Expulsar automóviles
Estamos en una vorágine de consumo que se traduce en dos productos: edificios y automóviles
Un viejo amigo, amante de la Ciudad Maravilla, volvió después de varios años y se horrorizó con el tráfico en las calles. Estresado de sobremanera me gritó: —¡Deben hacer algo pronto, deben expulsar los automóviles de esta pobre ciudad!
Y le sobraban razones para semejante arrebato. Hace más de una década estamos inmersos en una vorágine de consumo que se traduce en dos productos: edificios y automóviles. Ambos se reproducen como hongos en una infraestructura urbana, estrecha y abigarrada que no fue planificada para semejante irrupción. Nuestras calles y avenidas, simples callejones en cualquier ciudad latinoamericana, resultaron así de estrechas al construirse en un maravilloso pero restringido territorio. Con esa estrechez urbana algún momento teníamos que reventar.
Se calcula que en esta ciudad se registran cerca de dos millones de viajes (de circulación viaria) al día. Es decir, 700 millones de viajes al año. Una cifra enorme.
Los nuevos sistemas PumaKatari y Teleférico, cuando estén completamente terminados, cubrirán apenas el 15% de esa demanda. Mala noticia para todos, porque seguiremos dependiendo del caótico transporte tradicional.
De todo el universo de problemas del transporte tradicional subrayo dos: las costumbres pueblerinas del automovilista privado y la plaga ingobernable del transporte público. Los privados quieren llegar con su auto hasta la puerta de su oficina, como el cowboy que amarra su caballo en la puerta del salón. Y no solamente a su trabajo, también al mercado, al cajero, a la peluquería, al ministerio, al colegio de sus hijos y un largo etcétera. Para ese conductor comodón caminar largos trechos es algo inaceptable a su “rango” y que no condice con su 4×4.
Por otro lado, el transporte público es una plaga enquistada en esta sociedad que hace lo que le da la gana. Un dato alarmante: el transporte público está atomizado en 500 empresas, cooperativas o pequeños gremios. Un montón de grupos de “sicarios” del transporte que nunca concertarán con las autoridades, ni siquiera entre ellos mismos. En ciudades contemporáneas y civilizadas esta cifra se reduce a cinco (entre púbicas y privadas), cantidad que puede ser normada y/o controlada. De ahí que pululan miles de minibuses en un baile esquizofrénico e ingobernable por toda la ciudad. Sus conductores, al borde de un colapso nervioso, con la oreja rellena de salsa chica, con la nariz colmada por el esmog sufren ahora de daltonismo: el rojo lo ven verde.
Preguntarán por soluciones. Saben que soy un escéptico, pero insistiré en dos y a largo plazo: educación ciudadana para ricos y pobres, y descentralización urbana.
* es arquitecto.