El ladrón de libros
El hábito de la lectura, al igual que los libros antiguos, está abandonado en los viejos anaqueles
La semana pasada Itápolis, municipio de Sao Paolo conocido mundialmente por ser el mayor productor de naranja en el mundo, atrajo la atención de la gente no precisamente por sus cítricos, sino por un hecho social. Allí, la Policía capturó a un ladronzuelo bastante sui géneris, especializado en robar libros. No se trata de un cleptómano, tampoco un traficante de textos en el mercado negro. Simplemente es un empedernido lector. “Desde pequeño pasaba horas encerrado en su cuarto pasando páginas”, dijo su hermana.
Hoy el hábito de la lectura está en caída. El promedio más optimista dice que en América Latina las personas leen tres libros anualmente. Resulta que este ladrón ilustrado se había robado 384 libros con la convicción de devorarlos por completo. Claro, en este mundo donde la mayoría prefiere ver su smartphone, este joven es un ave rara. A tal punto que el delegado de la Policía que lo atrapó dijo sin aspaviento: “Mi impresión es que puede tener algún tipo de trastorno psicológico”.
Como si se tratase de una reencarnación real de la niña Liesel Meminger, protagonista de la película La ladrona de libros, este ladrón ilustrado paulista pensaba devolver los libros, pero con el pasar del tiempo se acostumbró a ellos. Y es que los libros desatan una manía irresistible por acumularlos y leerlos con una pasión inagotable. Como diría Jorge Luis Borges, “siempre imaginé el paraíso como una especie de biblioteca”. O en palabras de Cicerón: “Si tienes una biblioteca con jardín, lo tienes todo”. Quizás este ladrón ilustrado pensaba hacer su propio edén en su cuarto. Allí, en su nirvana, más que en otro lugar, se sentía feliz, dichoso.
Los libros tienen una suerte de piedra imán. Tienen un magnetismo encantador. Muchas veces el hombre más probo cae en la tentación de apoderarse de un libro que no es suyo. Y en un cerrar y abrir de ojos, se convierte en un ladrón de libros. Aunque hace unos días una amiga me recordó las palabras inolvidables del extinto poeta Jorge Zavala: “Robar libros no es un delito”. O, como me decía otro amigo con referencia a este ladrón ilustrado: “No es delito y debían premiarlo por arriesgar su libertad por la lectura”.
Quizás así lo entendieron algunos vecinos de Itápolis, quienes después de enterarse sobre su captura hicieron una romería a su casa para regalarle libros, casi como recompensa por su pasión por la lectura, que lo llevó a utilizar innumerables estrategias para agenciarse de centenares de libros de diferentes bibliotecas de Itápolis. Los cuales, ante la ausencia de un estand en su cuarto, terminaron atiborrados unos encima de otros. Así, su cuarto se erigió en un espacio entrañable, capaz de proporcionarle la placidez inconmensurable que solamente la lectura proporciona.
Claro, no se pretende hacer una apología del robo de libros; pero se necesita con una urgencia meridiana aguijonear a la lectura. Ese hábito, al igual que los libros antiguos, está abandonado en los viejos anaqueles. Se necesita la promoción de la lectura. La Feria del Libro de La Paz que por estos días está en curso puede convertirse en un hormigueo de curiosidad para tentarnos invertir en el saber y el deleite de la lectura. Comprar un libro puede ser un pretexto para encontrarnos con el placer por la lectura. Leer no conlleva necesariamente felicidad; quizás es algo también importante: es una forma de resignificar la comprensión del mundo y de la (propia) vida.
* es sociólogo