en muchas ciudades españolas y la tradición liberal de tolerancia y pluralidad que tuvo su mayor expresión universal en la obra de un nieto remoto de España (Spinoza) y en las novelas de otro gran Benito: Pérez Galdós. Por si faltaran hechos alentadores, el tratamiento del trágico tema judío en la magnífica telehistoria Isabel (producida por RTVE, Corporación de Radio y Televisión Española) fue objetivo, delicado y conmovedor. Por eso, aunque es alto, el índice de la ADL para España es menor que el promedio de América Latina: 29%.

INMIGRANTES. A fines del siglo XIX, los países independientes de Iberoamérica acogieron nuevas oleadas de inmigrantes judíos. El principal receptor fue Argentina. Como sus remotos antepasados, huían de la persecución, en su caso zarista. En las primeras décadas del siglo XX, con el ascenso del antisemitismo en la Europa del Este, la corriente incluyó miles de judíos polacos. En la mayoría de países de América Latina  encontraron una atmósfera general de tolerancia, que se perturbó por una década por efecto de otro odio exógeno: la propaganda nazi.
Al estallar la II Guerra, un sector de la prensa y la opinión pública latinoamericana —y no pocos intelectuales, políticos y empresarios de derecha— simpatizaron con las potencias del Eje.

Las publicaciones antisemitas (Los protocolos de los Sabios de Sión, El judío internacional, Mi lucha) circularon profusamente, junto con obras (artículos, caricaturas, carteles, folletos) de autores locales. De particular importancia simbólica en México fue la aparición en 1940 de la revista Timón, pagada por los nazis y dirigida por José Vasconcelos, el escritor y filósofo más prestigiado de la primera mitad del siglo XX.

La posguerra fue generosa con los judíos latinoamericanos. El antisemitismo facsimilar de corte hitleriano pasó a los márgenes oscuros e inconfesables de la opinión pública. Creció paralelamente la conciencia del Holocausto y el prestigio de Israel. Pero en Argentina, el país con mayor población judía, el nazismo mantuvo cierta influencia debido al asilo concedido por Perón a varios altos rangos hitlerianos que dejaron escuela y cuyo momento para ensayar sus prácticas genocidas llegó
en los años 70.

En 1976 dio inicio el caótico periodo en que los militares argentinos tomaron el poder y sometieron a los liberales y los izquierdistas a un régimen de exterminio. La tortura era la misma en el caso de judíos y no judíos, pero si se trataba, como Jacobo Timmerman, de un judío liberal, se acompañaba de gritos de “judío”, “judío” y ocurría en un cuarto con un retrato de Hitler. Quizá Timmerman salvó su vida gracias a que los torturadores lo creían miembro prominente de la conspiración consignada en los Protocolos de los Sabios de Sión y esperaban sacarle información significativa.

Aunque el terror cesó con el advenimiento de la democracia en Argentina, los judíos enfrentarían un nuevo acto en 1994, cuando una bomba plantada por las autoridades iraníes —con la complicidad oficial— destruyó el edificio de la comunidad israelita matando a 85 personas. Con todo, en Argentina el antisemitismo facsimilar de derecha no arraigó. Hoy el índice es igual que el de México y Trinidad y Tobago (24%), por debajo de todos los países del área salvo Jamaica (18%) y Brasil (16%).

En estos últimos 20 años, el justificado enojo de los ámbitos liberales y la izquierda con la ocupación israelí de los territorios en Cisjordania y la Franja de Gaza se ha venido transformando en algo muy distinto: un antisemitismo de izquierda, especialmente duro en círculos académicos.

Dos factores adicionales le han dado impulso: el antisemitismo oficial del régimen chavista y el crecimiento de las redes sociales. Ahora pueden leerse todos los lugares comunes del viejo antisemitismo de derecha sancionados por algunos profesores de izquierda.

El hecho central permanece: América Latina no es (aún) particularmente antisemita. Pero hay países como Panamá (52%), Colombia (41%), República Dominicana (41%), Perú (38%) y Chile (37%) con niveles alarmantes. La solución justa y la paz en Oriente Próximo pueden rebajarlos, pero ese elemento no es solo exógeno sino improbable. Mientras tanto, cada país debe profundizar en el conocimiento de este prejuicio milenario y combatirlo, igual que a todas las formas modernas del racismo.

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Literatura y política, las guerras de paz

La celebración en homenaje al centenario de Octavio Paz no será unánime. Las guerras intelectuales que libró en vida, las sigue librando después de muerto. Pareciera que Octavio nunca encontrará la paz inscrita en su apellido.

/ 6 de abril de 2014 / 04:00

México conmemora el centenario de Octavio Paz, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1990 y, para muchos mexicanos, el mayor escritor de nuestra historia. Para celebrarlo, han venido poetas laureados a un recital de poesía y se han llevado a cabo varios actos significativos, entre ellos un Congreso Internacional para discutir los temas que lo apasionaron a lo largo de su vida (la revuelta, la rebelión y la Revolución, el sentido de la historia de México, la relación de los escritores y el poder, los fanatismos de la identidad, la democracia en el orbe latinoamericano).
Pero la celebración no será unánime. Las guerras intelectuales que libró en vida las sigue librando después de muerto. Pareciera que Octavio nunca encontrará la Paz inscrita en su apellido.

Perteneció a esa familia de escritores nacidos alrededor de la Primera Guerra Mundial, marcados por los hechos cruciales que ocurrieron entre 1929 y 1944: la caída de Wall Street, el advenimiento esperanzador de la Revolución rusa, el ascenso del fascismo y el nazismo, la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto. Fue el hermano mexicano de Albert Camus, Ignazio Silone, André Breton, George Orwell, Arthur Koestler, Daniel Bell, Irving Howe: los disidentes de la izquierda. En su juventud fue marxista ortodoxo y en 1937 viajó a España para apoyar a los republicanos. Y, aunque rechazó desde temprano el realismo socialista, repudió al estalinismo y marcó sus distancias de la Revolución cubana, mantuvo su fe en la Revolución como la palanca de redención social, la única posible epifanía de la historia. Todavía en 1967 consideraba al marxismo “nuestro punto de vista” y pensaba que la Revolución, “ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida (…). Popular como la revuelta y generosa como la rebelión, las engloba y las guía”. De hecho, no fue sino hasta leer el Archipiélago Gulag en 1974 (justo al cumplir los 60 años) cuando Paz tuvo la epifanía inversa: “ahora sabemos —escribió ese año— que el resplandor, que a nosotros nos parecía una aurora, era el de una pira sangrienta”.

“Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores (…), han sido un pecado en el antiguo sentido de la palabra: algo que afecta al ser entero (…). Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y humildad”. A lavar ese pecado dedicó los siguientes 24 años de su vida.

Octavio Paz estaba casi predestinado para el culto a la Revolución: nieto de un combativo editor que había participado en las guerras liberales y tenía retratos de Danton y Marat en su biblioteca; hijo del representante de Emiliano Zapata en Estados Unidos, Paz siguió esa genealogía romántica confiando en el poder revolucionario de la poesía para revelar al mundo y para cambiarlo. Pero, curiosamente, en este sentido una influencia importante fue Walt Whitman. Paz no escribió (como Neruda, otro whitmaniano) la gran saga poética de la América hispana sino un admirable libro en prosa: El laberinto de la soledad. Desde su publicación en 1950, sigue siendo, para muchos, el espejo donde el mexicano contempla, con horror y fascinación, los rasgos de su identidad: su extraña pasión por la muerte y por la fiesta, sus miedos más recónditos a ser eternamente vencidos o conquistados, el subsuelo indígena (latente, pendiente), el arraigo de su vieja cultura española y católica, el desencuentro con el liberalismo occidental, la vocación nacionalista y revolucionaria.

Aunque fue celebrado desde muy joven por su poesía filosófica (en la que el tiempo, el instante, el amor y sus metáforas en el mundo natural son temas constantes), tras la publicación de El laberinto de la soledad, la obra y la fama de Paz cobraron mayor impulso. Su encuentro en París con Breton y el surrealismo (desde 1947 hasta 1968 vivió en los ambientes de la diplomacia internacional) y su contacto genuino con las culturas orientales (en particular con Japón y la India, donde vivió, pero también con China) liberaron sus formidables energías creativas, no solo en su poesía sino en libros de teoría literaria (El arco y la lira, La otra voz) o ambiciosos tratados sobre el ocaso de las vanguardias (Los hijos del limo). A este prestigio fincado en su obra se sumó su gallarda renuncia al puesto de embajador en la India tras la masacre de Tlatelolco que puso un sangriento fin al movimiento estudiantil de 1968.

Paz creyó ver en la rebelión estudiantil en Europa Occidental y del Este, Estados Unidos y México el advenimiento de la Revolución que había esperado desde su juventud. Y por un breve momento, los jóvenes de entonces nos unimos a él en esa creencia.

De pronto, para sorpresa de esas nuevas generaciones en México y América Latina, Octavio Paz —el poeta revolucionario, el hombre de izquierda— dio el viraje definitivo que aquellos hermanos suyos, los disidentes de izquierda europeos y estadounidenses, habían dado resueltamente a partir de los años treinta en sus libros o revistas.

Criticó con denuedo los fundamentos ideológicos de la Revolución rusa (y la china y la cubana, por añadidura), hizo el recuento de su saldo histórico (mentiras, miserias, crímenes) y revaloró la democracia (desde una postura socialdemócrata).

En 1976 fundó la revista Vuelta, que circuló profusamente, mes con mes, en los países de habla hispana hasta la muerte de Paz en abril de 1998. Vuelta fue su trinchera. Allí publicó la obra de los disidentes del Este (Michnik, Solzhenitsyn, Sájarov, Kolakowski) y la de los nuevos desencantados en Occidente: Vargas Llosa, Semprún, Revel, Edwards.

Además de denunciar sistemáticamente a las dictaduras militares de América Latina y la “dictadura perfecta” del PRI, Paz y Vuelta criticaron —desde los valores de la democracia— a los movimientos guerrilleros de América Latina. En aquellos años —aun más que ahora—, la izquierda latinoamericana no toleraba la mínima crítica a Cuba ni la mínima duda sobre el balance “globalmente positivo” del socialismo real en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y Europa del Este. Frente a esa posición cultural hegemónica, Paz tuvo el valor de introducir y auspiciar a la opinión disidente. Los viejos instintos inquisitoriales y escolásticos reaparecieron ante el heterodoxo: fue acusado de “reaccionario”, deturpado en las aulas, las revistas académicas y los periódicos; en 1984 su efigie fue quemada frente a la embajada norteamericana (hecho paradójico, porque Paz fue un crítico persistente de la política exterior estadounidense y la economía de mercado).

Pero nunca cejó en su combatividad, quizá porque era una forma de expiación. No fue casual que el primer Premio Nobel después de la caída del Muro de Berlín haya sido para él: un poeta de la libertad.

Lo acompañé durante 23 años en Vuelta, en esa guerra que no termina. Se sigue librando en las calles de Venezuela y en la conciencia de quienes creemos en la democracia terrenal y perfectible, no en la Revolución redentora y celestial. Paz cometió la herejía de abanderar esa guerra. Muchos, aún, no se lo perdonan. Muchos, aún, quemarían su efigie. Por eso la conmemoración ha sido ambigua. Por eso Paz nunca encontrará la Paz. Es su destino, y su gloria.

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Historias de Tierra Caliente

Neutralizar al cártel de Los Templarios, contra el que pelean las autodefensas, requiere una coordinación inédita de las fuerzas federales, pero Michoacán necesita una reforma profunda que nadie sabe cómo abordar.

/ 16 de febrero de 2014 / 04:00

Las guerras y revoluciones de México fueron estallidos del subsuelo social, de enorme fuerza destructiva (y liberadora) que tardaron mucho en aplacarse. Tras ellas vinieron largos periodos de paz interna y desarrollo económico. ¿Dónde estamos ahora? Si las reformas económicas aprobadas en 2013 atraen inversión y se instrumentan con eficacia y honestidad (un gran si), el mayor obstáculo será la falta de paz interior. La fuerza del crimen organizado y la debilidad de las instituciones y las leyes en materia penal mantienen algunas zonas de México en estado de erupción.

A partir del año 2000 en que transitó a la democracia, este país ha vivido un nuevo ciclo de violencia, ya no ideológica ni social, sino criminal. Las escenas que aún circulan en las redes sociales son de una crueldad indescriptible. Aunque los cárteles del narco y el crimen organizado (aliados a altos mandos políticos) venían creciendo desde los años 70, nadie previó la paradójica razón de su florecimiento: al limitar el poder casi dictatorial del presidente, la democracia —un bien en sí mismo, por supuesto— tuvo el efecto centrífugo de favorecer la autonomía de los poderes criminales ligados a los políticos locales y a los policías corruptos. Comenzó la guerra civil entre los cárteles y la guerra entre ellos y el Estado. El presidente Vicente Fox (2000-2006) pecó por omisión: practicó una política de avestruz; el mandatario Felipe Calderón (2006-2012) pecó por comisión: optó por una guerra frontal, apagó el fuego con gasolina. La espeluznante cifra de muertos rebasa los 80.000.

Muy poco a poco, en un proceso de regeneración política, policial y social apenas embrionario, el Estado ha vuelto a recuperar espacios. Algunos de los grupos más sanguinarios como los Zetas, que han operado en los Estados del Golfo de México, han sido minados y han mudado su base de operación a Centroamérica. Algunas ciudades clave de la frontera (Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey) precariamente han comenzado a recobrar un mínimo orden. Pero el debilitamiento de algunos cárteles (Cártel del Golfo, Tijuana) y la muerte o captura de varios capos ha prohijado grupos armados que actúan por cuenta propia, ya no en el complejo negocio de las drogas, sino en el más asequible de la extorsión y el secuestro.

La actual erupción ocurre en el bellísimo Estado de Michoacán (indígena, colonial, lacustre, montañoso y… volcánico) al occidente de México, que fue escenario central de todas las guerras mexicanas del siglo XIX y XX: la Independencia, la Reforma, la Intervención Francesa, la Revolución y la Guerra Cristera. Ningún criminal de la era revolucionaria fue comparable al michoacano Inés Chávez García, cuyas hordas saquearon e incendiaron pueblos enteros. Hace años, coludido con las autoridades políticas y policiacas locales y estatales, comenzó a operar un grupo criminal denominado La familia michoacana, cuya supuesta vocación —inscrita en su nombre— era ayudar a la gente a mejorar sus vidas y a expulsar a los Zetas de Michoacán. En el proceso, adquirieron un inmenso poder y permearon capas enteras de la sociedad. Una de sus líneas de negocio era la producción de drogas sintéticas en laboratorios secretos de la escabrosa sierra. Tiempo después, por una misteriosa metamorfosis, La Familia (o un sector de ella) se transformó en Los Caballeros Templarios. Este grupo practica la extorsión sistemática a una escala sin precedente. A riesgo de perder los bienes o la vida, nada ni nadie se escapa: hogares, farmacias, consultorios, oficinas públicas, industrias, almacenes, tiendas, escuelas, estaciones de gasolina, agricultores del limón y el aguacate, tortillerías… Michoacán es un estado secuestrado.

Hartos de esta situación, en febrero de 2013 surgieron grupos armados de autodefensa, compuestos por rancheros o pequeños empresarios, algunos de ellos antiguos migrantes a Estados Unidos. No son los primeros en Michoacán que deciden tomar la justicia en sus manos: hace tres años los comuneros indígenas del pueblo de Cherán desconocieron a las autoridades civiles y decidieron colocar trincheras y guardias armados en las entradas de sus pueblos para evitar las incursiones de los talamontes que han diezmado los bosques, patrimonio milenario de esa comunidad.

El epicentro de la acción que confronta a Los Templarios con las autodefensas es la zona llamada Tierra Caliente, que desde tiempos coloniales —por su aislamiento, su clima tórrido, sus agrestes faunas y floras y la índole violenta de su gente— ha sido la sucursal mexicana del infierno. Fray Diego Basalenque, cronista de Michoacán en la primera mitad del siglo XVII, la describió así: “Para quien no ha nacido allí, inhabitable, y para los nativos, insufrible”. Cuando en 1785, Miguel Hidalgo (el libertador de México) solicitó al obispo alguna parroquia vacante exceptuó prudentemente de su petición las de Tierra Caliente. A lo largo del tiempo, la región ha visto frustrados varios experimentos de desarrollo: agrícolas, mineros e industriales. Un inmigrante italiano, Dante Cusi, fundó ahí a principios del siglo XX las prósperas haciendas arroceras de Lombardía y Nueva Italia. El general Lázaro Cárdenas las expropió para ensayar en ellas, sin éxito, un ejido colectivo, una especie de Kolkhoz mexicano. A fin de cuentas, la propiedad se pulverizó y la región se pobló de empresas americanas productoras de melón que arrendaban tierras de los lugareños. La gente siguió siendo ingobernable. No es casual que Tierra Caliente sea el santuario de Los Caballeros Templarios.

Recientemente, las fuerzas federales (Policía, Ejército) han ocupado ese territorio. Tras desplazar a la corrupta Policía municipal, han establecido una cierta convivencia con los grupos de autodefensa. Aunque hay versiones de que algunas autodefensas tienen apoyo del cártel rival de Los Templarios (Nueva Generación, de Jalisco) el Gobierno de Enrique Peña Nieto parece decidido a propiciar la incorporación de estas fuerzas de vigilantes a la esfera legal (hasta con una denominación nueva) como lo hicieron dos grandes gobernantes de México, Benito Juárez y Porfirio Díaz, que respectivamente crearon y desarrollaron el cuerpo de los Rurales, que pacificó al país en las últimas décadas del siglo XIX.

Esta integración no será fácil y puede resultar contraproducente si los grupos de autodefensa —de resultar triunfantes— emulan a los paramilitares colombianos. Pero ése no es un desenlace inevitable: los vigilantes tienen el apoyo mayoritario de la población y de respetados sacerdotes, que reconocen en ellos un movimiento genuino de liberación. Solo el tiempo dirá si la arriesgada apuesta fue juiciosa.

La neutralización definitiva de Los Templarios requerirá un trabajo inédito de coordinación e inteligencia entre las diversas dependencias oficiales, trabajo que necesariamente llevará tiempo. Y supondrá “rehacer el tejido social” (eufemismo sobre la necesaria atención a una zona relegada). Peña Nieto ha prometido una derrama económica sin precedente sobre el Estado. Su intención es convertir a Michoacán en un ensayo de reconstrucción aplicable a otras zonas devastadas: Tamaulipas, Guerrero.

La iniciativa es importante, pero deja al margen la reforma fundamental, la del Estado de derecho. Nadie sabe cómo abordarla (Gabriel Zaid, el respetado ensayista, ha sugerido comenzar por modernizar las cárceles). Mientras ocurre, la vida en algunas zonas de México recuerda la descripción de Hobbes: “solitaria, pobre, desagradable, bruta y breve”. Pero ahora no podemos ya recurrir al Leviatán del pasado, el sistema del PRI, que controlaba el crimen a través de su propia estructura de corrupción y poder. Ahora necesitamos afianzar un orden democrático que haga cumplir las leyes (sobre todo en el ámbito penal) y recupere el monopolio de la violencia legítima en los territorios conflictivos.

Michoacán puede resultar un buen comienzo y 2014, un año propicio: fue en Apatzingán, capital de Tierra Caliente, donde José María Morelos, el otro caudillo de la independencia, inspirado en la de Cádiz, promulgó en 1814 la primera Constitución de México. Y Apatzingán es, desde el 8 de febrero, tierra libre de templarios.

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El vaso medio lleno o medio vacío

La visión sobre América Latina difiere según se mire desde los Andes peruanos o los volcanes mexicanos. Frente a una mayor madurez   hay corrupción, criminalidad y una perversa propensión al liderazgo carismático.

/ 5 de enero de 2014 / 04:00

Hace un par de meses, Mario Vargas Llosa y yo sostuvimos un diálogo sobre América Latina en la Universidad de Princeton. A lo largo de su vida y en su obra, su visión ha sido pesimista, a veces incluso fatalista, pero en tiempos recientes ha ido cambiando y ese cambio, me parece, tiene fundamentos en la realidad. En la charla confrontamos nuestras respectivas impresiones. Él ve el vaso medio lleno, yo el vaso medio vacío.

En una idea básica coincidimos: nuestros países han hecho progresos notables en los últimos años. Basta un mínimo de memoria para apreciar que, comparada con los tiempos de los golpes de Estado, los regímenes militares y las guerrillas, los años de las inflaciones estratosféricas y las espectaculares quiebras, América Latina ha desplegado (en lo general) una madurez sin precedente en su azarosa historia. Nuestra proclividad a la anarquía y la dictadura ha derivado en un respeto al menos formal por la democracia electoral. Igualmente alentador ha sido el desempeño económico en medio de la crisis global: hemos sufrido sus efectos, pero muchas economías han mostrado una solidez tan inesperada como envidiable. Además, muchos gobiernos han aprendido la lección de no relegar los problemas sociales hasta que estallen, e instrumentan programas de atención a la población más pobre y marginal.

Para Vargas Llosa, el mejor ejemplo de progreso es su propio país, Perú, que fue siempre motivo de mortificación y ahora lo es de orgullo. No es para menos. El país crece, la democracia se sostiene, los programas sociales funcionan. Mencionó algunos ejemplos de ascenso social alucinantes, casos de familias que han pasado de la pobreza al éxito global (por ejemplo en la industria textil). Lo más sorprendente de todo —dijo— es la forma en que el progreso material está limando las duras aristas del racismo peruano: “Ahora los protagonistas de la economía, visibles en el comercio y la industria, son cholos”, es decir, los mestizos (hijos de indios de origen inca y blancos de raíz española) siempre relegados por la arrogante aristocracia. Y aún los indígenas están bajando de sus guaridas milenarias en los Andes a integrarse al crisol nacional. Perú está muy lejos de ser el Edén mitológico que representó alguna vez para la imaginación europea (hay intensas protestas sociales en el sector minero y casos serios de corrupción), pero está —no hay duda— en el camino a ser un país menos pobre, dividido y desigual de lo que por siglos ha sido.

La charla tocó deprisa varios países. Uruguay, donde un Gobierno socialdemócrata de izquierda moderada no solo pone ejemplo de responsabilidad económica y continuidad democrática, sino que ocupa un lugar de vanguardia en temas delicados como la liberalización del uso de la marihuana. Brasil, el gigante de la región, cuyo impresionante desarrollo en los últimos años se debe, en parte, a la continuidad de tres sucesivos líderes de una izquierda reformista y moderna: un teórico exmarxista (Fernando Henrique Cardoso), un líder obrero radical (Lula da Silva) y una exguerrillera (Dilma Rousseff). Colombia, el infierno del narcotráfico, la guerrilla revolucionaria y el poder paramilitar, ha acotado la violencia y probablemente logrará firmar la paz con el más antiguo grupo guerrillero. Chile, que a pesar de las cicatrices políticas que dejó el golpe contra Allende y la dictadura de Pinochet cosecha los frutos de su casi bicentenaria tradición republicana.

Vargas Llosa argumentó que el llamado “socialismo del siglo XXI”, inventado por Hugo Chávez, no tiene atractivo para las jóvenes generaciones en el continente. Ya nadie sueña con emular al Che Guevara. Recordó asimismo la aguda crisis económica de Venezuela y la resistencia de los obreros venezolanos a las medidas de un régimen que se sostiene mediante la mentira pública sistemática, el saqueo del petróleo y la corrupción que ha envenenado al propio ejército. Pero esa situación, recalcó, no puede durar.

En su visión mencionó dos señales de alarma: la criminalidad y la corrupción. Solo cabe combatirlas persistiendo en la construcción de instituciones sólidas donde se respete el Estado de derecho. Pero remató con una nota positiva: “En América Latina ya podemos hablar de un consenso sobre la democracia y la libertad de mercado, ya sea en su variante liberal o socialdemócrata”.

Mi postura general fue algo distinta. Creo que, por razones culturales e ideológicas profundas, el populismo en sus diversas variantes (del peronismo al chavismo) es una realidad y todavía una tentación permanente en América Latina. La propensión al liderazgo carismático es tan profunda que la legendaria Evita Perón sigue gobernando a Argentina (por la interpósita persona de Cristina Kirchner) y Chávez habla por las noches al errático presidente Maduro. Es verdad que Alba, la organización supranacional ideada por Chávez con la participación de países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua, se ha desdibujado tras la muerte del caudillo, pero sus respectivos presidentes pueden eternizarse en el poder sin que nadie lo impida. En ese contexto, la situación en Venezuela es particularmente triste y el papel de la OEA es imperdonable. Los mismos países que hace unos años levantaron su voz airada en el golpe de Honduras, han permitido que en Venezuela y otros países de Alba se ahoguen las libertades cívicas hasta volver impracticable a la democracia.

“¿Y México? ¿Cómo va México?”, preguntó Vargas Llosa. “¿Hay peligro de que el narco infiltre al poder político?”. Lo que tuve que decir no lo alegró. Por un lado, expliqué cómo regiones enteras de México están ocupadas ya por el crimen (en todas sus variantes), de modo que los criminales no necesitan infiltrar un poder que ya tienen en los hechos. Por otra parte, le señalé la persistente discordia política. La euforia por la transición democrática del año 2000 quedó en el olvido. Tras el fracaso de los dos gobiernos sucesivos del PAN, la vuelta del PRI se ha vivido, por algunos, como una regresión. Y la izquierda, que en las elecciones de 2012 pudo y a mi juicio debió tener su turno, prefirió un liderazgo radical a uno moderado que hubiese atraído las simpatías de todo el espectro político.

Fue una oportunidad perdida porque en América Latina (como en España con el PSOE) las grandes reformas las han hecho, por lo general, gobiernos de izquierda que abandonan toda retórica revolucionaria a cambio de la vía reformista, adoptando esquemas liberales o socialdemócratas. México no ha tenido esa suerte, México no ha tenido un Cardoso, un Lula o una Rousseff. En este año que termina, el gobierno de Enrique Peña Nieto ha pasado varias reformas importantes que pueden modernizar la economía y alentar el crecimiento, pero en la percepción nacionalista de muchos mexicanos su gobierno es siervo del capitalismo internacional. El de 2014 será el año crucial: de la instrumentación eficaz y pronta de las reformas, de su transparencia y sus resultados dependerá continuidad de la democracia mexicana.

¿Y Cuba? Ni Vargas Llosa ni yo hablamos de Cuba. Fue una omisión importante, por su enorme valor simbólico. Los conflictos entre Estados Unidos y América Latina comenzaron en 1898 en la guerra contra España y se acumularon hasta estallar en Cuba en 1959. La Revolución cubana fue el motor o la inspiración de los virajes revolucionarios de los 70 y 80, que enfrentaron a los atroces regímenes militares de Chile, Argentina y Centroamérica. En las dos últimas décadas los conflictos (y el antiamericanismo asociado a ellos) decrecieron, pero el chavismo los reavivó. La Administración de Obama puede escribir el último acto del libreto latinoamericano: el fin del embargo contra Cuba a cambio de una apertura política sería un final feliz, la antesala de algo nunca visto en América Latina: todo un continente democrático. Todavía se ve remoto.

El público en Princeton dejó la sala, silencioso. Desde los Andes peruanos, el porvenir de América Latina se ve medio lleno; desde los volcanes mexicanos, se ve aún medio vacío.

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