Domingo de revolución
La obsesión de toda revolución es ‘hacerse visible’ para marcar una ruptura simbólica con el pasado.
Este domingo, los bolivianos celebraremos el Día de la Revolución, una efeméride, una fiesta nacional, recién aprobada por la Cámara Baja para conmemorar los 11 años del triunfo del MAS en las elecciones de 2005. ¡Vaya! Pero en el fondo no me sorprende. La obsesión de toda revolución (“real” o pretendida, no importa) es ponerse en escena, “hacerse visible” para marcar una ruptura simbólica e imaginaria con el pasado, por medio de una intrincada pero potente narrativa de íconos, fiestas y ceremonias. Los símbolos son la materia misma de la política, como se sabe.
Durante el primer gobierno de Evo, en las altas esferas azules se habló mucho de la “revolución democrática y cultural”, pero este término, un poco démodé, no calaba completamente, algo cojeaba, y fue sustituido por un artefacto retórico más ambiguo pero harto conveniente: el “proceso de cambio”. La revolución fue en gran medida una transformación del lenguaje político boliviano, un enorme giro discursivo que disolvió los enunciados del ciclo estatal neoliberal y los reemplazó por otro plexo semántico cuyas palabras mágicas y grandilocuentes son (demasiado) conocidas: “Estado Plurinacional”, “descolonización”, “gobierno de los movimientos sociales”, “presidente indígena”, entre otras.
En política, las palabras sí importan y esto me hace pensar que el cambio político es esencialmente un cambio lingüístico: la “autoridad lingüística” y la autoridad política se confunden y se autorizan mutuamente. El Estado legitima ese régimen de significaciones y adquiere el poder de determinar la legitimidad o ilegitimidad, la validez o invalidez de los actos políticos.
No existe revolución sin una historia que contar; es decir, sin un relato coherente que integra una serie heterogénea y probablemente azarosa de acontecimientos. La narración revolucionaria encadena de manera lógica los contextos históricos y los actores; de hecho, convierte a hombres comunes en personajes. Este relato cumple dos funciones políticas: hace tabula rasa con el pasado (la Colonia, la República, el ciclo nacionalista, el neoliberalismo) y establece una frontera entre los “amigos” y los “enemigos”.
En los últimos años, esas palabras han sido objetos de sobreinterpretaciones, desplazamientos de sentido, mutaciones y falsificaciones; en suma, han perdido su credibilidad, y por ende, su capacidad de interpelarnos. Hemos pasado del exceso de sentido (que es el rasgo central de la ideología) a la dispersión semántica. La hegemonía ha envejecido, como diría alguien. Las palabras han perdido su lustre y su música, se han convertido en flatus vocis: un soplo de aire generado por la voz, nada. Así encalla una revolución, en los mismos vicios que le dieron origen. Por algo se dice que es un giro o vuelta que da una pieza sobre su eje. En todo caso, siempre nos quedará la fiesta.